El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


sábado, 27 de agosto de 2011

WATERLOO: CAPITULO CUATRO: CARNE QUEMADA




CAPITULO IV


Carne quemada



Por Daniel Ares

*


"Al único enemigo que le temo, es a la naturaleza".
Napoleón Bonaparte



* * *


17 de junio, día 99


El perfume de la victoria





A la mañana siguiente Napoleón recorre el campo de batalla.
El horror.
No habla.
Lo acompañan el mariscal Grouchy, y algunos otros oficiales.
Oye gemir a los heridos, camina sobre los muertos, no pisa sus restos, pero sí su sangre.
Mira a su alrededor y aspira y expira: recuerda que la victoria huele a carne quemada.
No se entiende si el humo o las nubes esconden el sol, pero es casi mediodía y el sol no está. Sólo el horror.
Nadie dice nada. No hay órdenes, no hay comentarios, nada.
Horror.
Sus oficiales lo miran y apenas lo reconocen. Parece cansado, incluso viejo, está enfermo, esa mañana se siente especialmente mal. No ha dormido bien, tiene fiebre, tose, no habla… Tal vez sus oficiales se pregunten qué piensa el emperador. Tal vez el emperador no piensa nada, o piensa en esa sola batalla interminable que ha sido su vida entera desde las revueltas independentistas de su infancia en Ajaccio, quién sabe qué piensa... Parece cansado, está enfermo, no habla, camina sobre los muertos, y las horas pasan, pero la historia del mundo se ha detenido. Esperándolo.
Hacia las once de la mañana por fin recibe noticias de Ney: Wellington escapa de Quatrebras hacia el norte.
El emperador despierta, y ya es el de siempre. Mueve sus tropas, despacha órdenes para que Ney ataque inmediatamente a los ingleses, y ahora sí lanza a Grouchy contra la retirada prusiana para aniquilarlos de una vez por todas. Él marchará con el resto de su ejército hacia Quatrebras, no en apoyo de Ney, sino detrás de Wellington. La historia del mundo arranca de nuevo.  Sólo debe hacerse lo que él dice.
Pero el trémulo Grouchy se asusta y se pierde. Lleva treinta y cuatro mil hombres bajo su mando, nunca antes condujo un cuerpo tan grande; no le teme al enemigo, es peor: teme a sí mismo, se pone nervioso, se confunde, y se pierde.
Corre detrás del anzuelo impensado de ocho mil desertores prusianos que huyen hacia el este, y se abre demasiado.
No percibe que el verdadero enemigo se reagrupa hacia el oeste.
Los cuatro cuerpos del ejército de Blücher se concentran sobre Wavre.
Ahogado por la responsabilidad -estrictamente confundido-, Grouchy ni siquiera advierte que es él mismo quien empuja a los prusianos hacia Wellington… Pequeños errores que tejen el fin.
Esa mañana antes del alba un enviado de Wellington ha hecho contacto con Blücher, y éste acordó con aquél que sus refuerzos llegarían desde Wavre, hacia el mediodía, por el flanco izquierdo anglo-aliado, para así caer sobre la derecha francesa. El IV° Cuerpo prusiano que manda von Büllow, ni siquiera ha combatido en Ligny.
La emboscada se perfila y define. Un año atrás, el duque de Wellington en persona había estudiado esa llanura de Saint Jean previendo que acaso alguna vez allí librara una batalla…
Poco antes de llegar. Napoleón se detiene para almorzar pero intrigado por el silencio que vuelve de Quatrebras. Deberían escucharse los cañonazos de Ney contra Wellington, y sin embargo… Manda a su edecán, y así confirma que su eficiente Ney, volvió a fallar. Aún no atacó. Enfurecido con sus mariscales, suspende el almuerzo, tira la mesa por el aire, y retoman la marcha.
¿Por qué, simplemente, no lo obedecen?
Ya no hay humo sobre los campos, pero el sol igual no está.
Inmensas nubes gruesas cubren todo el cielo como una sola nube negra.
A las dos y media de la tarde, Napoleón y sus tropas llegan por fin a Quatrebras.
Pero los ingleses ya no están.
Dejaron apenas una retaguardia que ahí ataca y escapa al mando de lord Uxbridge.
Wellington se llevó el grueso de sus fuerzas, huye hacia el norte, escapa, por el camino de Bruselas, allí van… Cuando entonces una explosión algo divina, estalla en el cielo y empieza la tormenta. La lluvia.
Los últimos hombres de lord Uxbridge huyen bajo el doble bombardeo de los cañones y los truenos. Cada vez llueve más.
De a poco la artillería francesa, sus carros y sus caballos, empiezan a hundirse en el barro como en una pesadilla: los pies se pegan al piso, y el enemigo escapa...
El emperador supone que Grouchy ya cayó sobre los prusianos... o tal vez ya no supone nada. Llueve mucho.
Marchan, pero la marcha se retrasa, se empantana, se entierra, cae la noche, y Wellington se le escabulle, escapa hacia el norte, los arrastra… con las últimas luces del día pueden verse a lo lejos sus tropas bajo la lluvia escalando el Saint Jean…
A esa hora, en otra parte, Grouchy por fin percibe que algo anda mal y ordena algunas rápidas avanzadas espías que de regreso le informan que el ejército prusiano se dividió en tres columnas: una huye hacia Lieja, hacia el este; otra ha tomado la carretera de Namur, hacia el sur; y la otra, la mayor parte, marcha hacia Wavre, hacia el oeste. Hacia Waterloo.
Y llueve.
A las diez de la noche, al galope, Grouchy le envía un mensajero a Napoleón con las noticias: una parte –importante- del ejército prusiano, marcha hacia él. Ese mensaje llega, y llega a tiempo. Pero Napoleón lo desestima. Son las dos de la madrugada cuando lo recibe. Para entonces él y su estado mayor han tomado una taberna del camino: La Belle Aliance, se llama. Allí establece su alto mando, y alrededor, por las colinas, acampa todo su ejército.
La lluvia no para.
Hoy no han combatido, el día no les dio tiempo, mañana será distinto.
Poco antes de la medianoche, el emperador recorre sus avanzadas recalentando con su ánimo el ánimo de sus tropas. Bajo la lluvia.  
Esa noche no duerme, no puede.
Siente que tiene a Wellington acorralado, y está exultante.
Sólo espera que parela lluvia, y que llegue la mañana.
¿Presentirá, de alguna forma, que es la última?...
Llueve.



(continuará)
* * *  



viernes, 19 de agosto de 2011

WATERLOO: CAPITULO TRES: LAS PEQUEÑAS PIEZAS DE LA DERROTA.





CAPITULO III


Las pequeñas piezas de la derrota



Por Daniel Ares


*

"Hacia el destino siempre".
Napoleón Bonaparte.


* * *

 
16 de junio, día 98



Un juego demasiado tonto



Precedido por la 16° División de Reserva de Pincton, y por las gaitas salvajes de los Highlander escoceses, temprano la mañana del día 16, Wellington y su estado mayor partieron de Bruselas rumbo al sur, hacia Quatrebras. A recorrer sus posiciones personalmente.
En Charleroi el emperador ya está en pie desde hace rato, a las seis dictó por fin las órdenes escritas que tanto espera Ney, en ellas le confirma lo conversado anoche… De cualquier forma, el mensajero no sale del cuartel general sino hasta dos horas más tarde; sólo que eso al emperador no se lo dicen ni le importa: él ya habló con Ney, ya le dijo lo que tiene que hacer. La orden escrita es apenas una formalidad. Cree. No le preocupa. Allí tiene otros problemas ahora mismo.
Recién a media mañana le informan qué es eso que avanza desde el este: es el ejército de Blücher entero.
Deberá atacarlo, evitar que lleguen hasta Wellington. El grueso de sus fuerzas irá contra ellos, decide. Ahora Ney no tendrá ningún apoyo. El emperador despacha la contraorden. Pero ese mensaje llegará hasta Ney recién a las cuatro de la tarde, para cuando la batalla de Quatrebras lleve ya dos horas de lucha. Muchísima sangre.
Engañado por las escaramuzas de Mont Saint Jean, Wellington había abierto sus líneas demasiado hacia el oeste; pero corregido anoche su desatino, ahora también se lleva hacia Quatrebras las tropas estacionadas en Nivelles. Para su suerte, ayer, la 2° División Belgo-Holandesa, al mando del barón Perponcher -muy inquieto al ver tantos franceses hacia el sur-, eligió desobedecerlo y se quedó estacionada en Quatrebras. Antes del mediodía, Wellington ya sabe que esas tropas son las de Ney. No sabe que espera sus órdenes escritas, pero ve que no se mueve, que sólo desayuna…
Y mientras Ney se alimenta, el duque reacomoda sus tropas. Para las dos de la tarde, los refuerzos anglo-aliados ya están todos dispuestos en Quatrebras. Justo entonces Ney ordena el ataque.
Baja la orden y el general Reilli despacha la 5° División al mando de Bachelu contra el 27° de Cazadores, que allí espera dispuesto en una línea de casi un kilómetro y medio a lo largo del camino. Detrás, al oeste de la carretera, se apuestan los otros batallones del príncipe de Orange, ocultos en el Bosque de Bossu, dispersos entre las colinas o camuflados entre los altos pastos de mediados de junio. Pronto unos y otros se encuentran cuerpo a cuerpo. Son las dos de la tarde del día 16. La batalla de Quatrebras ha comenzado.
Apenas una hora después, a las tres en punto, quince kilómetros al sudeste, el ala derecha del ejército francés, también entra en combate. Por orden directa del emperador, se lanza contra los 60 mil prusianos parapetados a lo largo del Ligny, un riacho fangoso que sube y baja entre las colinas y sus aldeas.
En toda la mañana ni el emperador ni sus oficiales oyeron un solo estruendo proveniente de Quatrebras. Entienden que Ney tomó ese cruce de caminos sin mayores desgastes, que recibió sus órdenes, y que ya viene hacia Ligny para envolver el ala derecha de los prusianos, según lo indicado en el último despacho...
Uno y otro esperan refuerzos del otro. El tonto juego de los mensajes tardíos recién ha comenzado. Pero ni Ney ni Napoleón tienen tiempo para juegos tontos. Aquí y  allá el enemigo espera.



Quatrebras,la no-victoria



En el cruce de caminos de Quatrebras, al oeste, hay una granja: Gemioncourt. Adentro esperan los belgas del 5° de Milicias; alrededor, sobre su huerto, se apuestan los fusileros del 27 de Cazadores, y detrás, entre los árboles del Bosque de Bossu, se oculta la infantería. Son las pocas tropas del general Perponcher, por el momento no tiene más que eso: unos 8000 hombres. Nada, si se lo compara con la fuerza francesa que se le viene encima.
A las dos de la tarde la 5° división de Bachelu avanza cubierta por una pantalla de tiradores, corren y caen, alcanzan las líneas enemigas, las rasgan y las penetran, desalojan o matan a los belgas, y toman la granja. En simultáneo, la división del príncipe Jerónimo Bonaparte se adentra en el Bosque de Bossu, y obliga a retroceder a la infantería aliada, que se dispersa y se deshace entre los árboles.
La división de lanceros de Piré sorprende y aplasta a un regimiento holandés de infantería ligera. La línea enemiga ha sido quebrada, Perponcher está acorralado. Los franceses se le echan encima. Son más y parecen mejores. El desastre es ya inevitable, cuando entonces llega el mismísimo Wellington al mando de la 5° división con ese proverbial oportunismo de las grandes caballerías.
Los generales Pack y Kempt abren sus brigadas sobre la carretera hacia Namur, al este del cruce; mientras al norte se apuesta la brigada de Hannover; más allá viene el príncipe de Orange con más refuerzos; y hacia Bossu surge el príncipe Federico Guillermo de Brunswick, recuperando el lado oeste el bosque ya casi desprotegido -perdido- por Perponcher. Y no.
Ney echa mano a su artillería, unos 40 cañones. Bombardea las posiciones aliadas, y apenas el humo se despeja, ve que los anglos se retiran y que se pierden por las colinas entre los bosques y los trigales. Se van. Wellington sabe que la artillería de Ney precede al combate como el rayo al trueno, y se repliega.
Los franceses reagrupan sus brigadas en cuatro columnas y se lanzan al contraataque. Cargan al grito de ¡Viva el Emperador!, y se estrellan contra la muralla de fuego de la mosquetería británica. Mueren de a montón, pero no se repliegan. Por suerte para ellos, sobre el flanco izquierdo, el príncipe Jerónimo rompe las líneas de Brunswick y le abre paso a la caballería de Piré, que a puro sable, ahora sí, aplasta cuanto pisa. El tan afamado príncipe Federico Guillermo, duque de Brunswick, allí deja el combate decapitado por un soldado desconocido.
Son las 4 de la tarde, y  Ney, recién entonces, recibe la orden que Napoleón despachó hacia el mediodía: marchar hacia el norte para envolver el ala derecha prusiana. No entiende. Aún tiembla en sus manos el despacho recibido al mediodía confirmándole las órdenes de ayer: atacar a los ingleses… tendría el apoyo de la reserva
Inmerso en su propia batalla, solo ahora, Ney entiende que debe actuar con rapidez. Los caballeros de Piré siguen su avance contra el centro aliado, ya casi están encima del cruce de caminos, el mismo Wellington debe ponerse a salvo, y retrocede a caballo sobre sus propias filas… Ney decide enviar el I° Cuerpo al mando de D’Erlon que viene por la carretera, y asestar así el golpe final a los aliados… Pero no, D’Erlon ya no está donde él lo cree. Poco antes Napoleón le ordenó marchar hacia Ligny con todas sus tropas a enfrentar a los prusianos; sólo que, para ganar tiempo, el edecán enviado por Bonaparte se dirigió directamente a D’Erlon, y nadie después recordó informarle nada a Ney… La máquina parece intacta, sí, pero algunos resortes, algunas poleas, una que otra roldana -piezas menores-, empiezan a fallar, y la resienten.
Ney enfurece. Le envía la orden –la contraorden-, a D’Erlon, para que vuelva, y D’Erlon la recibe a punto de alcanzar el flanco derecho prusiano. Y obedece, da la vuelta. El I° Cuerpo francés emprende el regreso, deshace el camino que acaba de hacer, va y viene, 34  mil hombres de Quatrebras a Ligny, de Ligny a Quatrebras, de orden en contraorden, y así toda la tarde, tejiendo morosamente ese extraño arabesco de la historia que tan caro pagarán después.
A las cinco de la tarde Ney recibe otro urgente, ya enérgico, desesperado mensaje de Bonaparte, que le repite lo dicho: ¡debe ir hacia el norte y envolver el ala derecha de Blücher!... Pero tan luego en ese momento es el ala derecha de Ney  el que se ve envuelto por un sorpresivo contraataque de Wellington. No es Blücher su problema.
Para su suerte, desde el sur avanza -llega ya- el III° Cuerpo de caballería del general Kellermann. Sin esperar a que complete su formación, Ney, cada vez más nervioso, le ordena atacar a fondo contra los aliados. Kellermann intenta disuadirlo, le explica que sus fuerzas aún no están completas, que allí apenas tiene una parte de la XI° División, y el 8º y 11º de coraceros del general Guiton: que el resto viene en camino, y... Ney le promete que tendrá todo el apoyo de la caballería ligera, pero confirma la orden: ataquen. El general Kellerman cree en su promesa porque no sabe que la caballería que le promete Ney, no son sino los lanceros de Piré, el 5º y 6º de Wathiez, y el 1º y 6º de cazadores: hombres que han combatido toda la tarde, y que ahora están muertos o heridos los que no están exhaustos… Y tampoco saben -ni Kellerman ni Ney-, que mientras tanto Wellington recibe hora tras hora más tropas de refresco. No saben nada.
Ney confirma la orden.
Atacan.
Los 750 coraceros de Guiton cargan al galope, sable en alto, grito en cuello, ¡Viva el emperador!, furibundos, poseídos. Enfrente, quietos, impávidos, agrupados en cuadros, esperan el 42º y el 92º de escoceses, y el 69° y el 33° de infantería erizados por sus bayonetas… Pero los jinetes franceses no son famosos porque sí, chocan y rompen como una tromba las líneas enemigas, desbandan, aplastan, espantan; los aliados se retiran, huyen hacia el bosque… donde se reagrupan y vuelven. Van y vienen, chocan y se desangran. Pero al cabo, sin el suficiente apoyo de la infantería y la artillería, los coraceros de Kellermann son superados en número, y ahora son ellos los que se repliegan. Todos se repliegan.
Ney advierte el cansancio de sus hombres, y lo entiende: son las siete de  la tarde, llevan más de cinco horas de batalla entre los árboles, entre los altos pastos y las colinas, y ni un pelotón de recambio. No puede pedirles mucho más si no descansan. Cede terreno. Wellington huye, Ney se repliega. Retrocede hasta sus posiciones originales, y vuelve a acampar entre Groseilles y Frasnes. La batalla de Quatrebras ha terminado. Técnicamente, podría decirse, acaba en tablas. Pero al caer la noche, sobre ese cruce de caminos, hay ocho mil quinientos muertos. Cuatro mil son franceses, los otros aliados.
Ney se consuela: no tomó el cruce de caminos, pero obligó a Wellington a retroceder, y además le impidió unirse con Blücher en Ligny. Algo es algo, se dice o se conforma. Ignora que Wellington no se retira. Nada más los arrastra. Ahí su calma.

Ligny, el matadero




En tanto ese día, en Ligny, el emperador tuvo una suerte parecida: él también consiguió una victoria con la que no ganó nada.
Blücher había desplegado 84 mil hombres a lo largo de 12 kilómetros de ese riachuelo de barro, ocupando cada una sus aldeas hasta Saint Armand -hacia el norte-, y reforzando con su artillería los cuatro puentes que lo cruzaban. En el pueblo de Ligny, plantó su bastión central. Pero una vez más la velocidad de Bonaparte lo va a sorprender.
El plan de Napoleón lleva la simpleza que distingue al genio: hostigará el ala izquierda de Blücher mientras ataca su centro a la espera de Ney, que pronto caerá sobre el flanco derecho enemigo, asegurándole una rápida victoria. Así de simple, así de genial, y así de contundente. Sólo había que obedecerlo.
Pero a esa hora Ney, aún en Quatrebras, cumple órdenes viejas, carga contra los belgas, se defiende de sus arcabuces, de sus mosquetes, de sus bayonetas… mientras espera esos mismos refuerzos que no sabe que ahora ya se desangran sobre el Ligny.
A las tres en punto de la tarde, un mínimo gesto del emperador, desató el infierno sobre el río.
78 mil hombres y 260 cañones descargan su ira a un mismo tiempo contra las defensas prusianas. La artillería bombardea las primeras líneas, pero alcanza también las tropas apostadas por Blücher sobre las colinas desprotegidas. Desprotegidas las colinas, y desprotegidas las tropas. Imparables pelotones de franceses, de pecho contra las balas –imposibles de matar todos juntos-, ocupan los puentes, los toman, y se meten en las aldeas multiplicados por la furia. Ya la batalla es cuerpo a cuerpo. Nadie da tregua ni la pide. No hay heridos ni prisioneros: todos son asesinados. La aldea de Ligny, el bastión central de los prusianos, cae, sí, pero al cabo de cinco asaltos de la infantería francesa, que allí pierde el 60 por ciento de sus hombres. De los prusianos ya no queda ninguno. Un matadero.
En Saint Armand la sanguinaria ecuación es parecida. Sin embargo, hacia las cuatro de la tarde, mientras en Quatrebras Wellington llegaba con sus refuerzos para socorrer a Perponcher y complicar a Ney; allí, en Ligny, Blücher está perdido. El centro de sus fuerzas ha sido diezmado, y su ala izquierda, hacia el sur, retrocede acorralada.
De éste lado del río, desde la altura de una colina, Bonaparte contempla la batalla y decide sellar esa victoria ordenando el avance de la Guardia Imperial,
La Garde, su cuerpo de elite.
Para eso le había ordenado a D’Erlon que marchase sobre el flanco derecho prusiano. Ahora la Guardia atacará el centro, y el ejército de Blücher quedará, literalmente, partido al medio. Así de simple, de genial. Sólo había que cumplir sus órdenes.
Pero no. D’Erlon se confundió, leyó mal, simplemente. Allí donde sus órdenes decían Wagnée, él leyó Wagnelée, que es otra aldea, más hacia al norte de aquella sobre la cual marcha ahora... Se confundió, simplemente. La caligrafía, quizás, la ortografía… esas pequeñas piezas, esos resortes (¿El Destino? ¿Su mítica estrella que se apaga?)… El caso es que mientras el emperador espera a D’Erlón, Blücher recompone su frente.
Y las cuatro, y las cinco, y Ney que tampoco viene, que ya no vendrá; cuando allí, por fin, aunque acaso demasiado hacia el oeste, aparece una columna de hombres que primero confunden con más prusianos, pero que pronto comprenden que es D’Erlon, muy a lo lejos todavía, aunque oportuno aún…
Y no, no: D’Erlon da la media vuelta y se aleja, se va. Ni Napoleón ni sus mariscales se explican qué ocurre. No saben –no pueden saber- que es allí cuando D’Erlon recibe la contraorden de Ney para que se vuelva a Quatrebras; mientras en Quatrebras, en ese momento, Ney recibe la orden de Napoleón de atacar el frente norte prusiano, y... ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién juega con todo? ¿Son nada más que piezas menores las que fallan, o hay algo más?... Ese Algo-más-que-un-ejército que hace falta  para vencerlo…
Pero todavía es El Invicto. A las seis de la tarde, su Joven Guardia ataca Saint Armand, expulsa a los prusianos, y detrás la artillería descarga un bombardeo tras otro hasta romper el centro de Blücher, y detrás aún, como irreales entre la humareda, surgen los seis mil  veteranos de la Vieja Guardia, apoyados por los coraceros del IV° Cuerpo al mando de Milhaud. Arrasan.
Allí puede ver el emperador una vez más su afinada máquina de matar en plena forma. El enemigo huye, muere, o ya murió. Los heridos por la artillería, son rematados por la infantería. La Vieja Guardia masacra a los resistentes, y los coraceros persiguen a los que escapan y los matan también. Arrasan.
Perdidos, diezmados no sólo por las bajas, sino -y sobre todo- por las deserciones; hacia las ocho de la noche, sin embargo, los últimos prusianos intentan un último contraataque.
Montado sobre su propia leyenda, inflamado por el odio y el alcohol, el propio Blücher encabeza la carga; y en una escena que se graba en la historia, cae herido bajo su propio caballo, cuando uno de sus oficiales lo rescata, y lo devuelve a su retaguardia, inmortal entre las balas. Así salva su vida y ya es leyenda, pero su ejército debe retirarse, escapar, huir ¿Es de verdad invencible Napoleón? Blücher, herido y ebrio, aún cree que no.
El día y la batalla se terminan. Un silencio mortal sofoca las dos márgenes del río. Protegidos por la noche, derrotados, los prusianos que restan se retiran hacia el este, hacia Lieja. La carretera de Namur ya fue tomada por los franceses. El frente y los dos flancos del ejército prusiano, quedaron casi por completo destruidos. Pero su fuerza principal aún está intacta. Eligen Wavre como primera etapa de la retirada, una aldea hacia el norte. Desde allí aún tienen una última oportunidad de unirse a Wellington. Cree Blücher.
En Ligny, en tanto, el emperador ya entiende lo que pasó con Ney y con D’Erlon esa tarde: las órdenes se retrasaron, simplemente. Pero no se pregunta por qué, no indaga más. Está cansado, y no se siente bien. Su mariscal Grouchy le recuerda la conveniencia de perseguir a los prusianos en su retirada, y terminar con ellos. Pero él dice que no hay nada que perseguir, que el ejército prusiano ya no existe, que no son más que unos cuantos hombres muertos de miedo que correrán espantados hasta que algún mar los detenga. Grouchy insiste, pero él prefiere irse a dormir. Ha sido una batalla muy dura, y está cansado. Supone que Ney ya tomó Quatrebrás, que mañana ocupará Bruselas, que todo esto terminará muy pronto, y que por fin habrá paz alguna vez.
En algún lugar, aún cerca de Quatrebras, esa medianoche, mientras moviliza su ejército hacia el norte, bajo una tienda de campaña, Wellington reúne a su estado mayor, y marca un punto sobre el mapa: “aquí voy a esperarlo”, dicen que dijo y que señaló esa aldea: Waterloo.



(continuará)
* * *

miércoles, 10 de agosto de 2011

WATERLOO: CAPITULO DOS: LA BATALLA DE LAS BATALLA



CAPITULO II


La batalla de las batallas


Por Daniel Ares
 *
"Fuera de la guerra, Blücher y Wellington
no tienen dos ideas en la cabeza".
Napoleón Bonaparte

* * *

15 de junio, día 97

Dos contra uno


Sir Arthur Wesllesley, duque de Wellington


Las urgidas decisiones que toman los congresales de Viena a mediados de abril, para fines de mayo ya cubren de ejércitos las colinas de Flandes en marcha hacia Francia.
Desde el noroeste bajan 78 mil hombres al mando del mariscal sir Arthur Wellesley, duque de Wellington; y por el este avanza el príncipe Blücher con 110 mil hombres. La enorme estatura militar de estos dos mariscales, suman entre ambas la del inmenso enemigo que ahora debían enfrentar: por fin Bonaparte.
Los dos, Blücher y Wellington, habían participado en distintos enfrentamientos contra los ejércitos napoleónicos, pero nunca contra él. Wellington lo admiraba, Blücher lo odiaba. Los dos tenían motivos muy personales para vencerlo.
Aquél año de 1815, el mariscal de campo sir Arthur Wellesley, el duque de Wellington, tenía la misma edad de Napoleón: 46 años. Y al igual que su adversario, él también había destacado muy joven en la carrera militar, en 1797, aunque no en Europa, sino en la India, muy lejos de la Italia que mientras tanto conquistaba Bonaparte. Y también Wellington, al igual que Napoleón, luego de algunas victorias militares, se había interesado en la política.
Pero más allá de estas gruesas analogías, comparar al uno como el otro era comparar el agua con el cuarzo. Mientras Napoleón, plebeyo y sin embargo único, era carismático, brillante por naturaleza, temperamental, y por lo tanto inestable; Wellington, aristócrata de cuna, flemático por herencia y formación, frío aunque cortés, soberbio pero sobrio, era más bien analítico, algo cínico, aunque siempre racional.
En 1805, ya con el grado de general -y no pocas medallas ganadas en combate-, sir Arthur Wellesley había vuelto a Inglaterra, incursionó en la política, y hasta fue elegido miembro del parlamento… Pero eran tiempos difíciles. El bloqueo continental impuesto por Bonaparte, estrangulaba la economía británica hasta el filo mismo del abismo financiero, y entonces las únicas alternativas del viejo imperio, eran obedecerlo o vencerlo. El duque de Wellington volvió al combate.
En 1808 le confieren el mando de las tropas británicas enviadas a Portugal. Desde allí y con ellas, dará apoyo a la insurrección española que intenta expulsar al invasor francés de la península. Muchos mariscales de Napoleón sabrán recién entonces quién es el duque de Wellington, y de lo que es capaz. Una estela de espanto marca la furia de su marcha. En España perfecciona su personal estrategia ya experimentada en la India: devastar a su paso cuanto deja detrás.
Un rosario de victorias decisivas talla el mármol de su fama. Talavera de la Reina, Ciudad de Rodrigo, La Coruña, Badajoz, y al cabo Arapiles, el 22 de julio de 1812, la batalla que le abre el camino a Madrid, a donde también llega, la toma y sigue, mientras las tropas francesas le dan la espalda y escapan. En 1813 vence en Vitoria y entra en Toulouse, donde vence también. En 1814 ya no quedan ejércitos napoleónicos al sur de los Pirineos, y ya hay una nueva leyenda entre las tropas inglesas: Wellington, el duque de hierro.
Al año siguiente participa del Congreso de Viena como representante de Inglaterra, y allí está cuando se entera: Napoleón escapó de Elba. No hay tiempo que perder. Conducirá los ejércitos angloholandeses que se aprestan sobre Bélgica para marchar contra Francia. A principios de junio, con 80 mil hombres bajo su mando directo, el duque de Wellington ya está en Bruselas y ya sabe que Blücher avanza desde el este encendido por su odio.




 
El príncipe del odio

Gebhard Leberecht von Blücher


Gebhard Leberecht von Blücher, príncipe de Wahlstadt, mariscal de campo, tiene, en 1815, 72 años, y nunca jamás ha dejado la bebida, ni su afición al juego y las mujeres, ni su costumbre de húsar de encabezar personalmente la marcha de sus tropas.
Enfrentó ya a los ejércitos napoleónicos en  Jena y en Autestadt. Las dos veces fue tomado prisionero, y las dos veces juró vengarse. Ahora quiere ahorcar a Napoleón con sus propias manos. Sus hombres lo veneran. Lo seguirían hasta más allá de la muerte, y nada importa la derrota porque así es Prusia y así son los prusianos…
Sin embargo no son muchos sus buenos soldados, y la mayoría de ellos está mal equipada, no tiene disciplina, y carece de experiencia. Muchos otros ni siquiera son prusianos, ni siquiera son voluntarios, son mercenarios profesionales o reservistas obligados de los ejércitos mil veces vencidos de todos esos estados deshechos por dos décadas de guerra. Pero ni muchos ni buenos, Blücher los enciende a todos de un patriotismo delirante que sólo el combate podrá calmar en ellos.
Divididos en cuatro cuerpos, avanzan extendidos en arco por el este y el sudeste de Bélgica, cubriendo una vasta zona desde Charleroi a Wavre. Corre junio y aspiran a reagruparse hacia el norte con las tropas anglo-aliadas del duque de Wellington. Si lo consiguen, saben, conformarán entre los dos ejércitos la sola muralla de acero y furia contra la cual reventará Bonaparte.
Mientras tanto, en Bruselas, entre nobles y diplomáticos y grandes fiestas fastuosas, el duque de Wellington se jacta cínicamente de comandar “el más infame de los ejércitos aliados”.
Y exagera poco.
Sus  babilónicas tropas se cocían y descosían en peleas intestinas entre británicos, alemanes, austriacos, suecos, escoceses, holandeses,  belgas, brunswickianos y hanoverianos y…. Él mismo, Wellington, era irlandés. Sus mejores oficiales y divisiones, aquellos y aquellas que había comandado en los grandes días de España, ahora peleaban en Norteamérica en defensa del Imperio Británico contra las guerrillas nacionalistas, o peleaban en Sudamérica a favor de las guerrillas nacionalistas contra el Imperio Español. El caso es que ahí, ahora, sobre las barrosas colinas de Bélgica, todo lo que tenía era lo que le daban. Tropas acaso bien entrenadas, pero muchas de ellas sin experiencia en combate, y otras que no peleaban desde hacía demasiado tiempo.
Allí tiene el célebre 2° Regimiento de Dragones Reales, que no entra en combate desde 1801, y que sin embargo ahora representa la fuerza clave de sus fuerzas. Para su suerte cuenta además con el apoyo de los Highlanders escoceses, “las damas del infierno”, como se hacían llamar, extraños guerreros ataviados con polleras y que caían sobre sus enemigos entre gritos de histeria y el chillido de sus gaitas… y también La Legión Real Alemana, un cuerpo de elite vestido de gala, entrenado en Inglaterra, probado en el fuego, y con el raro distingo de ser el único de todos los cuerpos donde el rango se obtenía por méritos militares, y no financieros … distintos son los hannoverianos, ni voluntarios ni profesionales, mercenarios sin ganas reclutados contra su voluntad… Pero acaso su mayor preocupación son los belga-holandeses: el 35 por ciento de las tropas bajo su mando. No hace mucho eran aliados de Francia, y toda Europa sabía que en los Países Bajos aún se hallaban grandes bolsones bonapartistas… si hasta llevaban uniformes idénticos a los franceses; y encima su comandante, el joven príncipe de Orange –temerario más que valiente, y vanidoso hasta la inconsciencia-, recién había cumplido 22 años y por primera vez  entraría en combate…
¿Qué puede esperar de todos ellos?
“Mucho”, se dice. Sólo debe reagruparlos, organizarlos. Ahora, así como están, desplegadas en un cuerpo de caballería, dos cuerpos principales de infantería, y una reserva; sus fuerzas se extendían demasiado hacia el oeste entre la carretera de Bruselas y los puertos del Canal. Sólo hay que reagruparlos. Confía en sus tropas, o en sí mismo, o en su suerte. O en la suerte que al cabo –quizá piense- merecen los tiranos.
La noche del 15 de junio la condesa de Richmond organiza un baile de gala en su palacio de Bruselas. Por supuesto el noble mariscal de campo, sir Athrur Wellesley, duque de Wellington, acepta su especial invitación. Confiado. Seguro. Pronto habrán tomado París otra vez. Sabe que Blücher ya viene a su encuentro. Ignora que Napoleón también. Ahí su calma.
Pero el dedo de dios en las tinieblas, el rayo de la guerra, el intruso, el monstruo, como quieran llamarlo, está de nuevo en marcha. En realidad no se detuvo nunca desde que hace tres meses y medio pisara las playas de Cannes. Apenas sí se demoró algunas semanas en París para retomar el trono de Francia y reorganizar su ejército; y esa medianoche del 14 de junio ya cruza la frontera belga y ya pisa otra vez una tierra que no es suya, pero como si otra vez toda la Tierra fuera suya. Los Cien Días más célebres de la historia están a punto de culminar. Faltan sólo tres. Marchan.


El espectro imperial



Son 128 mil hombres. L’Armée du Nord. Todos franceses. Veteranos y novatos. Los une un solo grito: ¡Viva el Emperador! Algunos recuerdan, otros no saben. Casi todos ellos fueron reclutados por él, por un solo hombre. Por su gloria, por su causa, o por su leyenda, por su solo nombre… Pero ni él es aquél, ni sus hombres aquellos. Los meses de paz de los días de Elba, la ocupación extranjera y la monarquía vana, habían debilitado su ejército, flexibilizado su sistema de reclutamiento, y percudido por lo tanto su eficacia. Tanto era así que su nueva Guardia Imperial debió nutrirse de los veteranos extraídos de
las tropas de línea; y de los 120 mil hombres que había tenido alguna vez, ahora sólo llevaba 25 mil.
En el resto del ejército las cosas no eran muy distintas, y sin embargo… El 1 de junio Bonaparte había convocado a una revista colosal para repartir sus águilas entre nuevos y viejos oficiales al cabo de una arenga previsible, “dicha sin mucho entusiasmo”, según apuntó uno de sus oficiales presentes; pero acogida por sus hombres como un espíritu santo. Algunos recordaban, otros creían…
Los veteranos contagiaban a los jóvenes reclutas, y los jóvenes reclutas eran tan jóvenes, que casi todos ellos querían ser héroes. Sólo sus mariscales más cercanos de siempre, los que mejor lo conocían, desconfiaban de pronto de ese espectro revivido que parecía ser el mismo, y no. Las viejas enfermedades, las infinitas campañas, tanto horror asistido en veinte años de masacres, el ejercicio del poder, la traición, Elba, el encierro, la brutalidad de un enemigo que no puede comprenderlo, que una vez y otra vez le impone la guerra cuando él ofrece la paz.... Tiene 46 años, pero acaso haya vivido demasiado. ¿Vale la pena?, pareciera que se pregunta mientras marcha callado bajo la noche. Lleva 130 mil hombres otra vez a la batalla. Otra vez.
Y otra vez confía en ellos. Puede que no estén debidamente equipados, debidamente adiestrados, y que ya no sean tantos, es posible… pero allí el que no tiene experiencia tiene juventud, y todos tienen valor. Se dirá después que “nunca antes había contado Napoleón con una herramienta tan poderosa, y tan delicada”:
Y además está él. Acaso ya no tan joven, más enfermo y más cansado; pero aún es el mejor estratega del mundo, y vuelve de un encierro que no va a perdonarles. Sabe lo que quiere, y sabe que puede conseguirlo. Sólo basta con que una vez más se haga lo que él ordena.
Cruzan el río Sambre en las primeras horas del 15 de junio. Repelen esa embestida prusiana cuyo único efecto es devolverle mil recuerdos en el perfume de la pólvora. Ya está en Bélgica, por el camino hacia Bruselas. Sabe que en adelante no encontrará más que enemigos, y que lo duplican en número. Pero él tiene un plan. Otra vez.
Partirlos al medio, tal es su plan. Si logra evitar que las fuerzas de Blücher y de Wellington se reagrupen hacia el norte, más temprano que tarde la victoria será suya. Unidos pueden vencerlo, separados no. Avanza en cuña entre los dos aliados. Nadie nunca discutirá la exactitud de esa estrategia. Algo más que un ejército hará falta allí para ganarle.


Abrir para desgarrar



Charleroi es el nombre de la primera ciudad que ocupan las tropas francesas apenas cruzan la frontera belga a las tres de la mañana del 15 de junio. Ahí nomás rechazan el ataque de 32 mil prusianos al mando del general Zeiten. Es una maniobra limpia, rápida, efectiva, digna de sus mejores tiempos. Un buen principio. A las tres y media de la madrugada, se le une el mariscal Michel Ney al mando del I° y II° Cuerpo de infantería, y de un regimiento de caballería.  Napoleón lo recibe entusiasmado y le confía el ala izquierda de su ejército. Todo va bien.
Con el objetivo siempre de abrir hasta desgarrar las líneas enemigas, por la tarde Napoleón ordena un falso un ataque sobre Mont Saint Jean, hacia el sudoeste de Bruselas. Wellington, sorprendido, confundido, reacomoda su ejército, abre más sus líneas, y se distancia de Blücher. Todo va bien, observa el emperador, y despliega sus tropas.
Mientras su ala izquierda avanza por la carretera de Bruselas hacia el crítico cruce de caminos de Quatrebras, el ala derecha se mueve hacia el este, hacia Namur. El ala derecha lo forman el III° Cuerpo y un cuerpo de caballería, y los comanda el mariscall Emanuel de Grouchy.
Emmanuel de Grouchy es un buen oficial del arma de caballería, aunque no tiene demasiada experiencia en el mando de grandes cuerpos. Ya le hubiese gustado contar allí, como ayer, con Murat, el mariscal Joaquín Murat, cuñado suyo y el mejor jefe de caballería que haya vivo en Europa… Pero Murat es otro de los que no quiso acompañarlo esta vez…
Los dos cuerpos restantes, el IV° y la Guardia Imperial, quedan bajo el mando directo del emperador en el centro de la retaguardia, en Fleures, en el vértice sur de un triángulo que forma con sus dos alas, listo para caer por la mañana sobre el primer enemigo que se atreva a acercarse.
Pero el punto del camino donde según todos sus cálculos habrían de encontrarse antes o después los dos ejércitos aliados, era Quatrebras. Le confía la misión a Ney, le dice que tendrá el apoyo de la reserva, que tome ese cruce, y que empuje al enemigo por la ruta hacia Bruselas. “Si procedéis vigorosamente, el ejército prusiano está perdido. No olvidéis que la suerte de Francia está en vuestras manos”, le dice al despedirlo.
Son las tres de la tarde. Quatrebras queda a sólo dos horas de camino. A Ney le sobran tiempo y tropas; sin embargo, ciento noventa años después, reconstruida tantas veces la campaña, aún hoy no se entiende en qué perdió Ney las últimas horas de luz que le quedaban al día.
Algunos autores dicen que se demora al norte de Grosselies, a esperar los 20 mil hombres que avanzan desde el sur al mando de D’Erlon; otros sugieren que optó por dejar la batalla para el día siguiente porque ya era tarde; otros que tuvo miedo... Por lo que fuera que fue, lo cierto es que Ney llega -se acerca- a Quatrebras recién a las siete de la tarde: a su izquierda cae el sol, y hacia su frente destellan como fuego los aceros del enemigo. Su posición ya fue tomada. Son sólo cuatro mil jinetes  belga-holandeses de Nassau… pero Ney no lo sabe. Él cree que es el ejército de Wellington completo.
Prudente o temeroso, despacha una avanzada de apenas dos mil hombres: la caballería de Lefebvre. Al llegar a Frasnes, son reprimidos por el fuego granado de la artillería aliada, que a un mismo tiempo ataca y se retira, no avanza, vuelve hacia Quatrebras. Ney consigue tomar Frasnes y otra vez envía a la caballería, pero otra vez el fuego de las tropas de Nassau, ahora invisibles entre los maizales, repentinas, rabiosas, la repelen. A las ocho de la noche ya no se ve nada. Ney detiene su marcha y ordena acampar. Atacarán mañana, decide y no avisa.
Sin noticias de Ney, Napoleón cree que todo va bien, y por la noche retrocede a descansar hasta su cuartel general en Charleroi. Aún no sabe que el ejército prusiano entero se concentra hacia el noreste, sobre su flanco derecho; y tampoco sabe que en Bruselas, a esa hora, en el palacio de la condesa de Richmond, en plena gala, un mensajero le avisa a Wellington que el ataque por la tarde a Mont Saint Jean, no fue más que una farsa: Napoleón avanza directamente hacia el corazón de sus líneas. Mientras Ney duerme en Frasnes, y Bonaparte en Charleroi, Wellington manda concentrar todo su ejército en Quatrebras.
Exhausto y confiado, el emperador esa noche no despachó órdenes escritas. Por lo general dictaba sus directivas a las dos de la mañana, para que así llegaran con tiempo hasta todas sus líneas antes de cada amanecer. Pero esa noche, sin embargo, no lo creyó necesario. Por la tarde había hablado con Ney, y había sido muy claro: el ataque principal del día 16, sería contra los ingleses, y Ney recibiría el apoyo de la reserva para sus dos cuerpos de ejército. No creyó necesario dictar más nada. Se fue a dormir. 
Ese día Ney contaba con 25 mil hombres de infantería, 3 mil caballeros, 60 piezas de artillería, 20 mil hombres del cuerpo de D’Erlon que ya llegaban desde el sur, más el IV° Cuerpo completo. Enfrente, en cambio, el enemigo sólo tenía ocho mil hombres, 16 piezas de artillería, y el apoyo de 50 húsares. Hubiese sido muy fácil, ése día... Pero Ney optó por esperar sus órdenes escritas. La máquina militar de Napoleón, parecía funcionar como siempre. Sin embargo por dentro algunas piezas menores empezaban a fallar.



(continuará)

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