Jean Arthur Rimbaud
Sagrado para los consagrados, arquetipo del artista en su estado más puro, icono roto nunca repuesto aunque imitado hasta la locura, niño terrible por excelencia, poesía más que poeta; nadie como Jean Arthur Rimbaud - nadie en la historia del arte- merece con tanta frecuencia - y con tanta justicia- el sacro mote de maldito.
El santo de los malditos
Por Daniel Ares
"Advertid sin vértigo la extensión de mi inocencia".
J.A.R
Feroz su vida y feroz su poesía, distinto en todo y más nuevo que sí mismo, "absolutamente moderno" -como se jactaba de ser-, abolió los procedimientos habituales y en lugar de construir su obra con los vestigios de sus recuerdos, primero alucinó su memoria en rápidas piezas de rara perfección, y después lo volvió todo vida con su propia vida. Fue cuando el verso viró carne, ya perdida su alma detrás de sus palabras.
Antes de cumplir los diecinueve años, escribió cuanto escribió, y una vez dicho lo dicho, lo arrojó todo al fuego -literalmente- y partió hacia los confines de sí mismo, literalmente también. Tales eran sus visiones, que las quiso tocar y así le fue. Vivió poco y murió a los treinta y siete años en un hospital de Marsella, mutilado y loco, sin una pierna, minado por la sífilis, reducido a "un tronco inmóvil", delirando de fiebre, angustiado por la minúscula fortuna que escondía en su cinto, rodeado de monjas y de fantasmas, abrazado a Cristo, y negando que era Rimbaud porque en realidad se moría sin saber que era Rimbaud, el santo de los malditos.
La foto símbolo de Etienne Carjat, 1871.
Arrancado de sólo Dios sabrá qué tinieblas, nació con los ojos abiertos el 20 de octubre de 1854, en el norte de Francia, en la región de las Ardenas, en la por él ahora célebre ciudad de Charleville. Hijo de un oficial aventurero y de una mujer más severa que diez comandantes, Jean Arthur fue el segundo varón de este joven matrimonio que ya se desmoronaba. Sin embargo, todavía nacerían dos niñas más antes de que su padre huyera para siempre de su madre, y en pos de algún destino más sereno, se fuera a la guerra de Crimea, y no volviese nunca.
Su madre, Vitalie Cuif de Rimbaud, con cuatro hijos, sin marido y sin rentas, no pudo elegir y tuvo que mudarse a uno de los barrios más bajos de Charleville, por cuyas calles baratas de ferias y bestias y brutos sin nobleza, el pequeño Rimbaud descubrió todala Tierra. "Bien podría ser yo el niño abandonado en el muelle, el que partió hacia alta mar, el criadito que va por el pasaje que al final toca el cielo", dirá despuès y para siempre en sus míticas Iluminaciones, para las que entonces faltaba tanto y a la vez tan poco.
Su madre, Vitalie Cuif de Rimbaud, con cuatro hijos, sin marido y sin rentas, no pudo elegir y tuvo que mudarse a uno de los barrios más bajos de Charleville, por cuyas calles baratas de ferias y bestias y brutos sin nobleza, el pequeño Rimbaud descubrió toda
Era 1862 y, con ocho años, ingresa al Instituto Rossat, un colegio laico y público donde para horror de su madre se junta con cualquiera. Es más, disfruta de todos y en especial de los peores, entre los cuales ya es el mejor. Sus compañeros lo han apodado "el cochino santurrón", por la exquisita barbarie de su lenguaje y por la intensa fe de sus creencias. Apenas despunta, ya se destaca y esplende. Pronto se ve que es otra cosa y que algo nunca sucedido detona en su interior. En dos años cursa cuatro, gana premios y distinciones, compone poemas que deslumbran a sus maestros y, en ocasión de la primera comunión del príncipe imperial, escribe una oda en hexámetros latinos que su majestad se digna agradecer y felicitar. La inmortalidad que le corresponde, despierta y lo desborda.
En 1869, con sólo quince años, obtiene el primer premio de versos latinos en el Concurso Académico del año, y las revistas de Charleville publican sus primeras piezas bajo el orgullo pétreo de su madre, y para asombro de todos. No hace falta ser Sigmund Freud para advertir el prodigio. Al año siguiente, en 1870, irrumpe en su escuela, y sobre todo en su vida, un maestro decisivo que será su mentor, su protector a veces, y su víctima casi siempre: es George Izambard. Su nombre se lo traga la historia, pero es él quien le revela a Rimbaud los grandes malditos de Francia: Villón, Baudelaire, Rabelais... Rimbaud trata con ellos como quien juega con dinamita, y al final explota.
En 1871 vuelve a ganar el Concurso Académico; acaba sobresaliente en todas las materias, y arrasa cuanto premio se le cruza: recibe la medalla al mejor discurso latino, al mejor discurso francés, a la mejor versión griega... ¿y qué hace? vende todas esas medallas por la módica suma de veinte francos, y con el dinero se escapa, se va a París, que tanto lo llama hasta cuando duerme. Ya no soporta la escuela ni su pueblo ni su gente, y menos que menos soporta a su madre. Francia acaba de declararle la guerra a Prusia, es el tiempo de los asesinos y él quiere estar exactamente ahí, donde el drama y la poesía no se reduzcan a versos. Parte ciego de entusiasmo, y nunca llega.
En 1871 vuelve a ganar el Concurso Académico; acaba sobresaliente en todas las materias, y arrasa cuanto premio se le cruza: recibe la medalla al mejor discurso latino, al mejor discurso francés, a la mejor versión griega... ¿y qué hace? vende todas esas medallas por la módica suma de veinte francos, y con el dinero se escapa, se va a París, que tanto lo llama hasta cuando duerme. Ya no soporta la escuela ni su pueblo ni su gente, y menos que menos soporta a su madre. Francia acaba de declararle la guerra a Prusia, es el tiempo de los asesinos y él quiere estar exactamente ahí, donde el drama y la poesía no se reduzcan a versos. Parte ciego de entusiasmo, y nunca llega.
Antes de entrar en la ciudad, con el pasaje vencido, lo detienen en la estación del Este y lo encierran en la prisión de Mazas donde se pasa una semana llorando su perdón en cartas lastimeras. Le escribe al Procurador Imperial recordándole sus odas, le escribe a su amigo Delahaye, y por supuesto a Izambard, a su querido Izambard, que al fin se apiada y lo rescata, le manda el dinero para la multa, un pasaje de vuelta, pero no resiste mucho tiempo. A los diez días se fuga de nuevo, esta vez a Bélgica.
Sin plata para el pasaje -ni ganas de volver a la cárcel-, decide ir a pie, se larga a los caminos y los camina. Pisa la Tierra y la contempla paso a paso. Recorre el mundo, no se lo cuentan. Anda la vida y lo ve todo. Un dia lo escribe: "Me habitué a la alucinación simple: vela, verdaderamente, una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores integrada por ángeles, carruajes sobre las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios, un titulo de vodeville exhibía espantosidades para mi... Acabé por juzgar sagrado el desorden de mi espíritu".
Antes de llegar a Bruselas se detiene en Charleroi, y gracias a su amigo Paul Demeny, consigue trabajo en un periódico desde donde injuria al Imperio hasta que rápidamente lo despiden.
Continúa su camino y llega hasta Bruselas, sin un peso y famélico, dispuesto mendigar, a rogar ante cualquiera, a suplicar de rodillas. "¿A quién debo postrarme? ¿qué animal debo adorar? ¿qué imagen santa debo atacar? ¿qué corazones he de partir? ¿qué mentira debo decir? ¿sobre qué sangre tengo que rnarchar?", escribirá después.
Tiene hambre, frío, sueño, miedo, está lejos y solo y extraña hasta a su madre y esto le da más miedo. Por suerte encuentra a un amigo de Izambard que le abre su casa, le da de comer, le presta algo de plata, y le avisa al maestro. Pero esta vez Izambard no quíere aparecer como su cómplice y, en un gesto de prudencia y delación, consulta a la madre de Rimbaud para que le diga qué hacer. Mamá Rimbaud, sin que le tiemble la mano, firma y expide inmediatamente la "orden formal de que la policía se encargue de repatriarlo y sin que haya gastos". Por suerte para la humanidad, antes de volver, por el camino, siempre, en Charleroi, en Bruselas, en París, por donde pase, Rimbaud deja poemas, prosas breves y otros destellos, que sin saberlo entonces salvarán del fuego su memoria. Cuando llega a casa lo recibe su madre con un sonoro cachetazo. No le tiembla la mano.
Durante semanas que son meses, mientras espera el nuevo año de clase, Rimbaud se entierra en la biblioteca de la escuela hasta enero del 71, cuando los alemanes entran y toman la ciudad y él sale a pasear por las líneas enemigas y se mete en todas las casas porque dice que es francotirador y mentiras así. Son los días de "El mal", de "La rabia de los césares" y otros poemas que arranca de entre los muertos y sus despojos. A fines de febrero, se escapa otra vez. Por toda Francia se sabe que París capituló y él quiere verla así, desolada, arrasada, barrida por el espanto que lo llama desde adentro.
Camina París y son calles vacías, rotas, humeantes de pólvora y de carne quemada. Desolado por la desolación, y siempre a pie, vuelve a Charleville a principios de marzo. Pero en abril está de nuevo en París: se ha declarado la Comuna y quiere unirse a los insurgentes. "¡Que se muera Dios!", canta mientras marcha y provoca por donde pasa. Lleva el pelo mucho más largo que nadie, le cae en bucles sobre los hombros, muerde una pipa larga con el hornillo hacia abajo, usa un gorro anacrónico y no le importa pelearse. Y encima su cara: ese rostro, la boca nueva y ya en un rictus amargo, los ojos de un azul taimado... no hay un retrato suyo, no hay un testigo cierto que no recuerde y resalte sus rasgos de virgen, de mártir y de asesino. No sólo sus versos provocan por donde pasa.
Pero París ni siquiera lo percibe. Otra vez se lo ve mendigando por los bulevares, arrastrando la caridad del que se topa y se lo aguanta, y enseguida pero despacio se vuelve a Charleville para escribir y leer y fugarse en cuanto pueda. Entre los poemas que dejó por Paris, quedó, a la deriva, "El barco ebrio", que así llega a las manos del gran Paul Verlaine, diez años mayor que Rimbaud pero ya reconocido y más que respetado. "Si yo deseo un agua de Europa, es la de la charca/ negra y fría donde hacia el crepúsculo embalsamado/ un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta/ un barco frágil como una mariposa de mayo", lee Verlaine y lo manda llamar. "Venid querida y grande alma, se os espera, se os desea"... Así de imperceptible y delicado fue el comienzo de la suerte y el desastre que fueron los dos para los dos.
En agosto Rimbaud llega a París, y Verlaine lo recibe entusiasmado porque no lo conoce. Piensa que es el mismo chico que escribió "El barco ebrio", y ya no. Es ya imbaud el que será y no el que era. Apenas unos días atrás, en julio, en una carta inmortal a Paul Demeny, Jean Arthur ha declarado -y asumido- los rígidos principios que ya encierran su final. "El poeta se hace vidente mediante un largo, intenso y sistemático desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura, buscan en si mismas, agotan en si mismas, todos los venenos, para guardar de ellos tan sólo sus esencias. Inefable tortura que necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehumana, en que se transforma, entre todos, en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito - ¡y el Supremo sabio!- ¡porque alcanza lo desconocido! ¡Porque ha cultivado su alma, ya rica, más que nadie! Llega a lo desconocido, y aunque enloquecido, terminará por perder la inteligencia de sus visiones - ¡pero las habrá tenido!- ; que estalle entonces en su salto hacia las cosas inauditas e innominables: ¡otros trabajadores horribles vendrán y empezarán por los horizontes donde él se ha desplomado!", dice en un fragmento, con diecisiete años, ya convertido en otro.
Pero Verlaine lo recibe con los brazos abiertos porque no sabe quién es ni lo que le espera. El encuentro fatal se ha producido. El resto lo harán el ajenjo, el hachís, la noche, los versos y el vigor de las pasiones de esos dos grandes poetas que no saben quiénes son.
Apenas baja del tren, comienzan los problemas. Verlaine - justamente porque no lo conoce- le ha preparado un cuarto en la casa de sus suegros, donde Rimbaud no dura nada. En ningún lugar dura nada. En todas partes escandaliza, rompe o se pelea, discute o escupe, vomita y se les ríe. Finalmente bate un récord de tres meses en una buhardilla que le consigue y le paga Verlaine, siempre Verlaine, todo el tiempo Verlaine. Ya son algo más que dos buenos amigos si se quiere "inseparables". Algo más y algo distinto. Son una mezcla explosiva que estalla todas las noches. Casi siempre terminan discutiendo y muchas veces pelean y siempre es Verlaine el que acaba en el piso morado y molido. Pero igual no se le despega. Al contrario. Maravillado, admirado, clínicamente apasionado, Verlaine lo lleva de la mano por los circuitos literarios más selectos de París, donde Rimbaud conoce a Victor Hugo, trata con Banville, difunde sus poemas, colabora con alguna revista, y en todas partes destaca casi tanto como repele. Le divierte la iconoclacia, se burla de lo célebre, ignora los códigos, orina sobre el lenguaje y si hay alguien que se molesta, lo desafia a pelear. Exceso de hachís, de ajenjo y de grandeza.
Por las tripas de París, con el vértigo que les cabe, Verlaine y Rimbaud divagan y se pierden en exploraciones sin límites. Rimbaud no arriesga nada, pero Verlaine está recién casado, tiene un nombre, un prestigio, una imagen, cenizas... Arrastrado por las aguas de lava de ese mocoso inaudito, Verlaine se deja llevar, echar y golpear, arrastrar y humillar y no le importa nada. Ahora su mujer le avisa que está embarazada, llora y le suplica, sabe que su marido está habitado por un joven demonio que ayer no conocían y que lo posee hasta cuando lo deja.
En abril de 1872, en un impulso muy suyo, el principito rabioso deja París y aparece de vuelta en Charleville. En agosto nace el hijo de Verlaine, pero Verlaine no se da cuenta. Mientras el crío berrea pared de por medio, su padre le escribe a su amigo para que vuelva a su lado porque lo extraña y lo precisa...
Y escribe, llora y vuelve a escribir, pero no tiene respuesta. Rimbaud no está para nadie. Han comenzado las Iluminaciones. "Antiguamente mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en el que todos los vinos formaban torrentes./ Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié", escribe.
Tenía dieciocho años.
Semejante vigilia no durará mucho. Poco más de un año, ni siquiera dos. A estos esplendores y otros poemas, en ese lapso, le sumará los espejismos de Una temporada en el infierno, y una vez terminada la faena, con la prolijidad de los suicidas, lo arrojará todo al fuego en un gesto de poesía, más que de poeta.
"Él (el Genio) nos ha conocido a todos y a todos nos ha amado. Sepamos, esta noche invernal, frente a frente, del tumultuoso polo hasta el castillo, de la multitud a la playa, de mirada a mirada, cansados los sentimientos y las fuerzas, llamarlo, verlo y despedirlo, y debajo de las mareas y en lo alto de los desiertos de nieve, seguir su mirada, su hálito, su cuerpo, su luz."
Asi terminan sus Iluminaciones a principios de julio de 1872.
Hablan sido tres meses profundos de onírica lucidez. Cantaba la decadencia de un mundo que apenas florecia. Después se fue. Primero a Bélgica.
Antes de partir cruza una carta de Verlaine que todavia lo llora. Rimbaud se ríe y lo desoye, pero no lo desprecia. Le dice que si quiere lo acompañe, y alli Verlaine lo deja todo para seguirlo. Abandona a su mujer enferma, a su hijo recién nacido, a sus amigos, el respeto de los suyos, París, su vida, todo. Parte hacia Bruselas borrachos con Rimbaud y por eso no llegan.
Trompeándose o besuqueándose, los detienen en un puesto fronterizo por ebriedad y escándalo y los devuelven esposados a París, donde ya todos saben todo.
Para no ver a nadie, se vuelven a escapar y otra vez a Bruselas. Rimbaud no puede parar y Verlaine no puede dejarlo. Salen por las Ardenas y llegan a Bélgica a principios de agosto.
La mujer de Verlaine, sin creer lo que le pasa, los persigue hasta que los encuentra y bañada en lágrimas, le suplica a su marido que vuelva con ella. Tanto se retuerce que lo convence, y Verlaine vuelve pero no vuelve. Antes de cruzar la frontera, se baja del tren entre los gritos de su esposa y regresa con Rimbaud, su niño-vicio-alucinógeno.
A mediados de setiembre, para que nadie los encuentre, los dos amigos se instalan en Londres donde Verlaine da clases de francés mientras Rimbaud revisa y pule sus recientes Iluminaciones.
Él es el Genio y Verlaine su "virgen loca".
"Él era casi un niño - escribirá y describirá Rimbaud dentro de poco, en Una temporada en el infierno- ... sus delicadezas misteriosas me habían seducido. Deseché todo deber humano para ir detrás de él. ¡Qué vida! ¡La vida verdadera está ausente! Nosotros ya no estamos en el mundo. Yo voy donde él vaya, según le plazca. A veces se vuelve contra mí, una pobre alma. ¡El Demonio! El es un demonio, saben, y no un hombre..." El poema se titula "Virgen loca" y comienza asi: "Escuchemos la confesión de un compañero del infierno". El delirio los une.
En octubre madame Verlaine, embravecida por la desesperanza, decide su divorcio y denuncia a su marido por abandono del hogar. Ahora Verlaine es un prófugo de la justicia y su angustia lo arrastra más hacia Rimbaud, que harto de tanto lloriqueo, lo abandona sin avisarle y va a visitar a su madre, que acaba de heredar una mansión en Roche. "Soy de una raza lejana: mis padres eran escandinavos: se perforaban el costado y bebían su sangre... Me haré tajos en todo el cuerpo, me tatuaré, quiero devenir horrible, como un mongol: aullaré por las calles. Quiero enloquecer de ira", grita Rimbaud en "El esposo infernal" y se esfuma.
La temporada en el infierno ha comenzado. Su mano copia. "¡Qué siglo de manos!". Es 1873, Rimbaud tiene diecinueve años y Verlaine llora tanto que se enferma, le escribe y lo precisa, le ruega que lo visite y Rimbaud por fin accede porque ahora es la madre de Verlaine la que le paga el pasaje, y a él le encanta viajar. Esta vez se encuentran en Jehonville, en las Ardenas belgas, van hasta Amberes y de allí cruzan de nuevo hacia Inglaterra. Viajan contentos, se ríen y charlan, nadie se imagina lo que está por ocurrir.
Una vez en Londres, las discusiones y las peleas son cada vez más frecuentes, violentas y absurdas. Cansado de protegerlo - y de que le pague con palizas- , ahora es Verlaine el que decide abandonarlo para volver con su esposa suplicando que lo perdone y jurando que nunca más... Pero su mujer ya no le cree, no lo escucha ni le importa, y entonces Verlaine, dos veces desesperado, regresa a Rimbaud... Pero son los inicios de 1873 y Una temporada en el infierno está por suceder.
"Logré diluir en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre todo júbilo, para estrangularlo, di el salto cauteloso de la bestia feroz/ Mientras moría, llamé a los verdugos para morder la culata de sus fusiles. Llamé a los flagelos para ahogar con arena la sangre. La desgracia fue mi dios. Me revolqué en el barro. Me segué con el aire del crimen. Aposté a la locura." Pensando estas cosas lo encuentra Verlaine cuando regresa. Ya no se puede vivir con ese chico.
Entre los dos no queda más que reproches y agresiones, hasta que un día Rimbaud, cansado de pegarle, decide abandonarlo y esta vez para siempre. Pero Verlaine, que lo ha perdido todo por él, no piensa dejarlo por mucho que él lo deje, y entonces el desastre...
Todo sucede en Bélgica, en un hotel de Bruselas cuando Rimbaud le dice que se va y Verlaine lo retiene a balazos. Le pega un tiro en la mano derecha, Rimbaud lo denuncia, Verlaine es encerrado, juzgado y condenado... y se pasa dos años en la cárcel de Mons. El gran Paul Verlaine. Tal el desastre.
Pero no para Rimbaud, que sigue su marcha y vuelve a las Ardenas poseído por una angustia que nada tiene que ver con los hechos de Bruselas, y conmovido por temblores subterráneos cuyas razones sospecha.
Ni bien llega a Roche, se encierra en un cuarto de la casa de su madre, ajeno a todo, y sobre todo nada a su madre.
Es abril de 1873. Cuando sale del cuarto, es agosto. Una temporada en el infierno está terminado. Ya todo está dicho. Consciente de lo que hizo, asombrado por el genio que lo habita, ahora quiere los honores que le corresponden y sus placeres.
Terminada la obra, viaja a Bruselas y hace imprimir su nuevo libro en una edición de autor. Son 500 históricos ejemplares que, lamentablemente para él, pero por suerte para todos, Rimbaud no puede pagar, por lo que el imprentero se los embarga y, sin quererlo, los salva del fuego para toda la eternidad.
Los otros pocos ejemplares que sobrevivieron al autor fueron aquellos que el mismo Rimbaud alcanza a repartir entre algunos críticos y colegas confiando en su pronta consagración... Pero ya todos en París conocían el affaire Bruselas, y si ayer lo esquivaban y lo rechazaban, ahora se le apartan como si fuera contagioso. Es el fin del poeta.
En Harar, 1880.
Alzado por la ira que anunciaba en sus versos, es entonces cuando Rimbaud grita "basta", y en palabras que son actos otra vez, enciende el fuego de su infierno con fuego de ver
dad. Cartas, poemas, prosas, apuntes, intentos, todo lo que encuentra, todo lo escrito, todo lo dicho, todo a la chimenea para que se queme como sus sueños.
Es un día de noviembre de 1873; esa noche, desde un café del barrio latino, repentinamente, sin mayores comentarios, Rimbaud se levanta, deja su mesa y empieza a caminar y ya no para.
Nunca más escribirá más nada.
Eso es "basta".
Acaba de cumplir diecinueve años. Lo que le resta de vida, ya no es vida, es la memoria de un vagar alucinado hasta el infierno palpable de su muerte. "Abandonadlo todo... salid a los caminos", dice y hace.
"¡Revive la sangre pagana! El espíritu está próximo: ¿por qué Cristo no me ayuda entonces, dándole a mi alma nobleza y libertad?... Aquí estoy, sobre la playa armoricana. Mi jornada está cumplida: abandono Europa. La brisa marina quemará mis pulmones, los climas lejanos me curtirán la mirada. Nadaré, reposaré aplastando la hierba, cazaré, fumaré, sobre todo eso: fumaré; y beberé licores fuertes como de metal ardiente, como hacían nuestros queridos antepasados alrededor del fuego."
Tal es el infierno que canta y ejecuta.
Desterrado de sus propios delirios, apenas en noviembre de 1873, parte y ya no vuelve por mucho que regrese.
Primero pasa un tiempo en Londres y después en Escocia; es maestro ayudante en un buen colegio.
Apasionado por la lengua que descubre, se queda en Inglaterra hasta principios de 1875 como si allí fuese a quedarse para siempre. Pero unos meses después ya se lo ve por Stuttgart, quiere aprender el alemán pero en verdad huye de Verlaine, que acaba de recuperar su libertad y que ya le está escribiendo porque otra vez quiere verlo. Rimbaud lo rechaza y se queda en Alemania, donde se emplea como preceptor en una casa de buena familia. Pero Verlaine no se resigna, lo rastrea y lo encuentra y viaja hasta Stuttgart, donde Rimbaud lo recibe entre insultos y burlas y para que vea cuánto lo quiere, le da una paliza memorable, que lo deja boqueando en el piso bajo su risa maldita... Allsí termina todo.
Van a reconciliarse por carta, pero no volverán a verse. Verlaine parte hacia Inglaterra y Rimbaud deja Alemania, cruza Suiza caminando, llega hasta Italia, donde pasa un tiempo en Milán,en la casa de una señora rica, que excitada su piedad, lo cobija por algunos meses hasta que un día advierte que le faltan ciertas piezas muy valiosas de su colección de antigüedades, y entonces una abrupta discusión rompe el idilio.
De vuelta a los caminos, siempre a pie como los árboles, Rimbaud marcha hacia las Cícladas, donde dice que tiene un amigo y que lo quiere visitar. Pero a poco de andar, una insolación lo desmaya y es repatriado en Ligurno rumbo a Marsella. En cuanto se siente mejor, y en Marsella todavía, se emplea como estibador en el puerto hasta que se enlista como voluntario en el Ejército Carlista, que parte para España y que parte sin él, porque ni bien se enrola, deserta y se escapa. Vuelve a Charleville.
Es octubre de 1875, tiene veintiún años. Durante algunos meses se encierra a estudiar árabe, español, italiano, ruso, griego moderno, indostani y holandés. Tanto empeño y quietud levantan las peores sospechas de su madre: algo planea. Y si.
En la primavera de 1876 aparece en Rotterdam, firmando un reclutamiento por seis años en el ejército holandés de las Indias. Su nuevo destino será Salatiga, en la isla de Batavia.
El barco con las tropas zarpa el 10 de junio y ni bien llega a Batavia, apenas pisan tierra, Rimbaud deserta otra vez, se pierde en la selva, alcanza una playa, desde la orilla ve pasar un buque de bandera inglesa, le hace señas pero no lo ven, se arroja al agua y nada hasta alcanzarlo, sube y lo contratan, bordea el mar de Java, llega hasta Burdeos, y el 31 de diciembre está de vuelta en Charleville junto a su madre y sus hermanas.
Pero ya en abril del '77 se lo ve por Viena, otra vez quiere estudiar alemán pero ahora tiene problemas con la policia, lo roban o roba, nunca quedó claro: no pudo explicarlo porque enseguida lo deportaron hasta la frontera de Lorena. Pero no vuelve a Francia. Cruza hacia Holanda, camina hasta Hamburgo, alli se emplea como intérprete en un circo. Durante algunas semanas, entre payasos patéticos y leones desdentados, Rimbaud recorre las ferias de Alemania, Dinamarca y Suecia y cuando llega a Estocolmo, en nombre de su prontuario consigue que lo repatrien y en setiembre está de nuevo en Charleville y poco después parte rumbo a Marsella y se embarca para Alejandría.
Sueña con abandonar Europa, pero Europa no lo deja. Enfermo de tanto andar, con "fiebre gástrica causada por el roce de las costillas contra el abdomen", Rimbaud es desembarcado en Civita- Vecchia para que se reponga en Roma y vuelva a Charleville.
Tiene veintitrés años, ya cumple veinticuatro y enseguida parte para Hamburgo, pero antes pasa el otoño en Roche y después baja hasta el Mediterráneo, camina desde Vosgo a Génova y de Génova se embarca para Alejandría y entonces abandona Europa tal cual lo predijo. Ya terminó su jornada.
Ahora se le quema la cabeza bajo el sol homicida de la primavera de Chipre. Es capataz en una cantera, pero la fiebre lo derrumba y a fines de junio lo desembarcan en Marsella enfermo de tifoidea, y de allí lo mandan a su casa para que se cure o se muera. Es por aquellos dias cuando lo visita su amigo Delahaye y escucha su célebre sentencia.
-- ¿Todavía te dedicas a la literatura? - pregunta Delahaye.
-- Los libros sólo sirven para ocultar la lepra de las viejas paredes - responde Rimbaud, que a principios de 1880, está en Chipre de nuevo. Ahora es el capataz del palacio que van a construir para el gobernador general en la cima del monte Troodos, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar...
Para junio ya juntó 400 francos y, antes de cocinarse, escapa a Egipto.
Recorre y busca trabajo por todos los puertos del Mar Rojo y así llega hasta Abisinia, donde comercia café para una compañia francesa, que impresionada con su desempeño, rápidamente lo destina a su central de Harar, en Somalía, con porcentajes sobre los beneficios y con todas las recomendaciones que se merece. "¡Tendré oro, estaré salvado!", tal vez recuerda que escribió alguna vez.
Aden, Abisinia, hacia 1881.
Pero ya no le importan sus versos. Ha descubierto Africa y ahora quiere explorarla. Le gusta el lugar y también su gente. Se lo cuenta por carta a su hermana Isabel: "La gente de Harrar no es más estúpida ni más canalla que los negros blancos de los paises llamados civilizados; no son del mismo orden, eso es todo. Son tal vez menos malos y pueden, en ciertos casos, demostrar agradecimiento y fidelidad. Se trata sólo de ser humano con ellos".
También le escribe a su buen amigo Delahaye, pidiéndole útiles, libros pero no literatura, quiere folletos técnicos, manuales de exploración: prepara una obra sobre Harar, una expedición al interior de Somalla, y un riguroso informe para la Sociedad Geográfica de París.
Así es como en junio de 1883, al mando de una caravana con más de cien hombres, Rimbaud se convierte en el primer Europeo que pisa Bubassa, donde anuncia la civilización, establece algunos comercios, recluta más esclavos, y parte para el Ogaden remontando el río Erer. "Volveré con miembros de hierro, la piel bronceada y los ojos enfurecidos: por mi aspecto se me juzgará de una raza fuerte. Seré ocioso y brutal..."
Pero no. La guerra entre Egipto y Abisinia desbarata sus mejores planes y en abril del 1884, con 16.000 francos ocultos en su cinto, vuelve a Abisinia y se queda hasta finales de 1885 por una mujer. Sus vecinos se sorprenden cuando ven que trata a su negra como si fuera blanca, y él describe en cartas a su familia fantaslas maritales que en su caso son delirios. Hasta sueña con un "hijo ingeniero". Justamente él.
Para octubre de 1885 ya lo ha dejado todo y está sobre la costa africana traficando armas para el rey de Choa. No hay retorno. "¿Sobre qué sangre tengo que caminar?"
Parte con sus fusiles para Tadjourah, equipa una caravana, cruza el desierto, lo atacan los salvajes, matan a sus dos ayudantes blancos y se amotinan sus negros, pero no pierde el mando,y a punta de pistola, sólo con su revólver, consigue arrearlos hasta Ankober donde se hace la entrega. Cerrada la operación, con su cinto repleto, se retira a El Cairo para descansar y fumar y "beber licores como de metal ardiente". Por entonces, muy lejos de alli, los simbolistas franceses descubren sus versos entre redobles y elogios que ya no van a parar y que él jamás escuchará.
Tiene treinta y cuatro años y morirá dentro de tres. Pero como aún no lo sabe, parte hacia Etiopía. En Zeilah arma otra caravana y la carga de fusiles destinados al rey de Makonen. Será un traficante, pero sólo trata con principes. Y el negocio es próspero. Ya esconde más de 30 mil francos en su cinto de siempre,y en mayo del '88, funda en Harar una factoría propia y desde allí trafica azúcar, arroz, armas, aceite, café, esclavos, mujeres, marfil, hachís, fusiles. Sus negocios cubren el país entero. Es rico. Está salvado. Dicen que su casa es un harén. "Siempre hay mujeres que se ocupan de esos feroces condenados que vuelven de las tierras cálidas." Siempre.
El 10 de agosto de 1890, escribe a Charleville: "¿Podría ir a casarme entre ustedes en la primavera que viene?" No explica con quién y ya no importa. Ni bien empiece el invierno comenzará a morir.
En febrero de 1891 siente un dolor repentino pero agudo en la rodilla derecha y antes de una semana ya se ve el tumor a simple vista.
Es un raro caso de sífilis que degenera en cáncer.
Pronto pierde el sueño, el apetito, no camina y el dolor crece y se lo come. Necesita un médico y no brujos nativos.
Con la fuerza y lucidez que le quedan, dispone su séquito, hace construir una angarilla y así lo cargan durante más de diez días con sus noches por el desierto hasta Zeilah. Allí no pueden hacer nada y a través del cónsul francés consigue que lo embarquen rumbo a Marsella, donde lo recibe su hermana Isabel al cabo de tres días de navegación, sin dormir ni comer ni dejar de sufrir.
El 9 de mayo, en el hospital de la Concepción de Marsella, le amputan la pierna derecha, pero es tarde también. El cáncer le toma el fémur. Intenta una prótesis de madera, pero el muñón se inflama peligrosamente y Rimbaud queda postrado. Ya es "un tronco inmóvil". Escribe y se pregunta: "¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita sobre tablas de oro? - ¡demasiada suerte!- ¿Qué crimen, qué error he cometido para merecer mi debililidad actual? Vosotros que afirmáiss que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, vosotros... tratad de narrar mi pesadilla y mi sueño. Yo no puedo expresarme sino como el mendigo con sus continuos Padrenuestro y Avemaría. ¡Ya no sé hablar!". Ni siquiera eso.
El 20 de octubre cumple treinta y siete años y acepta la confesión. Adormecido por la morfina lo que resta de sí se reseca y endurece. Todo París está detrás de sus versos, los simbolistas se arrodillan frente a su Infierno, y las mejores revistas se disputan su descubrimiento y lo buscan por todas partes.
Tarde para todos.
En un hospital de Marsella, paranoico de fiebre, Rimbaud ni siquiera se reconoce, niega que es él, pregunta por su cinto, teme que le roben, que lo reconozcan y lo encierren, grita, insulta, se retuerce entre las monjas perseguido por sus fantasmas, hasta que llega un sacerdote, le da la extremaunción, y al salir del cuarto, con el asombro de los milagros, le dice a Isabel: "Su hermano cree, hija mía...Cree y no he visto nunca una fe como la suya".
Murió el 10 de noviembre de 1891. Unos días después, su madre y su hermana, solas las dos, lo enterraron en Charleville. Hoy su tumba es una meca, su obra todavía destella, inspira y desconcierta, y su nombre suena sacro por sobre todos los malditos. Él es su santo.
Aden, hacia 1880.
Última foto hallada y confirmada.
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