N. del A:
Un hombre que sólo quiere escribir igual debe ganarse la vida, y en tanto no alcance la fortuna con sus propias obras, no siempre escribirá sus propias obras. Por lo general, más bien, el escritor que no conmueve las librerías, por mucho que sí conmueva a sus selectos lectores, se ganará la vida, si no quiere dejar de escribir, escribiendo muchas cosas que no quiere escribir.
En mi caso la lista se pierde en el horizonte de la memoria. Recuerdo haber escrito libros –ya no hablamos de breves y rápidos artículos, sino de ¡libros!- sobre temas que no sólo desconocía por completo, sino sobre los cuales no tendría tiempo de aprender nada, cuando ya el libro estaba en la calle.
El seudónimo es un gran invento: no sólo encubre al escritor desesperado, sino que le permite al editor sacarle jugo a las baldosas, ya que en cada escritor, tiene infinitos escritores. Tantos, quizás, como acreedores tenga dicho escritor.
El seudónimo es un gran invento: no sólo encubre al escritor desesperado, sino que le permite al editor sacarle jugo a las baldosas, ya que en cada escritor, tiene infinitos escritores. Tantos, quizás, como acreedores tenga dicho escritor.
Sin embargo a veces, muy raras veces, el tema de la encomienda me era grato y por lo tanto conocido, y profundizar en él, y narrarlo, constituían un placer triple, porque a esos dos, se agregaba el dinero.
“Waterloo –crónica de los 3 días que cambiaron el mundo”, es uno de esos trabajos por dinero que lleva ese plus de lo que se hace además por placer.
Tal y como sostiene el subtítulo, no es un ensayo, ni una ficción, ni un análisis político o militar de la contienda, sino apenas la crónica periodística de los tres días de la batalla más famosa y más desconocida de la historia.
Hasta donde sé, este texto luego fue publicado en forma de libro por la editorial Planeta. Nunca lo vi.
Hasta donde sé, este texto luego fue publicado en forma de libro por la editorial Planeta. Nunca lo vi.
Ahora, en versión virtual, ilustrada y corregida por su propio autor (y sin permiso de nadie, proque para eso es su autor), El Martiyo Plus inicia esta historia por entregas como en los días de gloria del folletín decimonónico, pero con los soportes propios del siglo XXI.
Y aquí El Martiyo, por su parte, recomienda su lectura.
Y aquí El Martiyo, por su parte, recomienda su lectura.
En Waterloo acaba la inmensa jornada que fue para el mundo Napoleón Bonaparte, y nace la Europa moderna cuyo epílogo es la actualidad.
Por eso abre esa frase de Víctor Hugo: “Waterloo fue algo más que una batalla, fue un cambio de frente del Universo”.
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-crónica de los 3 días que cambiaron el mundo-
Por Daniel Ares
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“Su vida entera es una de las más altas cumbres de la voluntad humana,
y Waterloo es la cima de esa cumbre”.
Dimitri Merejkovsky, Vida de Napoleón
“Waterloo fue algo más que una batalla:
fue un cambio de frente del universo”.
Víctor Hugo, Los miserables
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Capítulo I
Un mito forjado a cañonazos
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Hijo bifronte de la Revolución Francesa , mitad monstruo mitad dios, algo más y algo menos que un hombre (dijera una de sus amantes), había irrumpido en la historia diecinueve años antes con la estupenda campaña del norte de Italia que le diera a un mismo tiempo prestigio militar, importancia política, y los favores de un pueblo que ya no confiaba en nadie.
Desde allí el dedo de Dios en las tinieblas –diría Hegel-, se elevaría en el poder por encima de todos los reyes de su tiempo, encandilado por la inmensa ilusión de conquistar el mundo y reorganizarlo en una sola y verdadera fraternidad de naciones pacífica para siempre. Nunca quiso la guerra. “Mis enemigos me la imponen”, decía.
Portugal, España, los Países Bajos, Prusia, Rusia, Suecia, Austria, y siempre Inglaterra; diecinueve años después, sus enemigos parecían cada vez más, y cada vez más fuertes. Y él ya no era invencible.
El mito forjado a cañonazos contra todos los cielos de Europa, el aura de acero de su legendaria invulnerabilidad superhumana, se había astillado como un vidrio en 1812, en la célebre por trágica campaña de Rusia… aquél ejército fantasma que persiguió durante semanas cada vez más frías hasta las llanuras de Mojaisk; y después Borodino, la fiebre y la batalla, y al cabo esa victoria tan parecida a una derrota; y después Moscú, por fin pero vacía, fantasma también, abandonada por los suyos, en llamas, ardiendo durante días de noches cada vez más largas, y entonces el invierno, su blanco absoluto que se desploma y lo aplasta… Había entrado a Rusia con más de 600 mil hombres en pleno verano, y apenas en diciembre se retiraba -huía- con menos de 40 mil. Seguía sin perder una batalla, pero ya no era invencible Napoleón. Ahora todo el mundo lo sabía.
Disfrazado de civil, anónimo, escondido en el fondo de un trineo sin custodia y sin insignias, atraviesa en retirada su propia retaguardia. A su paso el desastre le avisa su destino. En los campos cubiertos de nieve los heridos agonizan hasta congelarse, gran parte de sus hombres ha desertado, y los demás están muertos. Sabe que allí por donde mire resurgirán sus cuerpos todavía intactos cuando los descubra la primavera. Comprende que ha perdido.
Vuelve a París, callado, oculto, invicto aún y sin embargo vencido por primera vez. Ya sabe que en su ausencia lo han dado por muerto, que un golpe de estado le arrebató el poder por una noche sin su día, y que los conspiradores fueron todos encarcelados. Pero nada de eso le importa porque nada de eso lo calma. A su paso el desastre le cuenta su destino. Deberá abdicar, o deberá matarse.
Rusia: el desastre. |
Malherida Francia, golpeado el pequeño coloso, como fieras que huelen la sangre, sus enemigos de siempre, rodeada la presa, no dudan y atacan.
Apenas comienza 1813, el Zar Alejandro une sus fuerzas con Prusia, Gran Bretaña y Suecia, en lo que la historia habrá de llamar la Quinta Coalición. Cuatro imperios y un solo enemigo: Bonaparte, ni siquiera Francia.
Pero él no abdica ni se mata: pelea. No fue rehuyendo el combate como se convirtió en el militar más temido desde los días de Alejandro el Magno. Aún después de Rusia ninguno de sus adversarios quiere enfrentarlo personalmente, y su fama de implacable estratega todavía flota sobre propios y ajenos como un raro gas nervioso que es parte de su fuerza. En agosto de 1813 aún está en el trono de Francia, y obtiene, en Alemania -con sólo 20 mil hombres contra 170 mil aliados-, la que será la última de sus grandes victorias: Dresde.
Luego vendrá Leipzig, dos meses después, en octubre, Leipzig, la Batalla de las Naciones, el mundo contra él: Austria, Prusia, Rusia, Suecia y nadie que pueda cantar victoria al cabo de tres días de combate, cuando aliados y franceses por fin se repliegan, ambos diezmados, ambos exhaustos, dejan atrás más de cien mil cadáveres.
Sin embargo a la mañana siguiente, los aliados se reagrupan y lo persiguen.
El ejército francés alcanza las orillas del Elster, cruza sus puentes, y a su paso los dinamita... Pero el enemigo tan cerca desespera el repliegue y en el caos de la retirada buena parte de sus tropas no alcanza a cruzar los puentes y vuelan con ellos o quedan del otro lado a merced del enemigo. Treinta mil franceses son tomados prisioneros. El desastre es augurio de su suerte.
De allí en más la retirada no se detiene, pero la persecución tampoco. Peor aún: a cada paso su ejército se deshace, y el enemigo aumenta, crece, ya lo rodea, ya sitia el norte de Francia, ya la invade, ya marcha hacia París, y él ya lo sabe.
En marzo de 1814, rusos, prusianos y austriacos, toman por fin la capital.
Confinado en la isla de Elba -un minúsculo peñasco invisible en el Mediterráneo-, nada más le dejan llevar con él una Guard du Corp de mil hombres, un breve séquito de leales, su madre y sus hermanos, y que allí juegue al gobernador hasta que se muera… Ya no le dejarán ver nunca más a su amada esposa, la princesa María Luisa de Austria, ni a su aún más amado hijo, el pequeño rey de Roma. Lo que en principio parece apenas un detalle sentimental, será al cabo el detonante de su temperamento guerrero todavía ileso.
Mientras tanto en continente, los vencedores ocupan Francia, restauran al rey Luis XVIII –viejo, inútil y corrupto, pero por todo eso muy maleable-, y rápido organizan el Congreso de Viena para repartirse el botín de la victoria: Europa. El festín ha comenzado. Pero la paz no llega.
En Francia el rey apenas impera y ya no gobierna. Los viejos bonapartistas son perseguidos y encarcelados; los veteranos del ejército -despreciados por los restauradores- son arrojados al olvido y sus miserias, y el estado dilapida en pocos meses los 60 millones de francos acumulados por el tesoro durante los días de Napoleón. El descontento se retuerce por todo el país y su aullido alcanza la isla de Elba; donde él se aburre, extraña, y vuelve.
El retorno. |
El 26 de febrero de 1815, escapa con un pequeño grupo de hombres en dos goletas pintadas con los colores de Inglaterra.
El 1 de marzo desembarca en Cannes, y con el solo apoyo de un par de pescadores, comienza su rápida marcha hacia París.
Y ya no lo para nadie.
Enterado de su llegada, el rey ordena detenerlo inmediatamente, claro. Pero todos los regimientos que envía para doblegarlo, se doblegan ante su carisma cuando lo topan. Unos tras otros sin solución. Cerca de París, Bonaparte por fin le escribe al rey una rápida misiva: “Majestad, no me enviéis más tropas: tengo ya suficientes”.
El 20 de marzo, sin hacer un solo disparo, Napoleón entra en las Tullerías y el Águila Imperial vuelve a flamear sobre sus torres. El rey ya no estaba.
El Congreso de Viena suspende sus sesiones.
Una semana antes, el 13 de marzo, Inglaterra, Holanda, Rusia, Austria, Suecia, Holanda, España, Portugal y Prusia, ante la noticia del retorno, firman una declaración conjunta que decide a Bonaparte “enemigo y perturbador del reposo del mundo”.
Cuatro de las potencias presentes –Inglaterra, Rusia, Prusia y Austria- conforman una rápida alianza y se comprometen a movilizar 250 mil hombres cada una.
Un millón de soldados contra un solo hombre.
Quinientos mil de ellos ya marchan hacia la frontera de Francia dispuestos a invadirla.
Un millón de soldados contra un solo hombre.
Quinientos mil de ellos ya marchan hacia la frontera de Francia dispuestos a invadirla.
Y él, que otra vez no quiere la guerra, y otra vez se la imponen.
El 15 de abril las naciones aliadas rechazan formalmente su formal oferta de paz.
No le queda más que atacar.
Está vez el tiempo no está de su lado, pero por algo hasta sus enemigos todavía lo llaman el rayo de la guerra.
Contra todo los relojes, reorganiza –recicla- su otrora Gran Ejército. Le Grande Armée.
En pocas semanas reúne el dinero que precisa, reabre talleres, reactiva fundiciones, fabrica fusiles, y alcanza a movilizar 130 mil hombres que se agregan a los 250 mil que todavía tenía el ejército borbónico. Algunos son veteranos de la Vieja Guardia , y muchos otros, más de 80 mil, son jóvenes casi niños, acaso la última sangre fresca que le queda a las venas de Francia... Pero todos ellos están dispuestos a morir por él. La moral no puede ser más alta. Su general Foy apunta por aquellos días: “La tropas sienten, no patriotismo, no entusiasmo, sino rabia por el emperador y contra sus enemigos”.
Expulsará a los aliados antes de que se acerquen siquiera a Francia, decide y parte a principios de junio.
Y con la misma velocidad de movimientos que fue el sello de sus triunfos desde los días de Italia; diecinueve años después, allí va de nuevo al frente de sus tropas, cruzan el Sambre, la frontera de Bélgica, y aun antes del alba, rechazan sin mayores esfuerzos una embestida prusiana de 30 mil hombres.
Son el glorioso Ejército Imperial de vuelta en campaña.
Marchan hacia Bruselas.
En el camino -en el mapa-, hay un breve caserío, ni siquiera una aldea que se llama Waterloo. Quizá el emperador no la vio todavía. Recién amanece el 15 de junio de 1815. Es muy temprano todavía. Por ahora ese nombre no le dice nada.
El rayo de la guerra. |
(continuará)
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