El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


miércoles, 14 de septiembre de 2011

HISTORIAS DE ESCRITORES: JEAN ARTHUR RIMBAUD: "El santo de los malditos".


Jean Arthur Rimbaud

Sagrado para los consagrados, arquetipo del artista en su estado más puro, icono roto nunca repuesto aunque imitado hasta la locura, niño terrible por excelencia, poesía más que poeta; nadie como Jean Arthur Rimbaud - nadie en la historia del arte- merece con tanta frecuencia - y con tanta justicia- el sacro mote de maldito.

El santo de los malditos



Por Daniel Ares



"Advertid sin vértigo la extensión de mi inocencia".
J.A.R

Feroz su vida y feroz su poesía, distinto en todo y más nuevo que sí mismo, "absolutamente moderno" -como se jactaba de ser-, abolió los procedimientos habituales y en lugar de construir su obra con los vestigios de sus recuerdos, primero alucinó su memoria en rápidas piezas de rara perfección, y después lo volvió todo vida con su propia vida. Fue cuando el verso viró carne, ya perdida su alma detrás de sus palabras.
Antes de cumplir los diecinueve años, escribió cuanto escribió, y una vez dicho lo dicho, lo arrojó todo al fuego -literalmente- y partió hacia los confines de sí mismo, literalmente también. Tales eran sus visiones, que las quiso tocar y así le fue. Vivió poco y murió a los treinta y siete años en un hospital de Marsella, mutilado y loco, sin una pierna, minado por la sífilis, reducido a "un tronco inmóvil", delirando de fiebre, angustiado por la minúscula fortuna que escondía en su cinto, rodeado de monjas y de fantasmas, abrazado a Cristo, y negando que era Rimbaud porque en realidad se moría sin saber que era Rimbaud, el santo de los malditos.


La foto símbolo de Etienne Carjat, 1871.


Arrancado de sólo Dios sabrá qué tinieblas, nació con los ojos abiertos el 20 de octubre de 1854, en el norte de Francia, en la región de las Ardenas, en la por él ahora célebre ciudad de Charleville. Hijo de un oficial aventurero y de una mujer más severa que diez comandantes, Jean Arthur fue el segundo varón de este joven matrimonio que ya se desmoronaba. Sin embargo, todavía nacerían dos niñas más antes de que su padre huyera para siempre de su madre, y en pos de algún destino más sereno, se fuera a la guerra de Crimea, y no volviese nunca.
Su madre, Vitalie Cuif de Rimbaud, con cuatro hijos, sin marido y sin rentas, no pudo elegir y tuvo que mudarse a uno de los barrios más bajos de Charleville, por cuyas calles baratas de ferias y bestias y brutos sin nobleza, el pequeño Rimbaud descubrió toda la Tierra. "Bien podría ser yo el niño abandonado en el muelle, el que partió hacia alta mar, el criadito que va por el pasaje que al final toca el cielo", dirá despuès y para siempre en sus míticas Iluminaciones, para las que entonces faltaba tanto y a la vez tan poco.
Era 1862 y, con ocho años, ingresa al Instituto Rossat, un colegio laico y público donde para horror de su madre­ se junta con cualquiera. Es más, disfruta de todos y en especial de los peores, entre los cuales ya es el mejor. Sus compañeros lo han apodado "el cochino santurrón", por la exquisita barbarie de su lenguaje y por la intensa fe de sus creencias. Apenas despunta, ya se destaca y esplende. Pronto se ve que es otra cosa y que algo nunca sucedido detona en su interior. En dos años cursa cuatro, gana premios y distinciones, compone poemas que deslumbran a sus maestros y, en ocasión de la primera comunión del príncipe imperial, escribe una oda en hexámetros latinos que su majestad se digna agradecer y felicitar. La inmortalidad que le corresponde, despierta y lo desborda.
En 1869, con sólo quince años, obtiene el primer premio de versos latinos en el Concurso Académico del año, y las revistas de Charleville publican sus primeras piezas bajo el orgullo pétreo de su madre, y para asombro de todos. No hace falta ser Sigmund Freud para advertir el prodigio. Al año siguiente, en 1870, irrumpe en su escuela, y sobre todo en su vida, un maestro decisivo que será su mentor, su protector a veces, y su víctima casi siempre: es George Izambard. Su nombre se lo traga la historia, pero es él quien le revela a Rimbaud los grandes malditos de Francia: Villón, Baudelaire, Rabelais... Rimbaud trata con ellos como quien juega con dinamita, y al final explota.
En 1871 vuelve a ganar el Concurso Académico; acaba sobresaliente en todas las materias, y arrasa cuanto premio se le cruza: recibe la medalla al mejor discurso latino, al mejor discurso francés, a la mejor versión griega... ¿y qué hace? vende todas esas medallas por la módica suma de veinte francos, y con el dinero se escapa, se va a París, que tanto lo llama hasta cuando duerme. Ya no soporta la escuela ni su pueblo ni su gente, y menos que menos soporta a su madre. Francia acaba de declararle la guerra a Prusia, es el tiempo de los asesinos y él quiere estar exactamente ahí, donde el drama y la poesía no se reduzcan a versos. Parte ciego de entusiasmo, y nunca llega.
Antes de entrar en la ciudad, con el pasaje vencido, lo detienen en la estación del Este y lo encierran en la prisión de Mazas donde se pasa una semana llorando su perdón en cartas lastimeras. Le escribe al Procurador Imperial recordándole sus odas, le escribe a su amigo Delahaye, y por supuesto a Izambard, a su querido Izambard, que al fin se apiada y lo rescata, le manda el dinero para la multa, un pasaje de vuelta, pero no resiste mucho tiempo. A los diez días se fuga de nuevo, esta vez a Bélgica.
Sin plata para el pasaje -ni ganas de volver a la cárcel-, decide ir a pie, se larga a los caminos y los camina. Pisa la Tierra y la contempla paso a paso. Recorre el mundo, no se lo cuentan. Anda la vida y lo ve todo. Un dia lo escribe: "Me habitué a la alucinación simple: vela, verdaderamente, una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores integrada por ángeles, carruajes sobre las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios, un titulo de vodeville exhibía espantosidades para mi... Acabé por juzgar sagrado el desorden de mi espíritu".
Antes de llegar a Bruselas se detiene en Charleroi, y gracias a su amigo Paul Demeny, consigue trabajo en un periódico desde donde injuria al Imperio hasta que rápidamente lo despiden.
Continúa su camino y llega hasta Bruselas, sin un peso y famélico, dispuesto mendigar, a rogar ante cualquiera, a suplicar de rodillas. "¿A quién debo postrarme? ¿qué animal debo adorar? ¿qué imagen santa debo atacar? ¿qué corazones he de partir? ¿qué mentira debo decir? ¿sobre qué sangre tengo que rnarchar?", escribirá después.
Tiene hambre, frío, sueño, miedo, está lejos y solo y extraña hasta a su madre y esto le da más miedo. Por suerte encuentra a un amigo de Izambard que le abre su casa, le da de comer, le presta algo de plata, y le avisa al maestro. Pero esta vez Izambard no quíere aparecer como su cómplice y, en un gesto de prudencia y delación, consulta a la madre de Rimbaud para que le diga qué hacer. Mamá Rimbaud, sin que le tiemble la mano, firma y expide inmediatamente la "orden formal de que la policía se encargue de repatriarlo y sin que haya gastos". Por suerte para la humanidad, antes de volver, por el camino, siempre, en Charleroi, en Bruselas, en París, por donde pase, Rimbaud deja poemas, prosas breves y otros destellos, que sin saberlo entonces salvarán del fuego su memoria. Cuando llega a casa lo recibe su madre con un sonoro cachetazo. No le tiembla la mano.
Durante semanas que son meses, mientras espera el nuevo año de clase, Rimbaud se entierra en la biblioteca de la escuela hasta enero del 71, cuando los alemanes entran y toman la ciudad y él sale a pasear por las líneas enemigas y se mete en todas las casas porque dice que es francotirador y mentiras así. Son los días de "El mal", de "La rabia de los césares" y otros poemas que arranca de entre los muertos y sus despojos. A fines de febrero, se escapa otra vez. Por toda Francia se sabe que París capituló y él quiere verla así, desolada, arrasada, barrida por el espanto que lo llama desde adentro.
Camina París y son calles vacías, rotas, humeantes de pólvora y de carne quemada. Desolado por la desolación, y siempre a pie, vuelve a Charleville a principios de marzo. Pero en abril está de nuevo en París: se ha declarado la Comuna y quiere unirse a los insurgentes. "¡Que se muera Dios!", canta mientras marcha y provoca por donde pasa. Lleva el pelo mucho más largo que nadie, le cae en bucles sobre los hombros, muerde una pipa larga con el hornillo hacia abajo, usa un gorro anacrónico y no le importa pelearse. Y encima su cara: ese rostro, la boca nueva y ya en un rictus amargo, los ojos de un azul taimado... no hay un retrato suyo, no hay un testigo cierto que no recuerde y resalte sus rasgos de virgen, de mártir y de asesino. No sólo sus versos provocan por donde pasa.



Desde la izquierda, Verlaine y Rimbaud.
Pintura de Latour.

Pero París ni siquiera lo percibe. Otra vez se lo ve mendigando por los bulevares, arrastrando la caridad del que se topa y se lo aguanta, y enseguida pero despacio se vuelve a Charleville para escribir y leer y fugarse en cuanto pueda. Entre los poemas que dejó por Paris, quedó, a la deriva, "El barco ebrio", que así llega a las manos del gran Paul Verlaine, diez años mayor que Rimbaud pero ya reconocido y más que respetado. "Si yo deseo un agua de Europa, es la de la charca/ negra y fría donde hacia el crepúsculo embalsamado/ un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta/ un barco frágil como una mariposa de mayo", lee Verlaine y lo manda llamar. "Venid querida y grande alma, se os espera, se os desea"... Así de imperceptible y delicado fue el comienzo de la suerte y el desastre que fueron los dos para los dos.
En agosto Rimbaud llega a París, y Verlaine lo recibe entusiasmado porque no lo conoce. Piensa que es el mismo chico que escribió "El barco ebrio", y ya no. Es ya imbaud el que será y no el que era. Apenas unos días atrás, en julio, en una carta inmortal a Paul Demeny, Jean Arthur ha declarado -y asumido- los rígidos principios que ya encierran su final. "El poeta se hace vidente mediante un largo, intenso y sistemático desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura, buscan en si mismas, agotan en si mismas, todos los venenos, para guardar de ellos tan sólo sus esencias. Inefable tortura que necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehumana, en que se transforma, entre todos, en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito - ¡y el Supremo sabio!- ¡porque alcanza lo desconocido! ¡Porque ha cultivado su alma, ya rica, más que nadie! Llega a lo desconocido, y aunque enloquecido, terminará por perder la inteligencia de sus visiones - ¡pero las habrá tenido!- ; que estalle entonces en su salto hacia las cosas inauditas e innominables: ¡otros trabajadores horribles vendrán y empezarán por los horizontes donde él se ha desplomado!", dice en un fragmento, con diecisiete años, ya convertido en otro.
Pero Verlaine lo recibe con los brazos abiertos porque no sabe quién es ni lo que le espera. El encuentro fatal se ha producido. El resto lo harán el ajenjo, el hachís, la noche, los versos y el vigor de las pasiones de esos dos grandes poetas que no saben quiénes son.
Apenas baja del tren, comienzan los problemas. Verlaine - justamente porque no lo conoce- le ha preparado un cuarto en la casa de sus suegros, donde Rimbaud no dura nada. En ningún lugar dura nada. En todas partes escandaliza, rompe o se pelea, discute o escupe, vomita y se les ríe. Finalmente bate un récord de tres meses en una buhardilla que le consigue y le paga Verlaine, siempre Verlaine, todo el tiempo Verlaine. Ya son algo más que dos buenos amigos si se quiere "inseparables". Algo más y algo distinto. Son una mezcla explosiva que estalla todas las noches. Casi siempre terminan discutiendo y muchas veces pelean y siempre es Verlaine el que acaba en el piso morado y molido. Pero igual no se le despega. Al contrario. Maravillado, admirado, clínicamente apasionado, Verlaine lo lleva de la mano por los circuitos literarios más selectos de París, donde Rimbaud conoce a Victor Hugo, trata con Banville, difunde sus poemas, colabora con alguna revista, y en todas partes destaca casi tanto como repele. Le divierte la iconoclacia, se burla de lo célebre, ignora los códigos, orina sobre el lenguaje y si hay alguien que se molesta, lo desafia a pelear. Exceso de hachís, de ajenjo y de grandeza.
Por las tripas de París, con el vértigo que les cabe, Verlaine y Rimbaud divagan y se pierden en exploraciones sin límites. Rimbaud no arriesga nada, pero Verlaine está recién casado, tiene un nombre, un prestigio, una imagen, cenizas... Arrastrado por las aguas de lava de ese mocoso inaudito, Verlaine se deja llevar, echar y golpear, arrastrar y humillar y no le importa nada. Ahora su mujer le avisa que está embarazada, llora y le suplica, sabe que su marido está habitado por un joven demonio que ayer no conocían y que lo posee hasta cuando lo deja.
En abril de 1872, en un impulso muy suyo, el principito rabioso deja París y aparece de vuelta en Charleville. En agosto nace el hijo de Verlaine, pero Verlaine no se da cuenta. Mientras el crío berrea pared de por medio, su padre le escribe a su amigo para que vuelva a su lado porque lo extraña y lo precisa...
Y escribe, llora y vuelve a escribir, pero no tiene respuesta. Rimbaud no está para nadie. Han comenzado las Iluminaciones. "Antiguamente mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en el que todos los vinos formaban torrentes./ Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié", escribe.
Tenía dieciocho años.
Semejante vigilia no durará mucho. Poco más de un año, ni siquiera dos. A estos esplendores y otros poemas, en ese lapso, le sumará los espejismos de Una temporada en el infierno, y una vez terminada la faena, con la prolijidad de los suicidas, lo arrojará todo al fuego en un gesto de poesía, más que de poeta.
l (el Genio) nos ha conocido a todos y a todos nos ha amado. Sepamos, esta noche invernal, frente a frente, del tumultuoso polo hasta el castillo, de la multitud a la playa, de mirada a mirada, cansados los sentimientos y las fuerzas, llamarlo, verlo y despedirlo, y debajo de las mareas y en lo alto de los desiertos de nieve, seguir su mirada, su hálito, su cuerpo, su luz."
Asi terminan sus Iluminaciones a principios de julio de 1872.
Hablan sido tres meses profundos de onírica lucidez. Cantaba la decadencia de un mundo que apenas florecia. Después se fue. Primero a Bélgica.
Antes de partir cruza una carta de Verlaine que todavia lo llora. Rimbaud se ríe y lo desoye, pero no lo desprecia. Le dice que si quiere lo acompañe, y alli Verlaine lo deja todo para seguirlo. Abandona a su mujer enferma, a su hijo recién nacido, a sus amigos, el respeto de los suyos, París, su vida, todo. Parte hacia Bruselas borrachos con Rimbaud y por eso no llegan.
Trompeándose o besuqueándose, los detienen en un puesto fronterizo por ebriedad y escándalo y los devuelven esposados a París, donde ya todos saben todo.
Para no ver a nadie, se vuelven a escapar y otra vez a Bruselas. Rimbaud no puede parar y Verlaine no puede dejarlo. Salen por las Ardenas y llegan a Bélgica a principios de agosto.
La mujer de Verlaine, sin creer lo que le pasa, los persigue hasta que los encuentra y bañada en lágrimas, le suplica a su marido que vuelva con ella. Tanto se retuerce que lo convence, y Verlaine vuelve pero no vuelve. Antes de cruzar la frontera, se baja del tren entre los gritos de su esposa y regresa con Rimbaud, su niño-vicio-alucinógeno.
A mediados de setiembre, para que nadie los encuentre, los dos amigos se instalan en Londres donde Verlaine da clases de francés mientras Rimbaud revisa y pule sus recientes Iluminaciones.
Él es el Genio y Verlaine su "virgen loca".
"Él era casi un niño - escribirá y describirá Rimbaud dentro de poco, en Una temporada en el infierno- ... sus delicadezas misteriosas me habían seducido. Deseché todo deber humano para ir detrás de él. ¡Qué vida! ¡La vida verdadera está ausente! Nosotros ya no estamos en el mundo. Yo voy donde él vaya, según le plazca. A veces se vuelve contra mí, una pobre alma. ¡El Demonio! El es un demonio, saben, y no un hombre..." El poema se titula "Virgen loca" y comienza asi: "Escuchemos la confesión de un compañero del infierno". El delirio los une.
En octubre madame Verlaine, embravecida por la desesperanza, decide su divorcio y denuncia a su marido por abandono del hogar. Ahora Verlaine es un prófugo de la justicia y su angustia lo arrastra más hacia Rimbaud, que harto de tanto lloriqueo, lo abandona sin avisarle y va a visitar a su madre, que acaba de heredar una mansión en Roche. "Soy de una raza lejana: mis padres eran escandinavos: se perforaban el costado y bebían su sangre... Me haré tajos en todo el cuerpo, me tatuaré, quiero devenir horrible, como un mongol: aullaré por las calles. Quiero enloquecer de ira", grita Rimbaud en "El esposo infernal" y se esfuma.
La temporada en el infierno ha comenzado. Su mano copia. "¡Qué siglo de manos!". Es 1873, Rimbaud tiene diecinueve años y Verlaine llora tanto que se enferma, le escribe y lo precisa, le ruega que lo visite y Rimbaud por fin accede porque ahora es la madre de Verlaine la que le paga el pasaje, y a él le encanta viajar. Esta vez se encuentran en Jehonville, en las Ardenas belgas, van hasta Amberes y de allí cruzan de nuevo hacia Inglaterra. Viajan contentos, se ríen y charlan, nadie se imagina lo que está por ocurrir.
Una vez en Londres, las discusiones y las peleas son cada vez más frecuentes, violentas y absurdas. Cansado de protegerlo - y de que le pague con palizas- , ahora es Verlaine el que decide abandonarlo para volver con su esposa suplicando que lo perdone y jurando que nunca más... Pero su mujer ya no le cree, no lo escucha ni le importa, y entonces Verlaine, dos veces desesperado, regresa a Rimbaud... Pero son los inicios de 1873 y Una temporada en el infierno está por suceder.
"Logré diluir en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre todo júbilo, para estrangularlo, di el salto cauteloso de la bestia feroz/ Mientras moría, llamé a los verdugos para morder la culata de sus fusiles. Llamé a los flagelos para ahogar con arena la sangre. La desgracia fue mi dios. Me revolqué en el barro. Me segué con el aire del crimen. Aposté a la locura." Pensando estas cosas lo encuentra Verlaine cuando regresa. Ya no se puede vivir con ese chico.
Entre los dos no queda más que reproches y agresiones, hasta que un día Rimbaud, cansado de pegarle, decide abandonarlo y esta vez para siempre. Pero Verlaine, que lo ha perdido todo por él, no piensa dejarlo por mucho que él lo deje, y entonces el desastre...
Todo sucede en Bélgica, en un hotel de Bruselas cuando Rimbaud le dice que se va y Verlaine lo retiene a balazos. Le pega un tiro en la mano derecha, Rimbaud lo denuncia, Verlaine es encerrado, juzgado y condenado... y se pasa dos años en la cárcel de Mons. El gran Paul Verlaine. Tal el desastre.
Pero no para Rimbaud, que sigue su marcha y vuelve a las Ardenas poseído por una angustia que nada tiene que ver con los hechos de Bruselas, y conmovido por temblores subterráneos cuyas razones sospecha.
Ni bien llega a Roche, se encierra en un cuarto de la casa de su madre, ajeno a todo, y sobre todo nada a su madre.
Es abril de 1873. Cuando sale del cuarto, es agosto. Una temporada en el infierno está terminado. Ya todo está dicho. Consciente de lo que hizo, asombrado por el genio que lo habita, ahora quiere los honores que le corresponden y sus placeres.
Terminada la obra, viaja a Bruselas y hace imprimir su nuevo libro en una edición de autor. Son 500 históricos ejemplares que, lamentablemente para él, pero por suerte para todos, Rimbaud no puede pagar, por lo que el imprentero se los embarga y, sin quererlo, los salva del fuego para toda la eternidad.
Los otros pocos ejemplares que sobrevivieron al autor fueron aquellos que el mismo Rimbaud alcanza a repartir entre algunos críticos y colegas confiando en su pronta consagración... Pero ya todos en París conocían el affaire Bruselas, y si ayer lo esquivaban y lo rechazaban, ahora se le apartan como si fuera contagioso. Es el fin del poeta.

En Harar, 1880.

Alzado por la ira que anunciaba en sus versos, es entonces cuando Rimbaud grita "basta", y en palabras que son actos otra vez, enciende el fuego de su infierno con fuego de ver
dad. Cartas, poemas, prosas, apuntes, intentos, todo lo que encuentra, todo lo escrito, todo lo dicho, todo a la chimenea para que se queme como sus sueños.
Es un día de noviembre de 1873; esa noche, desde un café del barrio latino, repentinamente, sin mayores comentarios, Rimbaud se levanta, deja su mesa y empieza a caminar y ya no para.
Nunca más escribirá más nada.
Eso es "basta".
Acaba de cumplir diecinueve años. Lo que le resta de vida, ya no es vida, es la memoria de un vagar alucinado hasta el infierno palpable de su muerte. "Abandonadlo todo... salid a los caminos", dice y hace.
"¡Revive la sangre pagana! El espíritu está próximo: ¿por qué Cristo no me ayuda entonces, dándole a mi alma nobleza y libertad?... Aquí estoy, sobre la playa armoricana. Mi jornada está cumplida: abandono Europa. La brisa marina quemará mis pulmones, los climas lejanos me curtirán la mirada. Nadaré, reposaré aplastando la hierba, cazaré, fumaré, sobre todo eso: fumaré; y beberé licores fuertes como de metal ardiente, como hacían nuestros queridos antepasados alrededor del fuego."
Tal es el infierno que canta y ejecuta.
Desterrado de sus propios delirios, apenas en noviembre de 1873, parte y ya no vuelve por mucho que regrese.
Primero pasa un tiempo en Londres y después en Escocia; es maestro ayudante en un buen colegio.
Apasionado por la lengua que descubre, se queda en Inglaterra hasta principios de 1875 como si allí fuese a quedarse para siempre. Pero unos meses después ya se lo ve por Stuttgart, quiere aprender el alemán pero en verdad huye de Verlaine, que acaba de recuperar su libertad y que ya le está escribiendo porque otra vez quiere verlo. Rimbaud lo rechaza y se queda en Alemania, donde se emplea como preceptor en una casa de buena familia. Pero Verlaine no se resigna, lo rastrea y lo encuentra y viaja hasta Stuttgart, donde Rimbaud lo recibe entre insultos y burlas y para que vea cuánto lo quiere, le da una paliza memorable, que lo deja boqueando en el piso bajo su risa maldita... Allsí termina todo.
Van a reconciliarse por carta, pero no volverán a verse. Verlaine parte hacia Inglaterra y Rimbaud deja Alemania, cruza Suiza caminando, llega hasta Italia, donde pasa un tiempo en Milán,en la casa de una señora rica, que excitada su piedad, lo cobija por algunos meses hasta que un día advierte que le faltan ciertas piezas muy valiosas de su colección de antigüedades, y entonces una abrupta discusión rompe el idilio.
De vuelta a los caminos, siempre a pie como los árboles, Rimbaud marcha hacia las Cícladas, donde dice que tiene un amigo y que lo quiere visitar. Pero a poco de andar, una insolación lo desmaya y es repatriado en Ligurno rumbo a Marsella. En cuanto se siente mejor, y en Marsella todavía, se emplea como estibador en el puerto hasta que se enlista como voluntario en el Ejército Carlista, que parte para España  y que parte sin él, porque ni bien se enrola, deserta y se escapa. Vuelve a Charleville.
Es octubre de 1875, tiene veintiún años. Durante algunos meses se encierra a estudiar árabe, español, italiano, ruso, griego moderno, indostani y holandés. Tanto empeño y quietud levantan las peores sospechas de su madre: algo planea. Y si.
En la primavera de 1876 aparece en Rotterdam, firmando un reclutamiento por seis años en el ejército holandés de las Indias. Su nuevo destino será Salatiga, en la isla de Batavia.
El barco con las tropas zarpa el 10 de junio y ni bien llega a Batavia, apenas pisan tierra, Rimbaud deserta otra vez, se pierde en la selva, alcanza una playa, desde la orilla ve pasar un buque de bandera inglesa, le hace señas pero no lo ven, se arroja al agua y nada hasta alcanzarlo, sube y lo contratan, bordea el mar de Java, llega hasta Burdeos, y el 31 de diciembre está de vuelta en Charleville junto a su madre y sus hermanas.
Pero ya en abril del '77 se lo ve por Viena, otra vez quiere estudiar alemán pero ahora tiene problemas con la policia, lo roban o roba, nunca quedó claro: no pudo explicarlo porque enseguida lo deportaron hasta la frontera de Lorena. Pero no vuelve a Francia. Cruza hacia Holanda, camina hasta Hamburgo, alli se emplea como intérprete en un circo. Durante algunas semanas, entre payasos patéticos y leones desdentados, Rimbaud recorre las ferias de Alemania, Dinamarca y Suecia y cuando llega a Estocolmo, en nombre de su prontuario consigue que lo repatrien y en setiembre está de nuevo en Charleville y poco después parte rumbo a Marsella y se embarca para Alejandría.
Sueña con abandonar Europa, pero Europa no lo deja. Enfermo de tanto andar, con "fiebre gástrica causada por el roce de las costillas contra el abdomen", Rimbaud es desembarcado en Civita- Vecchia para que se reponga en Roma y vuelva a Charleville.
Tiene veintitrés años, ya cumple veinticuatro y enseguida parte para Hamburgo, pero antes pasa el otoño en Roche y después baja hasta el Mediterráneo, camina desde Vosgo a Génova y de Génova se embarca para Alejandría y entonces abandona Europa tal cual lo predijo. Ya terminó su jornada.
Ahora se le quema la cabeza bajo el sol homicida de la primavera de Chipre. Es capataz en una cantera, pero la fiebre lo derrumba y a fines de junio lo desembarcan en Marsella enfermo de tifoidea, y de allí lo mandan a su casa para que se cure o se muera. Es por aquellos dias cuando lo visita su amigo Delahaye y escucha su célebre sentencia.
-- ¿Todavía te dedicas a la literatura? - pregunta Delahaye.
-- Los libros sólo sirven para ocultar la lepra de las viejas paredes - responde Rimbaud, que a principios de 1880, está en Chipre de nuevo. Ahora es el capataz del palacio que van a construir para el gobernador general en la cima del monte Troodos, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar...
Para junio ya juntó 400 francos y, antes de cocinarse, escapa a Egipto.
Recorre y busca trabajo por todos los puertos del Mar Rojo y así llega hasta Abisinia, donde comercia café para una compañia francesa, que impresionada con su desempeño, rápidamente lo destina a su central de Harar, en Somalía, con porcentajes sobre los beneficios y con todas las recomendaciones que se merece. "¡Tendré oro, estaré salvado!", tal vez recuerda que escribió alguna vez.



Aden, Abisinia, hacia 1881.

Pero ya no le importan sus versos. Ha descubierto Africa y ahora quiere explorarla. Le gusta el lugar y también su gente. Se lo cuenta por carta a su hermana Isabel: "La gente de Harrar no es más estúpida ni más canalla que los negros blancos de los paises llamados civilizados; no son del mismo orden, eso es todo. Son tal vez menos malos y pueden, en ciertos casos, demostrar agradecimiento y fidelidad. Se trata sólo de ser humano con ellos".
También le escribe a su buen amigo Delahaye, pidiéndole útiles, libros pero no literatura, quiere folletos técnicos, manuales de exploración: prepara una obra sobre Harar, una expedición al interior de Somalla, y un riguroso informe para la Sociedad Geográfica de París.
Así es como en junio de 1883, al mando de una caravana con más de cien hombres, Rimbaud se convierte en el primer Europeo que pisa Bubassa, donde anuncia la civilización, establece algunos comercios, recluta más esclavos, y parte para el Ogaden remontando el río Erer. "Volveré con miembros de hierro, la piel bronceada y los ojos enfurecidos: por mi aspecto se me  juzgará de una raza fuerte. Seré ocioso y brutal..."
Pero no. La guerra entre Egipto y Abisinia desbarata sus mejores planes y en abril del 1884, con 16.000 francos ocultos en su cinto, vuelve a Abisinia y se queda hasta finales de 1885 por una mujer. Sus vecinos se sorprenden cuando ven que trata a su negra como si fuera blanca, y él describe en cartas a su familia fantaslas maritales que en su caso son delirios. Hasta sueña con un "hijo ingeniero". Justamente él.
Para octubre de 1885 ya lo ha dejado todo y está sobre la costa africana traficando armas para el rey de Choa. No hay retorno. "¿Sobre qué sangre tengo que caminar?"
Parte con sus fusiles para Tadjourah, equipa una caravana, cruza el desierto, lo atacan los salvajes, matan a sus dos ayudantes blancos y se amotinan sus negros, pero no pierde el mando,y a punta de pistola, sólo con su revólver, consigue arrearlos hasta Ankober donde se hace la entrega. Cerrada la operación, con su cinto repleto, se retira a El Cairo para descansar y fumar y "beber licores como de metal ardiente". Por entonces, muy lejos de alli, los simbolistas franceses descubren sus versos entre redobles y elogios que ya no van a parar y que él jamás escuchará.
Tiene treinta y cuatro años y morirá dentro de tres. Pero como aún no lo sabe, parte hacia Etiopía. En Zeilah arma otra caravana y la carga de fusiles destinados al rey de Makonen. Será un traficante, pero sólo trata con principes. Y el negocio es próspero. Ya esconde más de 30 mil francos en su cinto de siempre,y en mayo del '88, funda en Harar una factoría propia y desde allí trafica azúcar, arroz, armas, aceite, café, esclavos, mujeres, marfil, hachís, fusiles. Sus negocios cubren el país entero. Es rico. Está salvado. Dicen que su casa es un harén. "Siempre hay mujeres que se ocupan de esos feroces condenados que vuelven de las tierras cálidas." Siempre.
El 10 de agosto de 1890, escribe a Charleville: "¿Podría ir a casarme entre ustedes en la primavera que viene?" No explica con quién y ya no importa. Ni bien empiece el invierno comenzará a morir.
En febrero de 1891 siente un dolor repentino pero agudo en la rodilla derecha y antes de una semana ya se ve el tumor a simple vista.
Es un raro caso de sífilis que degenera en cáncer.
Pronto pierde el sueño, el apetito, no camina y el dolor crece y se lo come. Necesita un médico y no brujos nativos.
Con la fuerza y lucidez que le quedan, dispone su séquito, hace construir una angarilla y así lo cargan durante más de diez días con sus noches por el desierto hasta Zeilah. Allí no pueden hacer nada y a través del cónsul francés consigue que lo embarquen rumbo a Marsella, donde lo recibe su hermana Isabel al cabo de tres días de navegación, sin dormir ni comer ni dejar de sufrir.
El 9 de mayo, en el hospital de la Concepción de Marsella, le amputan la pierna derecha, pero es tarde también. El cáncer le toma el fémur. Intenta una prótesis de madera, pero el muñón se inflama peligrosamente y Rimbaud queda postrado. Ya es "un tronco inmóvil". Escribe y se pregunta: "¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita sobre tablas de oro? - ¡demasiada suerte!- ¿Qué crimen, qué error he cometido para merecer mi debililidad actual? Vosotros que afirmáiss que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, vosotros... tratad de narrar mi pesadilla y mi sueño. Yo no puedo expresarme sino como el mendigo con sus continuos Padrenuestro y Avemaría. ¡Ya no sé hablar!". Ni siquiera eso.
El 20 de octubre cumple treinta y siete años y acepta la confesión. Adormecido por la morfina lo que resta de sí se reseca y endurece. Todo París está de­trás de sus versos, los simbolistas se arrodillan frente a su Infierno, y las mejores revistas se disputan su descubrimiento y lo buscan por todas partes.
Tarde para todos.
En un hospital de Marsella, paranoico de fiebre, Rimbaud ni siquiera se reconoce, niega que es él, pregunta por su cinto, teme que le roben, que lo reconozcan y lo encierren, grita, insulta, se retuerce entre las monjas perseguido por sus fantasmas, hasta que llega un sacerdote, le da la extremaun­ción, y al salir del cuarto, con el asombro de los milagros, le dice a Isabel: "Su hermano cree, hija mía...Cree y no he visto nunca una fe como la suya".
Murió el 10 de noviembre de 1891. Unos días después, su madre y su hermana, solas las dos, lo enterraron en Charleville. Hoy su tumba es una meca, su obra todavía destella, inspira y desconcierta, y su nombre suena sacro por sobre todos los malditos. Él es su santo.


Aden, hacia 1880.
Última foto hallada y confirmada.


* * *





lunes, 5 de septiembre de 2011

WATERLOO: CAPITULO CINCO: LA GEOMETRÍA DE UN TIFÓN.


CAPITULO V


La geometría de un tifón


Por Daniel Ares

*


"Nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error".
Napoleón Bonaparte.

* * *

18 de junio, día 100


Las colinas de junio




Y la mañana llega y la lluvia sigue. El sol no vuelve, pero al menos la primera claridad permite verlo todo  mejor.
Quince kilómetros al sur de Bruselas, está situada la pequeña aldea de Waterloo, sobre la meseta del monte Saint Jean, y entre los árboles.
En 1815, toda esa región era conocida aún como “la llanura de Mont Saint Jean”, aunque en realidad no se trate de una llanura sino de un vasto paisaje de ondulaciones y colinas entre las cuales aparecen y desaparecen algunos bosques y algunos pequeños pueblitos con sus tejados a dos aguas y los altos campanarios de sus iglesias elevándose por encima de todo. Desde la cresta del Saint Jean, hacia el sur, el paisaje desciende en una especie de valle hasta las elevaciones de una colina en cuyos altos destaca esa taberna: La Belle Alliance.
Parado allí -donde está ahora-, mirando hacia el norte, Napoleón ve un juego de pliegues y repliegues sucesivos que se cubren unos tras otros mientras suben el Saint Jean. Arriba, en la cumbre, hay un bosque, aún difuso entre la lluvia. Imagina sin error que allí está Wellington ahora, y que él también lo está mirando.
Si gira apenas hacia la izquierda su catalejo, el emperador ve un inmenso castillo: Le Chateau de Hougomont. Ya sabe que a esa hora debe estar lleno de ingleses, pero no le importa, sonríe. Desde el principio de la campaña nadie lo ha visto tan contento. Desde un punto de vista militar, se supone, Wellington, allí en lo alto, logró la posición más fuerte. Pero el emperador está exultante: siente que lo tiene acorralado. Le basta con ver lo que ve.
A su derecha, ahí nomás, se despliegan las tropas de D’Erlón, el I° Cuerpo, enteras y frescas, ansiosas desde ayer por entrar en combate, por demostrar su valor. Ocupan el camino de Bruselas desde la granja de Papelotte hasta casi las puertas de la granja Haye Sainte, por ahora en manos de los ingleses.
Detrás, cerrando la línea hacia el este, tiene los lanceros de Jacquinot, y a espaldas del I° Cuerpo, está el IV° Cuerpo de Caballería de Milhaud, ocho regimientos de coraceros.
Al oeste de la carretera, desplegó la gran batería de 84 cañones, su pistola de mano.
Detrás del centro francés, apostó el VI° Cuerpo de infantería de Lobau y a Kellerman con el III° de Caballería; y en el extremo oeste de su ala derecha, sedientas de sangre inglesa, se agazapan la 6° División de su hermano el príncipe Jerónimo con los caballeros de Piré más la infantería de Foy ya casi envolviendo el castillo de Hougomont.
Y a su alrededor mantiene los 25 mil granaderos de su Guardia Imperial.
Total: 128 mil hombres y 366 piezas de artillería. Cómo no estar de buen humor si tiene a Wellington acorralado, su ejército encendido, y un plan infalible. Y el desayuno ya está listo. Sus mariscales lo esperan. Está exultante.
Sin embargo el general Reilli, que ha combatido contra Wellington en España, allí se permite sugerir que la infantería británica es casi inexpugnable a los ataques frontales, que sería preferible la maniobra; y a su lado, para colmo, a su jefe de estado mayor, el general Soult, se le ocurre que tal vez los 30 mil hombres de Grouchy no estarían de más como refuerzos...
El emperador golpeó la mesa con los puños:
-- Creéis que Wellington tiene que ser un gran general por el simple hecho de haberos vencido. Pero yo os digo que es un mal general, que los británicos no son buenos soldados, y que todo este asunto no será más complicado que un desayuno.
Sus mariscales lo miran, se interrogan sin hablar ¿Desde cuándo subestima al enemigo? ¿Por qué hoy esta euforia, y apenas ayer aquella depresión? ¿Y por qué desprecia los informes de Grouchy, y luego sus refuerzos?... ¿Y por qué ya no los oye?...
Porque tiene un plan. Un plan simple otra vez; y otra vez genial. Eso ningún entendido  jamás lo discutió.
Por empezar descargará entero el I° Cuerpo de D’Erlon contra el centro de las posiciones inglesas, y al mismo tiempo, en una maniobra de distracción, lanzará las divisiones de Jerónimo sobre el castillo de Hougomont. Sólo por engañarlos.
Luego el II° Cuerpo atacará el centro aliado detrás del I°. Será fácil. Golpeará y golpeará. Tal era siempre su estrategia madre: lastimar, romper, gastar, herir, erosionar hasta pulverizar al enemigo.
Por lo demás, los prusianos no lo inquietan. Después de la masacre de Ligny -y ahora, con más de 30 mil franceses mordiéndole los talones-, poco podría hacer Blücher por socorrer a Wellington. Le preocupa, más, la lluvia, que sigue sin parar, y que entierra su artillería... Espera el sol (¿el de Austerlitz?, ¿el de Italia? ¿el de Marengo?), así la tierra seca un poco y puede mover mejor sus piezas …
Pero el sol no sale, se retrasa. ¿Se empantana también?
Del otro lado del valle, efectivamente, Wellington eligió los altos de la meseta del Saint Jean para establecer su cuartel general; y alrededor, entre las colinas, entre los bosques y los altos pastos, oculta su ejército.
Justo delante de él se abre en abanico su ala derecha completa. Hacia el oeste, lord Hill y su II° Cuerpo, las divisiones de Halkett, Mitchell y Adam; y hacia el este, el II° Cuerpo al mando del príncipe de Orange, la 2° y 3° División belgo-holandesa: Cooke, Alten, Perponcher… Más allá -aún sobre la meseta de Saint Jean, y a lo largo del camino hacia Ohain-, se despliega su ala izquierda: Kemp, Pack, la caballería de lord Uxbridge. Es su flanco más débil, lo sabe. Pero es por allí, supone -espera (y ora)-, por donde llegará Blücher con sus refuerzos en algún momento. A su alrededor, queda el cuerpo de Reserva bajo su mando directo, y detrás, al pie del bosque y entre los árboles, deja para su retaguardia esa pequeña aldea ignota que se llama Waterloo. Por ella pelearán hasta el final.
Hacia las nueve de la mañana, bajo un cielo todavía negro, ya redoblan los tambores y chillan los clarines del ejército francés. Antes de las diez, todos los regimientos están formados. Cinco columnas escalonadas, las divisiones en dos líneas,  la artillería entre las brigadas, las bandas de música adelante. Una sola fiera de ciento treinta mil cabezas.
-- ¡Magnífico! –exclama desde la altura Bonaparte.
Pasa revista.
Desfilan ante él las baterías de D’Erlón, de Reilli y de Lobau. Ellas abrirán el fuego, ellas tomarán el monte Saint Jean. Las saluda. Sonríe. Los soldados lo vivan. Ven la victoria cuando lo ven.
Luego de observar personalmente el campo de batalla, y las posiciones visibles de Wellington; retrocede algunos kilómetros hacia el sur, hasta la granja de Rossomme, allí se instala, y desde allí, sobre una mesa de campaña al aire libre, define el plan de ataque.
Antes que nada despacha nuevas órdenes para Gouchy: que siga hacia Wavre, que persiga a los prusianos, no le hace falta en Waterloo. Luego, inmediatamente, como desinteresado o aburrido, para asombro callado de todo su estado mayor, delega la conducción personal de la batalla en su errático Ney. ¿Él tampoco hace falta en Waterloo?... ¿O ya no está, él, aquél, ahí? Sus oficiales se miran, se interrogan en silencio. Él sigue exultante.
Hacia las diez de la mañana, por fin para la lluvia y casi asoma el sol. La tierra empieza a secar, sus propias tropas asfaltan los caminos con maderas, centeno, forraje y paja; y los carros y los cañones avanzan aunque se hunden, pero avanzan. El final está por comenzar.



Una suerte de farsa



Un general de la artillería inglesa registró haber escuchado el primer cañonazo a las 11.35 de la mañana. Es correcto. A las 11.30 Bonaparte ordenó el asalto al castillo de Hougomont. No era el ataque principal, era tan sólo una maniobra destinada a inclinar hacia su derecha las fuerzas de Wellington, para así estirar –y desgarrar- su centro. Aquella farsa brava, sin embargo, acabó en una batalla aparte, duró toda la tarde, y en ella murieron más de tres mil hombres de todas las naciones. Así comenzó Waterloo, con dicho augurio de su ferocidad.
Hougomont es un castillo del siglo  XVI. Adentro hay una capilla, un gran huerto, varios jardines, y un patio central. Allí se acantonaron los ingleses, unos tres mil hombres, las cuatro compañías de los guardias de Cooke, los cazadores de Hannover, y un regimiento entero de Nassau.
Napoleón mandó contra ellos a su hermano Jerónimo, las divisiones de Foy, Guilleminot y Bachelú, el cuerpo de Reille, la brigada de Soye por el sur, y la de Bauduín por el norte. Trece mil hombres que sin embargo no pudieron con aquellos tres mil. Y lo que había comenzado como una sencilla maniobra de distracción, dos horas después era ya una masacre.
Los franceses penetraron el castillo, pero no consiguieron quedarse. Ametrallados desde los cuatro costados, arcabuceados desde arriba, desde abajo, por el frente y por los flancos, respondieron al fuego con fuego: trajeron paja, y lo incendiaron todo. Centenares de belga-holandeses ardieron ahí.
Hacia el fondo del patio, ya dentro del castillo, hay una puerta que da a un prado. Ahí mataron a Bauduín. La pelea por esa puerta, fue una rápida carnicería.
Sobre el ala izquierda del castillo, había una capilla; dentro de esa capilla, fue todavía peor. Los franceses la tomaron por algunos minutos, pero al ver que debían evacuarla, también la incendiaron.
El patio central tiene una puerta que da a un gran jardín. Seis tiradores franceses penetraron esa posición, pero adentro se encontraron con dos compañías hannoverianas. Las llamas iniciadas por sus propios camaradas, no los dejó salir, y enfrentaron el combate. Eran cincuenta contra seis, pero el último de esos seis tardó quince minutos en morir.
Desde ese gran jardín, bajando una breve escalera, se accede a un huerto que no tendrá más de un cuarto de hectárea. Apenas al entrar hay un seto, y el seto cubre una pared. La brigada de Soye irrumpió en ese huerto, se enfrentó al seto, y creyó que detrás del seto no había nada. Cuando se toparon con la pared a sus espaldas apareció la metralla de una batería aliada. En menos de una hora, allí murieron mil quinientos hombres. Pese a la doble sorpresa del muro por delante, y el enemigo detrás; los franceses sin embargo tomaron el huerto. Mientras por fuera lo bombardeaba Kellerman, adentro, cuerpo a cuerpo, la brigada Soye mataba a un regimiento entero de Nassau: 700 hombres cocinados en su propio pánico. Los generales Blackman y Duplat caen ahí.
En tanto por el lado sur del castillo, los batallones de Reilli se arrojan contra los muros, son rechazados y vuelven, y son rechazados y vuelven… El general Foy es herido en una de esas cargas, y ya hay cadáveres por todas partes. De la guardia inglesa no queda mucho. La mitad del I° Cuerpo francés, fue diezmada. Un regimiento de Nassau, y uno de Brunswick, ya no existen. Blackman, Bauduín, Duplat, Legros, y tres mil hombres degollados, mutilados, acuchillados, quemados. Así empezaba la batalla de Waterloo. Con esa suerte de farsa.


La geometría de un tifón




Pero el ataque principal no ha sido lanzado todavía, aunque ya está listo.
A la una de la tarde noventa cañones franceses apuntan sus bocas contra el centro exacto del frente enemigo.
La brigada Bylandt se ve en primera línea, servida.
A la una y media en punto disparan todos a la vez, y la rompen.
A la derecha, hacia el nordeste de la llanura, medio oculta entre colinas, hay una granja que han ocupado los ingleses: La Haye Sainte. Allí descarga Napoleón el primer mazazo de sus columnas. Cuatro divisiones de coraceros avanzan en forma escalonada para tomar la granja, y desde allí subir el monte y acabar con Wellington. Son 18 mil franceses. Tan sólo las dos columnas centrales llevan cada una 27 hileras de fondo por 200 hombres de frente. La geometría de un tifón.
En diagonal desde la izquierda, avanza la infantería francesa. La división de Quiot -formada por el 54° y 55° de infantería ligera, y el 28º y 105º de infantería de línea-, ataca la granja de La Haye Sainte, la acosa, entra, la penetra.
La infantería ligera de Allix, ya ocupa jardín y huerto.
Los holandeses comienzan a retirarse espantados por la furia francesa que se enciende y los incendia.
Lo alemanes de Barign son acorralados en el centro.
Uno de los batallones de Ompteda -enviado por Wellington en ayuda de Barign-, es aniquilado en minutos por el 12° de coraceros; mientras el resto de los regimientos franceses ya trepan con uñas y dientes las fangosas laderas del monte Saint Jean.
Wellington es acorralado.
Sólo que a esa misma hora, le llevan a Bonaparte un prisionero prusiano que allí le informa al emperador que lo que él creía un ejército terminado, son en realidad más de 30 mil hombres del cuerpo de von Bullow que vienen desde el este al mando de Blücher en apoyo de Wellington.
Rápidamente, el emperador reacomoda sus piezas.
Dispone el VI° Cuerpo de Lobau en una muralla defensiva hacia el este de la carretera principal, frente al Bosque de París, junto a la granja de Plancenoit, al sudeste de sus posiciones. Esto contendrá el avance prusiano, mientras le envía nueva órdenes a Grouchy para que caiga sobre la retaguardia de Blücher.
Listo.
No ha perdido el buen humor.
Allí ve a sus hombres que suben el Saint Jean. Sabe que Wellington está arriba, acorralado, o casi... porque sus hombres son tantos, y el terreno es tan fangoso, y la cuesta tan empinada, que sus filas no pueden mantener el orden y se van las unas encima de las otras, se oprimen, se confunden, se deforman... poco antes de alcanzar la cumbre, se detienen para desplegarse.
Ya se lo había advertido el general Reilli, que conocía muy bien los hábitos de zorro del duque de Wellington. Los soldados franceses no los veían, pero los ingleses estaban ahí, callados, listos, tendidos en algún lugar entre los altos pastos y las depresiones del terreno.
Y sí: tres mil hombres eran.
A la voz de Wellington se alzaron de golpe y no les dieron tiempo a nada.
El repliegue francés, fue más bien una estampida.
El buen Donzelot intentó organizarla cubriéndose tras una cortina de fuego, pero entonces apareció una brigada de Kempt y barrió del área a sus fusileros. Un primer diluvio de balas bastó para aniquilar a las tres primeras líneas francesas. La pavura licuó a las otras.
Pincton, al verlos retroceder, ordenó el ataque de los tres mil fusileros de la 5° División, hasta entonces oculta al otro lado de la colina para protegerse del bombardeo francés.
La balacera no dio tiempo ni para el asombro.
Pincton alcanzó a dar la orden cuando un proyectil le perforó la cabeza, y allí cayó.
Los franceses fueron rechazados, pero volvieron a intentarlo. Una vez y otra vez. Bajaban, se reagrupaban, y volvían. Rompían contra la artillería británica como una bola de barro contra una roca.
Una vez y otra vez.
Y cada vez llegaban más alto.
Con Pincton muerto, y superados en número en proporción de cuatro a uno, los aliados, desde abajo, parecían perdidos. Los franceses trepaban las colinas y los ingleses los dejaron llegar hasta que una vez arriba se toparon con las líneas extendidas de Pack, y otra cortina de fuego. Pero abajo la infantería de D’Erlon se recuperó apenas encontrarse con los coraceros de Travers, y juntos se volvieron al ataque contra la brigada de Kempt.
Unos 16 mil hombres cayeron a un mismo tiempo contra las tropas aliadas, rompiendo sus líneas, triturando sus cuadros, hiriendo, gastando, erosionando… ya casi era de Francia la victoria, cuando los inmensos jinetes de lord Uxbrigde aparecieron por todas partes.
Eran las dos únicas brigadas británicas de caballería pesada. Pero no eran poco.
La de Somerset la formaban la Royal Horses Guards, y los guardias del 1° de Dragones; y la otra, que iba al mando del general Ponsonby, la integraban el 1° de Dragones Reales, y el 2° y 6° de Dragones. Eran, acaso, la mejor caballería de Europa. Sus jinetes habían sido entrenados como gladiadores de elite, y sus animales pertenecían a una raza de caballos gigantes que ya se extinguía por entonces. Descomunales en formación, grises y resplandecientes de seda y acero, a simple vista parecían invencibles.
La brigada de Somerset tomó el camino hacia el oeste; y los Dragones de Ponsoby fueron hacia el este. Aparecieron por todas partes. Los de Somerset alcanzaron a los coraceros de Dubois, y a la infantería de Allix, que allí acosaba la granja... Dos divisiones francesas fueron destruidas de inmediato, otra retrocedió, cinco mil infantes de D’Erlón murieron allí, y otros tres mil fueron tomados prisioneros.
La misión había sido cumplida, y tan rápido y tan bien, que cebados por la sangre los Dragones desoyeron las órdenes de replegarse, y embistieron contra la Gran Batería. Algunas cabezas francesas volaron por el aire, pero aquellos escoceses ya estaban agotados, y sus caballos también. La Gran Batería no tuvo muchos problemas en rechazarlos, y dos regimientos de coraceros -el 5° y 9° de Vial-, y dos de lanceros -el 3° y el 4° de Gobrechet-, se les echaron encima y los obligaron a retroceder, mientras otros dos regimientos -el 2° de infantería ligera, y el 3° de línea-, los atacaron por la espalda, y los mataron como a corderos. La caballería ligera británica intentó cubrir la huida de los Grises, pero el desastre no lo paró nadie. Los colosos de Ponsoby fueron aplastados. Murieron 700 dragones, y de sus mil quinientos caballos, ahora sólo quedaban 600.
Son la tres de la tarde.
Por un instante la batalla se detiene.
Los dos ejércitos, desbandados, exhaustos, intentan reagruparse, y se repliegan.
El ataque francés ha sido rechazado, es cierto, pero en esa defensa, Wellington perdió el 40 por ciento de sus fuerzas, y la mitad de su caballería. Hougomont arde, y ya no ocupa La Haye Sainte.
Pero por un instante la batalla se detiene… Como si arriba los dioses pensaran cambiar de  planes.




Un movimiento prematuro





Todavía el centro del ejército inglés, sólido aún, y muy compacto, ocupa los altos de la meseta de Saint Jean, entre el pueblo de Waterloo, y el lado sur de la cuesta. Wellington reforzó ese centro: se trajo consigo el II° Cuerpo de Hill, y la división belgo-holandesa de Chasse, más otros 26 batallones. Alrededor, emboscada, tendida entre la maleza, espera la artillería. Detrás, sin embargo, le queda el bosque de Soignes, y sabe que por allí no será posible replegarse sin dispersarse en el intento. De cualquier forma, las órdenes de Wellington son claras:
-- Pelear hasta el último hombre.
Del otro lado, mientras ve cómo se repliega la infantería inglesa –pero sin ver que en realidad se reorganiza-, Napoleón exclama satisfecho:
-- ¡Principio de retirada!
Es hora de terminar esa batalla. Tan exultante está, que antes de tomar cualquier decisión despacha urgente una estafeta a París anunciando su victoria en Waterloo, y después, recién después, aunque inmediatamente, decide la embestida de sus coraceros contra la meseta de Saint Jean. Ahora sí Wellington está perdido, acorralado.
Napoleón sabe que precisa un golpe rápido. Hougomont arde, pero no fue tomado, La Haye Sainte no fue tomada, la meseta de St Jean no fue tomada, cree que Wellington se retira y que se le escapa otra vez, sabe que Blücher viene en camino, y que buena parte de su ejército ha sido destruida. Ney ya no puede manejar esa batalla. Toma él mismo el mando, y a las cuatro en punto de la tarde, le ordena a Ney que ocupe inmediatamente la meseta de Saint Jean y la granja de Haye Sainte. Dispone para ello de los dos cuerpos completos de coraceros.
Son 3.500 jinetes como 3.500 centauros revestidos en hierro por sus corazas: 26 escuadrones, y detrás los cientos seis gendarmes elegidos de la división de Lefevre D’Esnouettes; y detrás de ellos, los 1200 cazadores de la Guardia con sus bayonetas ya caladas; y detrás aún, cerrando la formación, 800 lanceros con sus 800 lanzas. Allí los tiene, formados y listos alrededor de La Belle Alliance.
Cuando les llegó la orden se pusieron todos en marcha entre el aullido de los clarines y el redoble de los tambores. Por un instante hasta las balas parecieron detener su vuelo para verlos pasar. Color, sonido, gravedad, potencia y forma, desde todo punto de vista componían un espectáculo imponente. Cinco mil hombres en orden perfecto ondulando por ese campo como una inmensa serpiente sibilante y letal.
Aquella batalla llevaba ya cuatro horas de pólvora y de muertos, cuando ellos bajaron la cresta de La Belle Alliance cantando a viva voz ”Veuillons su salud de l’Empire”, y se hundieron en ese valle, y desaparecieron velados por el humo hasta que emergieron del otro lado, y aún en perfecta formación subieron la cuesta bajo una lluvia de balas pero sin dejar de cantar. En los intersticios de la mosquetería aliada, sólo se oían sus cascos haciendo temblar la tierra.
Por rara coincidencia, a esos veintiséis batallones franceses arriba los esperaban otros veintiséis batallones aliados con sus hombres y sus baterías ocultos entre los maizales. Los unos avanzaban, y los otros los oían venir, pero ninguno de los dos podía ver al otro.
Cuando por fin los coraceros franceses aparecieron sobre la cresta de la meseta, la Tierra no sólo tembló, también se abrió, y así se tragó en segundos las tres primeras líneas de la columna que iba al mando de Milhaud…
Una fosa inesperada y profunda junto al camino de Ohain, y que ningún mapa avisaba, sorprendió una vez arriba el ímpetu de los caballos, que ya en lo alto, marchaban a todo galope. La inercia hizo el resto.
La segunda línea empujó a la primera, la tercera a la segunda, y en menos de un minuto, más de mil jinetes con sus caballos rodaron cuesta abajo en un solo aullido de gritos, aceros y relinchos. Del otro lado de ese espanto, había más espanto.
Contra la derecha del ataque francés rompe el fuego de sesenta cañones y trece formaciones en cuadros de fusileros angloholandeses.
Los coraceros de Francia dejaron o perdieron sus caballos y siguieron su avance cuerpo a tierra, pistola en mano, aunque ya sin cantar porque llevaban el sable entre los dientes.
Todos los cuadros ingleses fueron atacados a un tiempo y de frente, pero sus tres líneas de hombres ni siquiera se inmutaron, los esperaron así: rígidos, firmes, rodilla en tierra la primera línea, y de pie y ya en posición la segunda.
Cuando los franceses les cayeron encima, la primera línea los caló con sus bayonetas, y atrás la segunda los remataba de un solo disparo. Detrás una tercera línea cargaba y recargaba. Aún así los coraceros no dejaron de avanzar.
Con sus caballos o sin ellos, cargaban contra las bayonetas aliadas y mataban mientras morían. El primer cuadro de la extrema derecha inglesa, fue aniquilado por completo. En un momento los coraceros quedaron rodeados por el frente y la retaguardia entre los Dragones de Somerset, la caballería ligera alemana, y los carabineros belgas. Superados en número, rodeados, perdidos pero embravecidos por el coraje o por el miedo, siendo menos parecieron más, y durante dos horas, casi tocaron la victoria en el fragor de un combate que rápidamente perdió toda nitidez. Aliados y franceses eran el mismo barro, un solo ser destruyéndose a sí mismo.
Bajo el fuego de la artillería inglesa -que ya no distinguía propios de ajenos-, los coraceros, acorralados, perdidos por perdidos, terminaron de enfurecerse, y hasta sus muertos parecían pelear. Se defendían de la caballería mientras se volvían contra la infantería, y cada uno de ellos era tres.
Tomaron la meseta, la perdieron, la volvieron a tomar y a perder. La mitad  morirá en esa lucha; pero antes de caer, destrozan siete de los trece cuadros aliados, se alzan con 60 piezas de artillería, le arrebatan seis banderas al enemigo, y se quedan con buena parte de la meseta. Testigos presenciales cuentan que al ver a esos franceses, Wellington dijo entre dientes:
-- Splendid!...
Pero es más o menos en ese momento de la batalla, cuando Ney, creyendo que Wellington se retira, y harto quizá de sus propios errores y fracasos, decide tomar una iniciativa, que será enseguida un nuevo error y otro fracaso.
Sin consultarlo con nadie, ordena el ataque de su caballería. No espera a que la infantería se reagrupe, y despacha la división Milhaud contra la (aparente) retirada inglesa… Y lo que en un principio era nada más que esa sola división de coraceros; pronto -nadie nunca entendió cómo ni por qué-, son más de cinco mil jinetes en una de las cargas de caballería más célebres de toda la historia. Un buen impulso, un mal movimiento. Napoleón, que lo mira de lejos, no entiende qué hace Ney, pero sabe que se equivoca. Wellington también, y lo aprovecha.
Majestuosa y suicida, la caballería francesa avanza en escuadrones escalonados, en formación desde el oeste, cuesta arriba, entre maizales, sobre un terreno tan húmedo y fangoso, que le impide galopar. Un blanco perfecto para la artillería británica que la espera arriba, ya agrupada en veinte cuadros con amplios espacios entre ellos para cubrirse mutuamente. Los ingleses los dejan llegar hasta 50 metros de sus rifles, y recién entonces abren fuego. Usan “latas de metralla”, una especie de cilindros cargados con pequeñas esferas metálicas, que a poca distancia, por su efecto divergente, arrasa líneas enteras.
Una a una son barridas como en un juego las primeras filas francesas. Las siguientes se repliegan y se reagrupan y vuelven a la carga, una vez, dos, tres, cada vez más desordenadas, ya sin apoyo de las baterías, apenas la infantería detrás, en el principio de la hemorragia del Ejército Imperial, que aún así diezma en su desangre los cuadros aliados.
-- Un movimiento prematuro… -dice Napoleón, pero ya está.
Allí caen sus hombres, matan y mueren, se arrebatan banderas, invocan su nombre aún entonces, suenan cornetas entre los cañonazos y los fusiles, el chocar de cascos, sables y corazas, se oye el dolor en los gritos, y en el relincho aterrador de los caballos que mueren y se derrumban y caen sobre los muertos.
Napoleón ordena que parte del cuerpo de Kellerman y la caballería de la guardia de Guyot, con los dragones de la emperatriz, los granaderos montados y la gendarmería de elite; vayan en ayuda de de Ney. Eran las últimas reservas de la caballería del emperador. Y van.
En menos de una hora más de diez mil jinetes franceses se arrojarán siete veces en ese remolino carnívoro de sables, arcabuces y metralla.
Los cuadros británicos son despedazados.
Hombres y caballos, muertos y moribundos, cubren el suelo y atascan a la caballería francesa a sólo veinte metros del enemigo.
Pero Wellington refuerza sus líneas, concentra sobre la meseta toda la fuerza que le queda, mueve su reserva, mientras abajo, hacia Hougomont, deja la infantería de lord Hill disparando contra los franceses, que una vez más quieren subir esa colina…
En diez minutos Napoleón pierde el 20 por ciento de sus columnas.
Un movimiento prematuro.
Eran las cinco de la tarde, el segundo asalto principal contra las líneas aliadas, había sido rechazado.
El duque de Hierro todavía dominaba el centro y la mayor parte de la meseta, pero su ejército agonizaba. Kemp, desde el ala derecha, le implora refuerzos.
-- No hay. Que se haga matar –fue la sola respuesta que podía darle Wellington a esa hora. No estaba acorralado, estaba perdido.
La división de Alten había sido destruida. Aquellos valientes belgas que lo habían acompañado en España, ahora alfombraban con sus cuerpos el suelo de la meseta.
La mayoría de sus oficiales había muerto. Delancey, Barne, Van Meeren, Ompteda…
Lord Uxbrigde había sepultado una pierna ayer, y ahora tenía la otra rota por la rodilla.
El segundo regimiento de los guardias de a pie había perdido cinco tenientes coroneles, cuatro capitanes y tres abanderados.
El primer batallón del 30 de infantería,  perdió 24 oficiales y 112 soldados.
El 79 de montaña, 18 oficiales y 400 soldados.
Un regimiento completo de húsares ya se desbandaba insurrecto y disperso por el bosque de Soignes, y algunos informantes le cuentan que por la carretera hacia Bruselas peregrinan los desertores en una procesión interminable. La caballería aliada ya no existe más. El resto son heridos.
Le quedaba, en pie, apenas, la reserva escalonada detrás de la granja de St Jean, y dos brigadas más que flanqueaban el ala izquierda. Nada.
La Haye Sainte estaba perdida. La meseta todavía no, pero los franceses subían por todas partes, y Bonaparte aún tenía intacta toda su Guardia Imperial.
A las seis Wellington mira su reloj, y dice en un murmullo:
-- Blücher, la noche, o la derrota.



El ejército de los muertos





Las primeras brigadas surgieron hacia las cinco de la tarde por entre los árboles del Bosque de París como un ejército de muertos recién resucitado.
Cayeron sobre el ala derecha francesa, al sudeste de sus posiciones, en Plancenoit, detrás del cuerpo de Lobau.
El choque fue inmediato.
Los franceses abrieron el fuego sin darles tiempo a los prusianos de completar su despliegue, obligándolos a retroceder hacia el mismo bosque del que volvían a salir cada vez más furiosos.
Era tan sólo el IV° Cuerpo de von Bullow, Lobau lo repele sin desgaste; pero enseguida aparece el II° Cuerpo de Pirch por la izquierda, y luego la caballería de Zeiten -¡al mando del mismo Blücher!- sobre su flanco derecho; y de pronto el bosque entero no para de escupir prusianos iracundos, sobrevivientes de Ligny, sedientos de una rápida venganza.
Para entonces Ney, fortalecido por fin en Haye Sainte, decide una tercera descarga contra el frente inglés debilitado. Le pide refuerzos a Napoleón, así como Kemp –más o menos a la misma hora-, se los pide a Wellington. La respuesta de los dos comandantes es la misma: “no hay”.
Bonaparte ya sabe que los prusianos acechan Plancenoit. Lo que no sabe es que recién a esa hora Grouchy pone en marcha a sus hombres para tomar Wavre.
-- ¿Y Grouchy? –se pregunta el emperador- ¿Por qué no llega?...
Cuando de pronto su catalejo capta una nube oscura hacia el este, hacia el horizonte sobre la tierra. ¡Es él!, quiere creer, ¡Es Grouchy! Le dicen que en Plancenoit el pánico carcome sus filas, y se aferra a esa ilusión que echa a correr como noticia:
-- ¡Es Grouchy! ¡Esa nube azul, allá, es Grouchy! ¡Grouchy y sus 34 mil hombres!...
Inyectadas por la esperanza, las líneas francesas intentan reagruparse y resistir. Por un momento lo consiguen, y Ney carga de nuevo contra el frente aliado sobre la meseta. Toma la cresta y la pendiente, pero el resto sigue en manos enemigas. Sin embargo el ataque abre tan grandes brechas en el frente aliado, que ahora sí Bonaparte decide dar el golpe de gracia: su invicta Guardia Imperial.
Si logra, ahora, caer sobre Wellington, podrá tomar Waterloo, la aldea, y luego sí volcar todo su ejército a la derecha para terminar con Blücher. La batalla entra en su fase decisiva. Cada segundo es un paso fatal.
Los tres ejércitos llevan tres días de combate. Los tres se desangran.
Arriba, en la meseta, Wellington en persona intenta contener el desbande de lo que resta de sus tropas mientras resiste la embestida francesa.
Hacia el sur del flanco derecho francés, Blücher, viejo, borracho y herido, golpea una vez y otra vez contra su odiado Napoleón, y él, Napoleón, el dedo de Dios en las tinieblas, allí marcha también, conduciendo personalmente a su Guardia Imperial por encima de los muertos a través del valle en llamas.
De los 14 batallones de la Guardia, tres se apuestan con él sobre la carretera de Bruselas, otros tres quedan como reserva junto a La Belle Alliance, otros dos apoyan a las tropas que ahora combaten en Plancenoit contra los prusianos; y los seis restantes cargan al mando de Ney contra el centro del frente inglés.
Ya sobre la cuesta, la primera avanzada deshace dos batallones británicos y una batería holandesa que primero disparó con vigor, pero que enseguida escapó aterrada. Establecida su potencia extraordinaria, la Guardia Imperial siguió su marcha.
A los primeros tres cuerpos de granaderos, se sumaron otros tres, y los seis cruzaron la carretera sin encontrar obstáculo a su paso ¡Viva el emperador! y sus gritos y sus aceros era todo lo que se oía, hasta que otra vez los rojos invisibles de Wellington surgieron de entre los trigos ya casi en la cara de la primera línea francesa.
Eran mil quinientos hombres en filas de cuatro disparando a un mismo tiempo sus mil quinientos fusiles una vez y otra vez a sólo 40 metros del blanco.
La primera descarga liquida 300 franceses, y ya los demás se dispersan desordenados por el pánico ladera abajo. Pero abajo se reagrupan con el 4° de Cazadores, y vuelven a intentarlo. Suben de nuevo la cuesta sin advertir que una brigada de la 2° División de Lord Hill avanza contra su flanco derecho. Poco antes de alcanzar la cumbre, se topan ambos. La balacera dura cuatro minutos; pero tan sólo en el primero de ellos mueren 150 soldados. Acallado el tiroteo, el 4° de Cazadores ya casi no existe. Al ver en retirada a sus pocos sobrevivientes, los británicos calaron sus bayonetas, se lanzaron tras ellos, y no hubo piedad.
En ese momento, abajo, en el valle, Napoleón ya decidía el avance de los últimos tres batallones de la Guardia que esperaban junto a La Belle Aliance, cuando entonces vuelve a mirar hacia la cumbre y ve lo nunca visto: la Guardia Imperial, invicta su historia hasta ese instante, allí retrocede, recula, cae ladera abajo, se precipita. Sus bravos granaderos son perseguidos y asesinados por la infantería aliada y su caballería ligera, y ahora un grito de espanto eriza las filas francesas: “¡La Garde recule! ¡Save qui pert!”.
“¡Sálvese quién pueda!”.
Todo ha terminado.
En el valle, a la izquierda, queda el II° Cuerpo de Reille, y alrededor de La Belle Alliance, los tres últimos batallones de la Guardia, que ahora intentan cubrir la retirada con la perforada ilusión de reagruparse otra vez. Avanzan en cuadros, y el emperador va con ellos, en el centro de uno de ellos. Marcha sereno. Morir en batalla es todo cuanto le queda. Pero ve caer a sus soldados y él no cae. Amargo privilegio... ¿Valdrá la pena, será que se pregunta?... Por allí va Ney, desfigurado, le han matado cinco caballos esa tarde, su uniforme está en jirones, la cara negra de pólvora y barro, irreconocible... y más allá se lo ve D’Erlón, llevado contra su voluntad por la corriente del desastre… Y sus soldados caen, gimen, agonizan, mueren. Todos mueren menos él.
Dice basta.
Retroceden.
Ordena el repliegue; ya no vuelven en cuadros, ya no son tantos: forman apenas triángulos, caladas las bayonetas, sin municiones casi, pero todavía rompen, todavía desgastan, desgarran, lastiman, abren sangrientos agujeros en la muralla enemiga que aún así los encierra.
Todo ha terminado.
Sobre la derecha francesa los soldados ya saben que esas casacas azules que llegaban del este, no son las tropas de Grouchy sino más prusianos. La ilusión que llegó a ser esperanza, no era más que un espejismo y degenera en frustración. ¡Traición!, gritan ahora, y se desbandan.
Plancenoit es tomada por los prusianos, y los franceses huyen empujados hacia la carretera contra los aliados que esperan con sus fauces abiertas. Y es que no ven, no se dan cuenta, no piensan, sólo escapan; gritan ¡traison!, y se desbandan
No es una  retirada, es sólo una estampida cuesta abajo como un fatídico derrumbe. No cae un ejército: caen dos décadas de gloria militar.
Esas roldanas, aquellas poleas, todas esas pequeñas piezas que habían empezado a fallar, aquí colapsan y la máquina entera se descompone por todas partes.
Las defensas francesas ceden a un mismo tiempo en Hougomont, en Plancenoit, en Haye Sainte; por izquierda, por derecha, ya destrozadas en su centro. Todos huyen. Cuarenta mil hombres escapan aterrados. Es la consagración del espanto. Allí va el glorioso Ejército Imperial: el pánico se lo lleva.
Los escuadrones conducidos por Guyos caen bajo el avance del 2° de Dragones británicos, y ya no se ven más.
Dos regimientos de Durutte son encerrados y ametrallados por los cuatro costados entre los fusileros de Kemp, Pack, Rylandt, y Best.
Kellerman retrocede ante Vandeleur, Quiot ante Vivian, y Lobau es acorralado por Bullow.
El granizo de la metralla, el estruendo, los gritos, el suelo lleno de muertos donde se hunden los vivos. Ney, ya enceguecido, se clava como un poste en la correntada de los desertores, y los arenga, alza su sable, y grita envuelto en su propia locura: “¡Venid a ver cómo muere un mariscal de Francia”!, pero no, es tarde, nadie lo escucha, nadie lo mata, el río, la correntada, no se detiene por él, al contrario, lo arrastra, se lo lleva, la muerte se le niega y sus hombres ya no lo siguen. Es el final. Todos lo saben. Sin querer verlo todavía, Napoleón reconstruye sus defensas con lo que resta de la Guardia ¿Es que todavía cree? No: es que aún no quiere creerlo.
Galopa entre los desertores, intenta reagruparlos, más bien recuperarlos, va y viene, los llama, les grita, los amenaza, los arenga también, por poco les implora, son los mismos soldados que hace un rato nomás lo vivaban tanto, y que ahora ni siquiera lo reconocen… Y es que no pueden, no lo ven, no ven nada, sólo escapan: detrás los prusianos ya iniciaron la masacre. ¡Sálvese quien pueda!
Es la caballería de Zieten la que se viene, el mismo Blücher la comanda.
Muchos historiadores coinciden en que allí el viejo príncipe de Wahlstadt perdió toda su nobleza. Esas tropas estaban frescas, no habían combatido en Ligny, llevaban casi tres días mirando la sangre sin poder probarla… y allí le sirven de pronto un ejército enemigo en fuga y desarmado. Se podría decir que fue Prusia entera acuchillando a Francia.
Colinas, caminos, senderos, aldeas, bosques, la matanza pasó como un viento por todas partes. A las bayonetas de los perseguidores, se agregó el terror de los perseguidos. En la gran estampida no hubo más camaradas, oficiales ni nada. Todos contra todos, se pisan, se empujan, se matan si es preciso. Miles de hombres perseguidos por la muerte que ruge sedienta a sus espaldas, insaciable, ya innecesaria…
Hacia el sur en su huída los franceses se topan con el pueblo de Genappe, y allí Lobau, infinito, intenta una nueva resistencia. Reagrupa 300 hombres y los apuesta a la entrada del pueblo… pero esos hombres ya no son hombres: son apenas un miedo informe que se alimenta huyendo. Ni bien reciben la primera descarga prusiana, escapan todos. Ignoran que ya no hay adónde. Blücher no quiere prisioneros, y devora a los heridos. Ordena el exterminio. Los vencidos serán asesinados. La masacre toma el camino hacia Charleroi, y ya no se detiene; cruza Frasnes, Quatrebras, la frontera... Sí, tal vez allí el viejo príncipe Blücher perdió más de lo que ganó.
Sin embargo en Mont St Jean la batalla no se extinguió del todo. Hacia el oeste se termina el día, y algunos cuadros de la Guardia todavía resisten, exiguos, últimos, entre las primeras sombras de la noche, entre el humo, entre los restos, como pequeñas fogatas encendidas cuando ya alrededor no hay más que cenizas y escombros…
Hay uno de esos cuadros en Rossomme; otro cerca de Haye Sainte, otro allí, por la ladera del Saint Jean hacia Hougomont… rodeados, vencidos, ya sin municiones, con los garrotes de sus fusiles, todavía pelean, todavía cobran su muerte hasta la muerte.
El último de esos cuadros cayó hacia las nueve de la noche, en la meseta de Saint Jean, pulverizado por el fuego convergente de toda la artillería aliada.
Lo comandaba un oficial hasta entonces sin brillo de apellido Cambronne. Allí, en él, en ese cuadro, agoniza toda la batalla de Waterloo en un resplandor último de gloria.
Conforme caían, los hombres de Cambronne estrechaban filas, pero no se rendían. Caían, se cerraban y peleaban; caían, se cerraban y peleaban.
En un momento los aliados llegaron a creer que enfrentaban una escuadra de cadáveres inmortales, y un súbito miedo sacro detuvo en seco la descarga. Quedó todo en silencio, y ahí, según testigos presenciales, el general inglés Colville gritó:
-- ¡Bravos franceses… rendíos!...
Pero no. La breve tregua no fue aceptada. Del otro lado del silencio se oyó al oficial Cambronne gritar la sola palabra que a esa hora ya lo decía todo:
-- ¡Mierda! -y siguió peleando hasta morir.
Ese también era el Ejército Imperial.
Pero allí se terminó. El día, la batalla, aquél ejército glorioso y su glorioso emperador. Todo después fue cenizas, escombros. La derrota.
Fusilado a cañonazos el último cuadro francés, en fuga, perseguido o muerto el resto del ejército, perdido todo, cayó la noche, ya inútil para Napoleón, ya ociosa para Wellington, ya ninguno la precisa, ya todo ha terminado.
Cronistas presentes en la batalla apuntaron que en ese momento, por unos instantes, brilló el sol en Waterloo. El cielo se había mantenido cubierto durante todo el día, pero entonces, al pasar por la línea del horizonte entre la gran masa de nubes y la Tierra, el sol brilló antes de ocultarse. El mismo sol que había amanecido en Austerlitz, ahí caía, enorme, rojo, ensangrentado ahora. Terminaba el día Cien, el último de todos. Algo más que una jornada se moría.
Algunos granaderos de la Vieja Guardia, contarán que esa noche, después, hacia la medianoche, cerca de Phillipeville, del otro lado del Sambre, ya en territorio francés, junto a un vivac que ellos mismos habían encendido, el emperador, de pie, callado, solo y aparte, lloró.
A esa misma hora, en la taberna de La Belle Alliance, Blücher y Wellington celebraban una victoria que no habían ganado ellos, sino perdido su adversario. Tanto daba: por fin Napoleón había sido derrotado.
Por una rara última mueca de los dioses, la minúscula aldea de Waterloo sobrevivió intacta, ni un solo disparo tocó una sola de sus casas. Tal vez por eso su nombre se volvió inmortal.
Pero a todo su alrededor, en el castillo de Hougomont y por sus prados, en Plancenoit, en La Haye Sainte, en Ligny, en Rossomme, en Saint Armand, en las colinas y en los bosques del valle de la llanura de Mont Saint Jean; en Mont Saint Jean, en su cumbre, en sus laderas, en su cuesta y en su cresta, por todas partes, más de 60 mil muertos se pudrían ahora como un despojo menor de la batalla de esa batalla que en tres días cambió el mundo.


Epílogo

Día 101

El día después

 


Luego el mundo cambió.
Más allá de algunos breves picos de euforia -que por ráfagas de entusiasmo le hicieron pensar en reorganizar su ejército y volver al ataque, en fundar una nueva nación en América, en recomponer a puro fusilamiento su frente político interno-; después de Waterloo, el emperador cayó en los abismos de una apatía tan honda, como alta había sido su gloria.
Al ejército francés aún le quedaban 120 mil soldados en los alrededores de París, y otros 150 mil reclutas adentro de los cuarteles. Los aliados marchaban sobre Francia, pero diezmados desde Waterloo, y obligados a reforzar a su paso la retaguardia, cada vez eran menos. No era imposible el contraataque, y sin embargo…
La Asamblea Legislativa ya le dio la espalda, y Fouchet, su viejo ministro de justicia, está en tratos secretos con los aliados, y hasta tiene intenciones de hacerlo detener. Ya lo sabe. Pero no hace nada. Pareciera que asiste a la traición conciente de que es el último gran espectáculo que le queda por presenciar.
El 15 de julio, despierto por fin, impulsado y ayudado por los pocos leales que le quedan, decide escapar a América oculto en la goleta L’Eperviere de la marina francesa. Pero a poco de zarpar es interceptado por el H.M.S. Bellerophon de la Royal Navy. Ahí nomás, a bordo, queda detenido a disposición de la corona británica, y en ese mismo barco, al día siguiente, parte hacia su destierro final rumbo a la isla de Santa Elena, un pedazo de piedra volcánica a 70 días de mar en el mitad del océano Atlántico sur.
Allí purgará los últimos seis años de su vida, rodeado de un séquito que se descompone con él, hostigado por la mezquindad de un administrador inglés que lo odia porque le teme, envuelto en la bruma perenne que envuelve esa isla para siempre, y pronunciando con frecuencia  esa sola palabra que ahora le dice tanto: Waterloo.
Ya detenido Bonaparte, el mariscal de campo, príncipe Gebhard Leberecht Blücher, se dio el gusto de entrar victorioso en París y hasta se hizo distinguir con la Gran Cruz de la Orden de la Cruz de Hierro, específica condecoración creada especialmente para él. Murió de cirrosis en Polonia, el 12 de setiembre de 1819.
El duque de Wellington dirigió las fuerzas aliadas de ocupación en Francia hasta 1818. De regreso a Inglaterra fue recibido como un héroe, volvió a la política, y en 1827, con el apoyo del rey Jorge IV, alcanzó el cargo de primer ministro. Pero apenas dos años después el descontento popular lo obligó a dimitir. En 1842 fue nombrado otra vez comandante en jefe del ejército, y murió en ejercicio de ese cargo diez años después.
 “Fuera de la guerra, Wellington y Blücher no tienen dos ideas en la cabeza”, repetía Bonaparte en Santa Helena. No se equivocaba, no.
Pero Víctor Hugo tampoco.
A partir de 1815, la revolución industrial iniciada en Inglaterra hacia fines del siglo XVIII, se desplegó por toda Europa, y de allí se expandió al mundo. Dueña ya de los mares desde la batalla de Trafalgar en 1805, como resultas de Waterloo, Gran Bretaña se convirtió en el gran imperio que dominó el siglo XIX.
El Congreso de Viena acabó sus sesiones repartiendo el continente y sus colonias según los previsibles intereses de las grandes potencias vencedoras: Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia.
Terminados veinte años de guerras napoleónicas, Europa entró en un período de relativa paz a no ser por algunos conflictos puntuales como la guerra entre Austria y Prusia, en 1866; y poco después, en 1870, la que libró el II° Imperio de Napoleón III° contra Prusia. Sin embargo, los dos conflictos no fueron sino el banco de prueba de la nueva tecnología que alumbraba la industria: fusiles de retrocarga, cañones de acero, ametralladoras a repetición, gas mostaza, el ferrocarril… todas herramientas imprescindibles para la inminente guerra mundial de 1914.
Nada de todo esto ni muchas otras cosas hubiesen sucedido si la tarde del 15 de junio de 1815 Ney atacaba Quatrebras; o si inmediatamente después de la victoria de Ligny Napoleón hubiese aceptado perseguir a los prusianos; o si D’Erlón no hubiese vagado en vano con sus tropas toda la tarde del día 16; o si los mensajeros y los mensajes no se hubiesen retrasado nunca; o si tan sólo sus oficiales lo hubieran obedecido; o si Ney no hubiese lanzado aquella carga suicida el 18; o si por lo menos Grouchy hubiese marchado sobre Wavre unas horas antes; o si no hubiese llovido toda la noche del 17; o si algo más que un ejército no hubiese estado allí para vencerlo…
“Fuera de la guerra, Wellington y Blücher no tienen dos ideas en la cabeza”, Bonaparte no se equivocaba, no. Pero Víctor Hugo tampoco: “Waterloo fue algo más que una batalla, fue un cambio de frente del universo”.



F i n 


* * *