El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


domingo, 31 de julio de 2011

Historias de Escritores: "Por los bares de la eternidad", (presentación y prólogo)

Historias de Escritores





"Historias de escritores" es el título del libro de no-ficción de Daniel Ares editado por Alfaguara (Buenos Aires, 1998), y que reúne una serie de artículos previamente publicados, en su gran mayoría, en la revista Avenida.
Tal y como dice el autor en su prólogo, son “síntesis biográficas” de once escritores, “once personas que yo quiero mucho”: Honoré de Balzac, Fiodor Dostoyevski, Jean Arthur Rimbaud, Jack London, Delmira Agustini, Céline, Hemingway, Faulkner, Arlt, Miguel Hernández y Henrry Miller. "Sin embargo, y por suerte, esos once no son los únicos escritores que yo quiero tanto".
Recuperados los derechos del libro, aquí El Martiyo Plus no sólo se propone  reproducirlo en versión virtual, completa, ilustrada, revisada y gratuita; sino también continuarlo con otros artículos inéditos de la misma serie, que así como vamos -y por suerte también- se nos aparece infinita.
Hoy entonces, a manera de presentación, en una doble entrega, ofrecemos el prólogo de aquella edición, y un rápido retrato de la vida y la obra y la muerte espectaculares del gran escritor japonés Yukio Mishima. 


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HISTORIAS DE ESCRITORES

A Irma y a Manuel,
por todo y las palabras

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Por los bares de la eternidad
(prólogo)



Si hace falta definirlos genéricamente, podría decirse que estos textos –artículos o crónicas- son síntesis biográficas. Refieren la vida de once escritores, onces personas que yo quiero mucho, por eso prefiero llamar a estas síntesis biográficas, simplemente retratos. Retratos que no quieren ser ensayos literarios, ni mucho menos, valoraciones críticas, interpretaciones olímpicas o cosas así. Son carbonillas amables, pequeños homenajes, moneditas apenas de una deuda muy vieja que ellos y yo sabemos impagable.
Para mi decir Céline, London, Miller, Faulkner, Hemingway, Balzaz, Delmira Agustini, Hernández –entre algunos otros-, es como decir –entre algunos otros- Gustavo, el Tano, Dani, Alejando, Luisito, en fin, amigos personales: míos. Con todos ellos aprendí y compartí muchas cosas, mucha soledad, mucho vino, muchos sueños, penurias y carcajadas. Con Gustavo, con Céline, con Luis, con Miller, con Alejandro, con London, con todos ellos viví momentos inolvidables, plenos, que me elevaron y me curtieron, que me rescataron de la abulia, de la desolación y del silencio que al principio me aturdía.
Miller
Recuerdo como se recuerdan unos días que pasamos con alguien muy querido aquél invierno de angustia en el que me salvó Henry Miller. Yo estaba solo, perdido y vencido en plena juventud, sin plata y sin ambiciones, sin mujer ni trabajo, el techo cayendo sobre mi cabeza y la tierra cediendo bajo mis pies, cuando muerto por muerto, ya sin aire y sin piernas, en un reflejo de ahogado, manoteé los tres últimos maderos de la Crucifixión Rosada y no me maté ni  me volví loco, o sí, pero bien, saludablemente loco… Me acuerdo: Miller bajó hasta le fondo del pozo sin perder el sombrero que llevaba siempre, sonriendo con su cara de chino y el cigarrillo colgándole de la boca mientras me contaba cualquier cosa como hacen los bomberos que te rescatan de las cornisas. No tengo fotos pero sí detalles: recuerdo las calles por donde andábamos, él invisible a mi lado, sus mejores frases, la risa volviendo de a poco, lo recuerdo todo.
Céline
Así como nunca me olvido de la paliza que me comí la primera vez que leí Viaje al fin de la noche, yo era joven todavía, casi un chico, ni siquiera sabía que Céline era Céline, el libro estaba ahí desde hacía tiempo, era un ejemplar barato, sin gracia, de colección, igual a tantos, grandes autores grandes obras, tal vez venía con el diario todos los viernes, o tal vez lo compré en una mesa de 3 por 5 junto con otros cos que me interesaban de verdad, eso no lo recuerdo, recuerdo que allí donde lo dejé, allí se quedó, durmiendo por años en un rincón de mi biblioteca hasta que un día Alejandro –otro amigo común- lo abrió para mí, y así comenzó la paliza, el viaje, los revolcones de risa, de asombro y de dolor, los temblores, la rabia… Lo leí en una sola noche, durante años, y cuando lo terminé, a la mañana, ya era todo un hombre. ¿Cuánto le debo, doctor?...
Hemingway
Y cuánto el debo a Roberto Arlt, que tano me alentaba cuando se me caía la cabeza de fatiga, que me enseñó a hablar la lengua que hablo desde entonces, que me abrió los ojos para que viera dónde había nacido y dónde vivía: en Buenos Aires, pibe, una ciudad llena de monstruos, de fantasmas y de turritos, cómo no pagarle una copa, entonces, cómo no darle un abrazo, no sentirlo un colega, un compañero, un amigo.
Lo mismo Hemingway, que me llevó de viaje por el mundo y por el tiempo, que me mostró cómo era París treinta años antes de que yo naciera o soñara con nacer, y después nos fuimos al África y cazamos leones y bebimos no sé cuántos daikiris una mañana en La Habana, en ayunas, y otra vez nos perdimos por Venecia y jugamos al solitario con las calles mientras él me enseñaba sus mejores trucos, a tener paciencia, a tachar lo que no sirve, a escribir como un herrero que sueña que es orfebre.
London
¿Y Faulkner, que me rompió la cabeza?... me acuerdo que lo leía sin entenderlo y que de pronto me daban ganas de pararme y aplaudir. Sus frases me arrastraban de párrafo en párrafo, de página en página, de capitulo en capítulo como los rápidos de un río por los que yo avanzaba sin poder entender lo que me contaba porque entonces era más importante lo que me estaba pasando: se me abría la cabeza, así, como un zapato barato, la suela se despegaba… “Y la memoria sabe esto: veinte años más tarde la memoria cree todavía aquél día me hice hombre”. Lo escucho siempre. Nunca me recuperé de Faulkner.
Podría contar mil cosas de cada uno. Experiencias, anécdotas, charlas, noches, días, búsquedas, vaguedades y eternidades. A todos les debo algo: la vida. Por eso estos retratos, que no son ensayos, que no aportan nada al estudioso ni al estudiante, que son otra cosa, algo más o algo menos, y que tal vez no importe…
Balzac
Cuando recuerdo que me voy a morir, me relajo imaginando la zona como una calle de bares que no cierran, y donde todos nos encontramos de nuevo, de vuelta de la vida como al cabo de la jornada, a charlar y nada más, dueños del tiempo y ya sin inquietudes, más contentos y más sabios porque ahora sí somos libres.
Entonces lo veo al gordo Balzac tocando el piano a lo loco, cantando contento con todas su amantes a coro con su genio, y lo veo a Céline, que se mata de risa de las mentiras que le cuenta Miller mientras sus putas y sus bailarinas alegran el local, y lo veo a London, asombrado como un recién nacido, con su cuadernito de notas y una mochila entre las alas, ida y vuelta por la vida de vije por las estrellas, contándonos de regreso los siglos que pasan y lo mucho que nos extrañan, y lo veo a Hemingway, bebiendo de nuevo con la cabeza que fue suya, y lo veo a Dostoievsky burlándose con Lorca de los  muertos que los fusilaban allá abajo; y lo veo a Miguel Hernández, comiendo sardinas celestiales sin rastros de las rejas; y lo veo a Rimbaud, hecho un pendejo todavía y vestido como un príncipe, apretándose a Delmira contra las sombras de sus deseos, mientras Arlt reparte flores en llamas y todos ahí, así, el bar que nunca cierra y el fervor que no acaba, chicas y copas, risas piratas, versos inmortales, música divina, ya no hay pecado ni culpa, ya somos lo que siempre fuimos, la muerte no era nada, ya no hay frases que duelan, ya nos bebimos la sed, ya no hace falta la soledad, estamos todos juntos de vuelta y yo estoy entre ellos como si fuera uno de ellos porque ellos son mis amigos…
Por eso disfruté tanto escribiendo estos relatos, y con eso tengo bastante: el placer paga. En cuanto a la suerte de este libro, mi mayor deseo es que después de leer el retrato de Balzac, alguien corriera a comprar Papá Goriot, y que después de leer el retrato de Céline saliera a buscar el Viaje al fin de la noche por todas las librerías… Entonces bingo, más amigos, más fiesta, más risas, más vida para siempre.
Después de todo, este libro es eso: una noche de ronda por los bares de la eternidad, una vuelta de copas, que esta vez –si me permiten- pago yo con todo gusto.
-- ¡Garçón!… - (el mozo es Bukowski).

Garopaba, Brasil, invierno de 1998.


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