El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


lunes, 5 de septiembre de 2011

WATERLOO: CAPITULO CINCO: LA GEOMETRÍA DE UN TIFÓN.


CAPITULO V


La geometría de un tifón


Por Daniel Ares

*


"Nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error".
Napoleón Bonaparte.

* * *

18 de junio, día 100


Las colinas de junio




Y la mañana llega y la lluvia sigue. El sol no vuelve, pero al menos la primera claridad permite verlo todo  mejor.
Quince kilómetros al sur de Bruselas, está situada la pequeña aldea de Waterloo, sobre la meseta del monte Saint Jean, y entre los árboles.
En 1815, toda esa región era conocida aún como “la llanura de Mont Saint Jean”, aunque en realidad no se trate de una llanura sino de un vasto paisaje de ondulaciones y colinas entre las cuales aparecen y desaparecen algunos bosques y algunos pequeños pueblitos con sus tejados a dos aguas y los altos campanarios de sus iglesias elevándose por encima de todo. Desde la cresta del Saint Jean, hacia el sur, el paisaje desciende en una especie de valle hasta las elevaciones de una colina en cuyos altos destaca esa taberna: La Belle Alliance.
Parado allí -donde está ahora-, mirando hacia el norte, Napoleón ve un juego de pliegues y repliegues sucesivos que se cubren unos tras otros mientras suben el Saint Jean. Arriba, en la cumbre, hay un bosque, aún difuso entre la lluvia. Imagina sin error que allí está Wellington ahora, y que él también lo está mirando.
Si gira apenas hacia la izquierda su catalejo, el emperador ve un inmenso castillo: Le Chateau de Hougomont. Ya sabe que a esa hora debe estar lleno de ingleses, pero no le importa, sonríe. Desde el principio de la campaña nadie lo ha visto tan contento. Desde un punto de vista militar, se supone, Wellington, allí en lo alto, logró la posición más fuerte. Pero el emperador está exultante: siente que lo tiene acorralado. Le basta con ver lo que ve.
A su derecha, ahí nomás, se despliegan las tropas de D’Erlón, el I° Cuerpo, enteras y frescas, ansiosas desde ayer por entrar en combate, por demostrar su valor. Ocupan el camino de Bruselas desde la granja de Papelotte hasta casi las puertas de la granja Haye Sainte, por ahora en manos de los ingleses.
Detrás, cerrando la línea hacia el este, tiene los lanceros de Jacquinot, y a espaldas del I° Cuerpo, está el IV° Cuerpo de Caballería de Milhaud, ocho regimientos de coraceros.
Al oeste de la carretera, desplegó la gran batería de 84 cañones, su pistola de mano.
Detrás del centro francés, apostó el VI° Cuerpo de infantería de Lobau y a Kellerman con el III° de Caballería; y en el extremo oeste de su ala derecha, sedientas de sangre inglesa, se agazapan la 6° División de su hermano el príncipe Jerónimo con los caballeros de Piré más la infantería de Foy ya casi envolviendo el castillo de Hougomont.
Y a su alrededor mantiene los 25 mil granaderos de su Guardia Imperial.
Total: 128 mil hombres y 366 piezas de artillería. Cómo no estar de buen humor si tiene a Wellington acorralado, su ejército encendido, y un plan infalible. Y el desayuno ya está listo. Sus mariscales lo esperan. Está exultante.
Sin embargo el general Reilli, que ha combatido contra Wellington en España, allí se permite sugerir que la infantería británica es casi inexpugnable a los ataques frontales, que sería preferible la maniobra; y a su lado, para colmo, a su jefe de estado mayor, el general Soult, se le ocurre que tal vez los 30 mil hombres de Grouchy no estarían de más como refuerzos...
El emperador golpeó la mesa con los puños:
-- Creéis que Wellington tiene que ser un gran general por el simple hecho de haberos vencido. Pero yo os digo que es un mal general, que los británicos no son buenos soldados, y que todo este asunto no será más complicado que un desayuno.
Sus mariscales lo miran, se interrogan sin hablar ¿Desde cuándo subestima al enemigo? ¿Por qué hoy esta euforia, y apenas ayer aquella depresión? ¿Y por qué desprecia los informes de Grouchy, y luego sus refuerzos?... ¿Y por qué ya no los oye?...
Porque tiene un plan. Un plan simple otra vez; y otra vez genial. Eso ningún entendido  jamás lo discutió.
Por empezar descargará entero el I° Cuerpo de D’Erlon contra el centro de las posiciones inglesas, y al mismo tiempo, en una maniobra de distracción, lanzará las divisiones de Jerónimo sobre el castillo de Hougomont. Sólo por engañarlos.
Luego el II° Cuerpo atacará el centro aliado detrás del I°. Será fácil. Golpeará y golpeará. Tal era siempre su estrategia madre: lastimar, romper, gastar, herir, erosionar hasta pulverizar al enemigo.
Por lo demás, los prusianos no lo inquietan. Después de la masacre de Ligny -y ahora, con más de 30 mil franceses mordiéndole los talones-, poco podría hacer Blücher por socorrer a Wellington. Le preocupa, más, la lluvia, que sigue sin parar, y que entierra su artillería... Espera el sol (¿el de Austerlitz?, ¿el de Italia? ¿el de Marengo?), así la tierra seca un poco y puede mover mejor sus piezas …
Pero el sol no sale, se retrasa. ¿Se empantana también?
Del otro lado del valle, efectivamente, Wellington eligió los altos de la meseta del Saint Jean para establecer su cuartel general; y alrededor, entre las colinas, entre los bosques y los altos pastos, oculta su ejército.
Justo delante de él se abre en abanico su ala derecha completa. Hacia el oeste, lord Hill y su II° Cuerpo, las divisiones de Halkett, Mitchell y Adam; y hacia el este, el II° Cuerpo al mando del príncipe de Orange, la 2° y 3° División belgo-holandesa: Cooke, Alten, Perponcher… Más allá -aún sobre la meseta de Saint Jean, y a lo largo del camino hacia Ohain-, se despliega su ala izquierda: Kemp, Pack, la caballería de lord Uxbridge. Es su flanco más débil, lo sabe. Pero es por allí, supone -espera (y ora)-, por donde llegará Blücher con sus refuerzos en algún momento. A su alrededor, queda el cuerpo de Reserva bajo su mando directo, y detrás, al pie del bosque y entre los árboles, deja para su retaguardia esa pequeña aldea ignota que se llama Waterloo. Por ella pelearán hasta el final.
Hacia las nueve de la mañana, bajo un cielo todavía negro, ya redoblan los tambores y chillan los clarines del ejército francés. Antes de las diez, todos los regimientos están formados. Cinco columnas escalonadas, las divisiones en dos líneas,  la artillería entre las brigadas, las bandas de música adelante. Una sola fiera de ciento treinta mil cabezas.
-- ¡Magnífico! –exclama desde la altura Bonaparte.
Pasa revista.
Desfilan ante él las baterías de D’Erlón, de Reilli y de Lobau. Ellas abrirán el fuego, ellas tomarán el monte Saint Jean. Las saluda. Sonríe. Los soldados lo vivan. Ven la victoria cuando lo ven.
Luego de observar personalmente el campo de batalla, y las posiciones visibles de Wellington; retrocede algunos kilómetros hacia el sur, hasta la granja de Rossomme, allí se instala, y desde allí, sobre una mesa de campaña al aire libre, define el plan de ataque.
Antes que nada despacha nuevas órdenes para Gouchy: que siga hacia Wavre, que persiga a los prusianos, no le hace falta en Waterloo. Luego, inmediatamente, como desinteresado o aburrido, para asombro callado de todo su estado mayor, delega la conducción personal de la batalla en su errático Ney. ¿Él tampoco hace falta en Waterloo?... ¿O ya no está, él, aquél, ahí? Sus oficiales se miran, se interrogan en silencio. Él sigue exultante.
Hacia las diez de la mañana, por fin para la lluvia y casi asoma el sol. La tierra empieza a secar, sus propias tropas asfaltan los caminos con maderas, centeno, forraje y paja; y los carros y los cañones avanzan aunque se hunden, pero avanzan. El final está por comenzar.



Una suerte de farsa



Un general de la artillería inglesa registró haber escuchado el primer cañonazo a las 11.35 de la mañana. Es correcto. A las 11.30 Bonaparte ordenó el asalto al castillo de Hougomont. No era el ataque principal, era tan sólo una maniobra destinada a inclinar hacia su derecha las fuerzas de Wellington, para así estirar –y desgarrar- su centro. Aquella farsa brava, sin embargo, acabó en una batalla aparte, duró toda la tarde, y en ella murieron más de tres mil hombres de todas las naciones. Así comenzó Waterloo, con dicho augurio de su ferocidad.
Hougomont es un castillo del siglo  XVI. Adentro hay una capilla, un gran huerto, varios jardines, y un patio central. Allí se acantonaron los ingleses, unos tres mil hombres, las cuatro compañías de los guardias de Cooke, los cazadores de Hannover, y un regimiento entero de Nassau.
Napoleón mandó contra ellos a su hermano Jerónimo, las divisiones de Foy, Guilleminot y Bachelú, el cuerpo de Reille, la brigada de Soye por el sur, y la de Bauduín por el norte. Trece mil hombres que sin embargo no pudieron con aquellos tres mil. Y lo que había comenzado como una sencilla maniobra de distracción, dos horas después era ya una masacre.
Los franceses penetraron el castillo, pero no consiguieron quedarse. Ametrallados desde los cuatro costados, arcabuceados desde arriba, desde abajo, por el frente y por los flancos, respondieron al fuego con fuego: trajeron paja, y lo incendiaron todo. Centenares de belga-holandeses ardieron ahí.
Hacia el fondo del patio, ya dentro del castillo, hay una puerta que da a un prado. Ahí mataron a Bauduín. La pelea por esa puerta, fue una rápida carnicería.
Sobre el ala izquierda del castillo, había una capilla; dentro de esa capilla, fue todavía peor. Los franceses la tomaron por algunos minutos, pero al ver que debían evacuarla, también la incendiaron.
El patio central tiene una puerta que da a un gran jardín. Seis tiradores franceses penetraron esa posición, pero adentro se encontraron con dos compañías hannoverianas. Las llamas iniciadas por sus propios camaradas, no los dejó salir, y enfrentaron el combate. Eran cincuenta contra seis, pero el último de esos seis tardó quince minutos en morir.
Desde ese gran jardín, bajando una breve escalera, se accede a un huerto que no tendrá más de un cuarto de hectárea. Apenas al entrar hay un seto, y el seto cubre una pared. La brigada de Soye irrumpió en ese huerto, se enfrentó al seto, y creyó que detrás del seto no había nada. Cuando se toparon con la pared a sus espaldas apareció la metralla de una batería aliada. En menos de una hora, allí murieron mil quinientos hombres. Pese a la doble sorpresa del muro por delante, y el enemigo detrás; los franceses sin embargo tomaron el huerto. Mientras por fuera lo bombardeaba Kellerman, adentro, cuerpo a cuerpo, la brigada Soye mataba a un regimiento entero de Nassau: 700 hombres cocinados en su propio pánico. Los generales Blackman y Duplat caen ahí.
En tanto por el lado sur del castillo, los batallones de Reilli se arrojan contra los muros, son rechazados y vuelven, y son rechazados y vuelven… El general Foy es herido en una de esas cargas, y ya hay cadáveres por todas partes. De la guardia inglesa no queda mucho. La mitad del I° Cuerpo francés, fue diezmada. Un regimiento de Nassau, y uno de Brunswick, ya no existen. Blackman, Bauduín, Duplat, Legros, y tres mil hombres degollados, mutilados, acuchillados, quemados. Así empezaba la batalla de Waterloo. Con esa suerte de farsa.


La geometría de un tifón




Pero el ataque principal no ha sido lanzado todavía, aunque ya está listo.
A la una de la tarde noventa cañones franceses apuntan sus bocas contra el centro exacto del frente enemigo.
La brigada Bylandt se ve en primera línea, servida.
A la una y media en punto disparan todos a la vez, y la rompen.
A la derecha, hacia el nordeste de la llanura, medio oculta entre colinas, hay una granja que han ocupado los ingleses: La Haye Sainte. Allí descarga Napoleón el primer mazazo de sus columnas. Cuatro divisiones de coraceros avanzan en forma escalonada para tomar la granja, y desde allí subir el monte y acabar con Wellington. Son 18 mil franceses. Tan sólo las dos columnas centrales llevan cada una 27 hileras de fondo por 200 hombres de frente. La geometría de un tifón.
En diagonal desde la izquierda, avanza la infantería francesa. La división de Quiot -formada por el 54° y 55° de infantería ligera, y el 28º y 105º de infantería de línea-, ataca la granja de La Haye Sainte, la acosa, entra, la penetra.
La infantería ligera de Allix, ya ocupa jardín y huerto.
Los holandeses comienzan a retirarse espantados por la furia francesa que se enciende y los incendia.
Lo alemanes de Barign son acorralados en el centro.
Uno de los batallones de Ompteda -enviado por Wellington en ayuda de Barign-, es aniquilado en minutos por el 12° de coraceros; mientras el resto de los regimientos franceses ya trepan con uñas y dientes las fangosas laderas del monte Saint Jean.
Wellington es acorralado.
Sólo que a esa misma hora, le llevan a Bonaparte un prisionero prusiano que allí le informa al emperador que lo que él creía un ejército terminado, son en realidad más de 30 mil hombres del cuerpo de von Bullow que vienen desde el este al mando de Blücher en apoyo de Wellington.
Rápidamente, el emperador reacomoda sus piezas.
Dispone el VI° Cuerpo de Lobau en una muralla defensiva hacia el este de la carretera principal, frente al Bosque de París, junto a la granja de Plancenoit, al sudeste de sus posiciones. Esto contendrá el avance prusiano, mientras le envía nueva órdenes a Grouchy para que caiga sobre la retaguardia de Blücher.
Listo.
No ha perdido el buen humor.
Allí ve a sus hombres que suben el Saint Jean. Sabe que Wellington está arriba, acorralado, o casi... porque sus hombres son tantos, y el terreno es tan fangoso, y la cuesta tan empinada, que sus filas no pueden mantener el orden y se van las unas encima de las otras, se oprimen, se confunden, se deforman... poco antes de alcanzar la cumbre, se detienen para desplegarse.
Ya se lo había advertido el general Reilli, que conocía muy bien los hábitos de zorro del duque de Wellington. Los soldados franceses no los veían, pero los ingleses estaban ahí, callados, listos, tendidos en algún lugar entre los altos pastos y las depresiones del terreno.
Y sí: tres mil hombres eran.
A la voz de Wellington se alzaron de golpe y no les dieron tiempo a nada.
El repliegue francés, fue más bien una estampida.
El buen Donzelot intentó organizarla cubriéndose tras una cortina de fuego, pero entonces apareció una brigada de Kempt y barrió del área a sus fusileros. Un primer diluvio de balas bastó para aniquilar a las tres primeras líneas francesas. La pavura licuó a las otras.
Pincton, al verlos retroceder, ordenó el ataque de los tres mil fusileros de la 5° División, hasta entonces oculta al otro lado de la colina para protegerse del bombardeo francés.
La balacera no dio tiempo ni para el asombro.
Pincton alcanzó a dar la orden cuando un proyectil le perforó la cabeza, y allí cayó.
Los franceses fueron rechazados, pero volvieron a intentarlo. Una vez y otra vez. Bajaban, se reagrupaban, y volvían. Rompían contra la artillería británica como una bola de barro contra una roca.
Una vez y otra vez.
Y cada vez llegaban más alto.
Con Pincton muerto, y superados en número en proporción de cuatro a uno, los aliados, desde abajo, parecían perdidos. Los franceses trepaban las colinas y los ingleses los dejaron llegar hasta que una vez arriba se toparon con las líneas extendidas de Pack, y otra cortina de fuego. Pero abajo la infantería de D’Erlon se recuperó apenas encontrarse con los coraceros de Travers, y juntos se volvieron al ataque contra la brigada de Kempt.
Unos 16 mil hombres cayeron a un mismo tiempo contra las tropas aliadas, rompiendo sus líneas, triturando sus cuadros, hiriendo, gastando, erosionando… ya casi era de Francia la victoria, cuando los inmensos jinetes de lord Uxbrigde aparecieron por todas partes.
Eran las dos únicas brigadas británicas de caballería pesada. Pero no eran poco.
La de Somerset la formaban la Royal Horses Guards, y los guardias del 1° de Dragones; y la otra, que iba al mando del general Ponsonby, la integraban el 1° de Dragones Reales, y el 2° y 6° de Dragones. Eran, acaso, la mejor caballería de Europa. Sus jinetes habían sido entrenados como gladiadores de elite, y sus animales pertenecían a una raza de caballos gigantes que ya se extinguía por entonces. Descomunales en formación, grises y resplandecientes de seda y acero, a simple vista parecían invencibles.
La brigada de Somerset tomó el camino hacia el oeste; y los Dragones de Ponsoby fueron hacia el este. Aparecieron por todas partes. Los de Somerset alcanzaron a los coraceros de Dubois, y a la infantería de Allix, que allí acosaba la granja... Dos divisiones francesas fueron destruidas de inmediato, otra retrocedió, cinco mil infantes de D’Erlón murieron allí, y otros tres mil fueron tomados prisioneros.
La misión había sido cumplida, y tan rápido y tan bien, que cebados por la sangre los Dragones desoyeron las órdenes de replegarse, y embistieron contra la Gran Batería. Algunas cabezas francesas volaron por el aire, pero aquellos escoceses ya estaban agotados, y sus caballos también. La Gran Batería no tuvo muchos problemas en rechazarlos, y dos regimientos de coraceros -el 5° y 9° de Vial-, y dos de lanceros -el 3° y el 4° de Gobrechet-, se les echaron encima y los obligaron a retroceder, mientras otros dos regimientos -el 2° de infantería ligera, y el 3° de línea-, los atacaron por la espalda, y los mataron como a corderos. La caballería ligera británica intentó cubrir la huida de los Grises, pero el desastre no lo paró nadie. Los colosos de Ponsoby fueron aplastados. Murieron 700 dragones, y de sus mil quinientos caballos, ahora sólo quedaban 600.
Son la tres de la tarde.
Por un instante la batalla se detiene.
Los dos ejércitos, desbandados, exhaustos, intentan reagruparse, y se repliegan.
El ataque francés ha sido rechazado, es cierto, pero en esa defensa, Wellington perdió el 40 por ciento de sus fuerzas, y la mitad de su caballería. Hougomont arde, y ya no ocupa La Haye Sainte.
Pero por un instante la batalla se detiene… Como si arriba los dioses pensaran cambiar de  planes.




Un movimiento prematuro





Todavía el centro del ejército inglés, sólido aún, y muy compacto, ocupa los altos de la meseta de Saint Jean, entre el pueblo de Waterloo, y el lado sur de la cuesta. Wellington reforzó ese centro: se trajo consigo el II° Cuerpo de Hill, y la división belgo-holandesa de Chasse, más otros 26 batallones. Alrededor, emboscada, tendida entre la maleza, espera la artillería. Detrás, sin embargo, le queda el bosque de Soignes, y sabe que por allí no será posible replegarse sin dispersarse en el intento. De cualquier forma, las órdenes de Wellington son claras:
-- Pelear hasta el último hombre.
Del otro lado, mientras ve cómo se repliega la infantería inglesa –pero sin ver que en realidad se reorganiza-, Napoleón exclama satisfecho:
-- ¡Principio de retirada!
Es hora de terminar esa batalla. Tan exultante está, que antes de tomar cualquier decisión despacha urgente una estafeta a París anunciando su victoria en Waterloo, y después, recién después, aunque inmediatamente, decide la embestida de sus coraceros contra la meseta de Saint Jean. Ahora sí Wellington está perdido, acorralado.
Napoleón sabe que precisa un golpe rápido. Hougomont arde, pero no fue tomado, La Haye Sainte no fue tomada, la meseta de St Jean no fue tomada, cree que Wellington se retira y que se le escapa otra vez, sabe que Blücher viene en camino, y que buena parte de su ejército ha sido destruida. Ney ya no puede manejar esa batalla. Toma él mismo el mando, y a las cuatro en punto de la tarde, le ordena a Ney que ocupe inmediatamente la meseta de Saint Jean y la granja de Haye Sainte. Dispone para ello de los dos cuerpos completos de coraceros.
Son 3.500 jinetes como 3.500 centauros revestidos en hierro por sus corazas: 26 escuadrones, y detrás los cientos seis gendarmes elegidos de la división de Lefevre D’Esnouettes; y detrás de ellos, los 1200 cazadores de la Guardia con sus bayonetas ya caladas; y detrás aún, cerrando la formación, 800 lanceros con sus 800 lanzas. Allí los tiene, formados y listos alrededor de La Belle Alliance.
Cuando les llegó la orden se pusieron todos en marcha entre el aullido de los clarines y el redoble de los tambores. Por un instante hasta las balas parecieron detener su vuelo para verlos pasar. Color, sonido, gravedad, potencia y forma, desde todo punto de vista componían un espectáculo imponente. Cinco mil hombres en orden perfecto ondulando por ese campo como una inmensa serpiente sibilante y letal.
Aquella batalla llevaba ya cuatro horas de pólvora y de muertos, cuando ellos bajaron la cresta de La Belle Alliance cantando a viva voz ”Veuillons su salud de l’Empire”, y se hundieron en ese valle, y desaparecieron velados por el humo hasta que emergieron del otro lado, y aún en perfecta formación subieron la cuesta bajo una lluvia de balas pero sin dejar de cantar. En los intersticios de la mosquetería aliada, sólo se oían sus cascos haciendo temblar la tierra.
Por rara coincidencia, a esos veintiséis batallones franceses arriba los esperaban otros veintiséis batallones aliados con sus hombres y sus baterías ocultos entre los maizales. Los unos avanzaban, y los otros los oían venir, pero ninguno de los dos podía ver al otro.
Cuando por fin los coraceros franceses aparecieron sobre la cresta de la meseta, la Tierra no sólo tembló, también se abrió, y así se tragó en segundos las tres primeras líneas de la columna que iba al mando de Milhaud…
Una fosa inesperada y profunda junto al camino de Ohain, y que ningún mapa avisaba, sorprendió una vez arriba el ímpetu de los caballos, que ya en lo alto, marchaban a todo galope. La inercia hizo el resto.
La segunda línea empujó a la primera, la tercera a la segunda, y en menos de un minuto, más de mil jinetes con sus caballos rodaron cuesta abajo en un solo aullido de gritos, aceros y relinchos. Del otro lado de ese espanto, había más espanto.
Contra la derecha del ataque francés rompe el fuego de sesenta cañones y trece formaciones en cuadros de fusileros angloholandeses.
Los coraceros de Francia dejaron o perdieron sus caballos y siguieron su avance cuerpo a tierra, pistola en mano, aunque ya sin cantar porque llevaban el sable entre los dientes.
Todos los cuadros ingleses fueron atacados a un tiempo y de frente, pero sus tres líneas de hombres ni siquiera se inmutaron, los esperaron así: rígidos, firmes, rodilla en tierra la primera línea, y de pie y ya en posición la segunda.
Cuando los franceses les cayeron encima, la primera línea los caló con sus bayonetas, y atrás la segunda los remataba de un solo disparo. Detrás una tercera línea cargaba y recargaba. Aún así los coraceros no dejaron de avanzar.
Con sus caballos o sin ellos, cargaban contra las bayonetas aliadas y mataban mientras morían. El primer cuadro de la extrema derecha inglesa, fue aniquilado por completo. En un momento los coraceros quedaron rodeados por el frente y la retaguardia entre los Dragones de Somerset, la caballería ligera alemana, y los carabineros belgas. Superados en número, rodeados, perdidos pero embravecidos por el coraje o por el miedo, siendo menos parecieron más, y durante dos horas, casi tocaron la victoria en el fragor de un combate que rápidamente perdió toda nitidez. Aliados y franceses eran el mismo barro, un solo ser destruyéndose a sí mismo.
Bajo el fuego de la artillería inglesa -que ya no distinguía propios de ajenos-, los coraceros, acorralados, perdidos por perdidos, terminaron de enfurecerse, y hasta sus muertos parecían pelear. Se defendían de la caballería mientras se volvían contra la infantería, y cada uno de ellos era tres.
Tomaron la meseta, la perdieron, la volvieron a tomar y a perder. La mitad  morirá en esa lucha; pero antes de caer, destrozan siete de los trece cuadros aliados, se alzan con 60 piezas de artillería, le arrebatan seis banderas al enemigo, y se quedan con buena parte de la meseta. Testigos presenciales cuentan que al ver a esos franceses, Wellington dijo entre dientes:
-- Splendid!...
Pero es más o menos en ese momento de la batalla, cuando Ney, creyendo que Wellington se retira, y harto quizá de sus propios errores y fracasos, decide tomar una iniciativa, que será enseguida un nuevo error y otro fracaso.
Sin consultarlo con nadie, ordena el ataque de su caballería. No espera a que la infantería se reagrupe, y despacha la división Milhaud contra la (aparente) retirada inglesa… Y lo que en un principio era nada más que esa sola división de coraceros; pronto -nadie nunca entendió cómo ni por qué-, son más de cinco mil jinetes en una de las cargas de caballería más célebres de toda la historia. Un buen impulso, un mal movimiento. Napoleón, que lo mira de lejos, no entiende qué hace Ney, pero sabe que se equivoca. Wellington también, y lo aprovecha.
Majestuosa y suicida, la caballería francesa avanza en escuadrones escalonados, en formación desde el oeste, cuesta arriba, entre maizales, sobre un terreno tan húmedo y fangoso, que le impide galopar. Un blanco perfecto para la artillería británica que la espera arriba, ya agrupada en veinte cuadros con amplios espacios entre ellos para cubrirse mutuamente. Los ingleses los dejan llegar hasta 50 metros de sus rifles, y recién entonces abren fuego. Usan “latas de metralla”, una especie de cilindros cargados con pequeñas esferas metálicas, que a poca distancia, por su efecto divergente, arrasa líneas enteras.
Una a una son barridas como en un juego las primeras filas francesas. Las siguientes se repliegan y se reagrupan y vuelven a la carga, una vez, dos, tres, cada vez más desordenadas, ya sin apoyo de las baterías, apenas la infantería detrás, en el principio de la hemorragia del Ejército Imperial, que aún así diezma en su desangre los cuadros aliados.
-- Un movimiento prematuro… -dice Napoleón, pero ya está.
Allí caen sus hombres, matan y mueren, se arrebatan banderas, invocan su nombre aún entonces, suenan cornetas entre los cañonazos y los fusiles, el chocar de cascos, sables y corazas, se oye el dolor en los gritos, y en el relincho aterrador de los caballos que mueren y se derrumban y caen sobre los muertos.
Napoleón ordena que parte del cuerpo de Kellerman y la caballería de la guardia de Guyot, con los dragones de la emperatriz, los granaderos montados y la gendarmería de elite; vayan en ayuda de de Ney. Eran las últimas reservas de la caballería del emperador. Y van.
En menos de una hora más de diez mil jinetes franceses se arrojarán siete veces en ese remolino carnívoro de sables, arcabuces y metralla.
Los cuadros británicos son despedazados.
Hombres y caballos, muertos y moribundos, cubren el suelo y atascan a la caballería francesa a sólo veinte metros del enemigo.
Pero Wellington refuerza sus líneas, concentra sobre la meseta toda la fuerza que le queda, mueve su reserva, mientras abajo, hacia Hougomont, deja la infantería de lord Hill disparando contra los franceses, que una vez más quieren subir esa colina…
En diez minutos Napoleón pierde el 20 por ciento de sus columnas.
Un movimiento prematuro.
Eran las cinco de la tarde, el segundo asalto principal contra las líneas aliadas, había sido rechazado.
El duque de Hierro todavía dominaba el centro y la mayor parte de la meseta, pero su ejército agonizaba. Kemp, desde el ala derecha, le implora refuerzos.
-- No hay. Que se haga matar –fue la sola respuesta que podía darle Wellington a esa hora. No estaba acorralado, estaba perdido.
La división de Alten había sido destruida. Aquellos valientes belgas que lo habían acompañado en España, ahora alfombraban con sus cuerpos el suelo de la meseta.
La mayoría de sus oficiales había muerto. Delancey, Barne, Van Meeren, Ompteda…
Lord Uxbrigde había sepultado una pierna ayer, y ahora tenía la otra rota por la rodilla.
El segundo regimiento de los guardias de a pie había perdido cinco tenientes coroneles, cuatro capitanes y tres abanderados.
El primer batallón del 30 de infantería,  perdió 24 oficiales y 112 soldados.
El 79 de montaña, 18 oficiales y 400 soldados.
Un regimiento completo de húsares ya se desbandaba insurrecto y disperso por el bosque de Soignes, y algunos informantes le cuentan que por la carretera hacia Bruselas peregrinan los desertores en una procesión interminable. La caballería aliada ya no existe más. El resto son heridos.
Le quedaba, en pie, apenas, la reserva escalonada detrás de la granja de St Jean, y dos brigadas más que flanqueaban el ala izquierda. Nada.
La Haye Sainte estaba perdida. La meseta todavía no, pero los franceses subían por todas partes, y Bonaparte aún tenía intacta toda su Guardia Imperial.
A las seis Wellington mira su reloj, y dice en un murmullo:
-- Blücher, la noche, o la derrota.



El ejército de los muertos





Las primeras brigadas surgieron hacia las cinco de la tarde por entre los árboles del Bosque de París como un ejército de muertos recién resucitado.
Cayeron sobre el ala derecha francesa, al sudeste de sus posiciones, en Plancenoit, detrás del cuerpo de Lobau.
El choque fue inmediato.
Los franceses abrieron el fuego sin darles tiempo a los prusianos de completar su despliegue, obligándolos a retroceder hacia el mismo bosque del que volvían a salir cada vez más furiosos.
Era tan sólo el IV° Cuerpo de von Bullow, Lobau lo repele sin desgaste; pero enseguida aparece el II° Cuerpo de Pirch por la izquierda, y luego la caballería de Zeiten -¡al mando del mismo Blücher!- sobre su flanco derecho; y de pronto el bosque entero no para de escupir prusianos iracundos, sobrevivientes de Ligny, sedientos de una rápida venganza.
Para entonces Ney, fortalecido por fin en Haye Sainte, decide una tercera descarga contra el frente inglés debilitado. Le pide refuerzos a Napoleón, así como Kemp –más o menos a la misma hora-, se los pide a Wellington. La respuesta de los dos comandantes es la misma: “no hay”.
Bonaparte ya sabe que los prusianos acechan Plancenoit. Lo que no sabe es que recién a esa hora Grouchy pone en marcha a sus hombres para tomar Wavre.
-- ¿Y Grouchy? –se pregunta el emperador- ¿Por qué no llega?...
Cuando de pronto su catalejo capta una nube oscura hacia el este, hacia el horizonte sobre la tierra. ¡Es él!, quiere creer, ¡Es Grouchy! Le dicen que en Plancenoit el pánico carcome sus filas, y se aferra a esa ilusión que echa a correr como noticia:
-- ¡Es Grouchy! ¡Esa nube azul, allá, es Grouchy! ¡Grouchy y sus 34 mil hombres!...
Inyectadas por la esperanza, las líneas francesas intentan reagruparse y resistir. Por un momento lo consiguen, y Ney carga de nuevo contra el frente aliado sobre la meseta. Toma la cresta y la pendiente, pero el resto sigue en manos enemigas. Sin embargo el ataque abre tan grandes brechas en el frente aliado, que ahora sí Bonaparte decide dar el golpe de gracia: su invicta Guardia Imperial.
Si logra, ahora, caer sobre Wellington, podrá tomar Waterloo, la aldea, y luego sí volcar todo su ejército a la derecha para terminar con Blücher. La batalla entra en su fase decisiva. Cada segundo es un paso fatal.
Los tres ejércitos llevan tres días de combate. Los tres se desangran.
Arriba, en la meseta, Wellington en persona intenta contener el desbande de lo que resta de sus tropas mientras resiste la embestida francesa.
Hacia el sur del flanco derecho francés, Blücher, viejo, borracho y herido, golpea una vez y otra vez contra su odiado Napoleón, y él, Napoleón, el dedo de Dios en las tinieblas, allí marcha también, conduciendo personalmente a su Guardia Imperial por encima de los muertos a través del valle en llamas.
De los 14 batallones de la Guardia, tres se apuestan con él sobre la carretera de Bruselas, otros tres quedan como reserva junto a La Belle Alliance, otros dos apoyan a las tropas que ahora combaten en Plancenoit contra los prusianos; y los seis restantes cargan al mando de Ney contra el centro del frente inglés.
Ya sobre la cuesta, la primera avanzada deshace dos batallones británicos y una batería holandesa que primero disparó con vigor, pero que enseguida escapó aterrada. Establecida su potencia extraordinaria, la Guardia Imperial siguió su marcha.
A los primeros tres cuerpos de granaderos, se sumaron otros tres, y los seis cruzaron la carretera sin encontrar obstáculo a su paso ¡Viva el emperador! y sus gritos y sus aceros era todo lo que se oía, hasta que otra vez los rojos invisibles de Wellington surgieron de entre los trigos ya casi en la cara de la primera línea francesa.
Eran mil quinientos hombres en filas de cuatro disparando a un mismo tiempo sus mil quinientos fusiles una vez y otra vez a sólo 40 metros del blanco.
La primera descarga liquida 300 franceses, y ya los demás se dispersan desordenados por el pánico ladera abajo. Pero abajo se reagrupan con el 4° de Cazadores, y vuelven a intentarlo. Suben de nuevo la cuesta sin advertir que una brigada de la 2° División de Lord Hill avanza contra su flanco derecho. Poco antes de alcanzar la cumbre, se topan ambos. La balacera dura cuatro minutos; pero tan sólo en el primero de ellos mueren 150 soldados. Acallado el tiroteo, el 4° de Cazadores ya casi no existe. Al ver en retirada a sus pocos sobrevivientes, los británicos calaron sus bayonetas, se lanzaron tras ellos, y no hubo piedad.
En ese momento, abajo, en el valle, Napoleón ya decidía el avance de los últimos tres batallones de la Guardia que esperaban junto a La Belle Aliance, cuando entonces vuelve a mirar hacia la cumbre y ve lo nunca visto: la Guardia Imperial, invicta su historia hasta ese instante, allí retrocede, recula, cae ladera abajo, se precipita. Sus bravos granaderos son perseguidos y asesinados por la infantería aliada y su caballería ligera, y ahora un grito de espanto eriza las filas francesas: “¡La Garde recule! ¡Save qui pert!”.
“¡Sálvese quién pueda!”.
Todo ha terminado.
En el valle, a la izquierda, queda el II° Cuerpo de Reille, y alrededor de La Belle Alliance, los tres últimos batallones de la Guardia, que ahora intentan cubrir la retirada con la perforada ilusión de reagruparse otra vez. Avanzan en cuadros, y el emperador va con ellos, en el centro de uno de ellos. Marcha sereno. Morir en batalla es todo cuanto le queda. Pero ve caer a sus soldados y él no cae. Amargo privilegio... ¿Valdrá la pena, será que se pregunta?... Por allí va Ney, desfigurado, le han matado cinco caballos esa tarde, su uniforme está en jirones, la cara negra de pólvora y barro, irreconocible... y más allá se lo ve D’Erlón, llevado contra su voluntad por la corriente del desastre… Y sus soldados caen, gimen, agonizan, mueren. Todos mueren menos él.
Dice basta.
Retroceden.
Ordena el repliegue; ya no vuelven en cuadros, ya no son tantos: forman apenas triángulos, caladas las bayonetas, sin municiones casi, pero todavía rompen, todavía desgastan, desgarran, lastiman, abren sangrientos agujeros en la muralla enemiga que aún así los encierra.
Todo ha terminado.
Sobre la derecha francesa los soldados ya saben que esas casacas azules que llegaban del este, no son las tropas de Grouchy sino más prusianos. La ilusión que llegó a ser esperanza, no era más que un espejismo y degenera en frustración. ¡Traición!, gritan ahora, y se desbandan.
Plancenoit es tomada por los prusianos, y los franceses huyen empujados hacia la carretera contra los aliados que esperan con sus fauces abiertas. Y es que no ven, no se dan cuenta, no piensan, sólo escapan; gritan ¡traison!, y se desbandan
No es una  retirada, es sólo una estampida cuesta abajo como un fatídico derrumbe. No cae un ejército: caen dos décadas de gloria militar.
Esas roldanas, aquellas poleas, todas esas pequeñas piezas que habían empezado a fallar, aquí colapsan y la máquina entera se descompone por todas partes.
Las defensas francesas ceden a un mismo tiempo en Hougomont, en Plancenoit, en Haye Sainte; por izquierda, por derecha, ya destrozadas en su centro. Todos huyen. Cuarenta mil hombres escapan aterrados. Es la consagración del espanto. Allí va el glorioso Ejército Imperial: el pánico se lo lleva.
Los escuadrones conducidos por Guyos caen bajo el avance del 2° de Dragones británicos, y ya no se ven más.
Dos regimientos de Durutte son encerrados y ametrallados por los cuatro costados entre los fusileros de Kemp, Pack, Rylandt, y Best.
Kellerman retrocede ante Vandeleur, Quiot ante Vivian, y Lobau es acorralado por Bullow.
El granizo de la metralla, el estruendo, los gritos, el suelo lleno de muertos donde se hunden los vivos. Ney, ya enceguecido, se clava como un poste en la correntada de los desertores, y los arenga, alza su sable, y grita envuelto en su propia locura: “¡Venid a ver cómo muere un mariscal de Francia”!, pero no, es tarde, nadie lo escucha, nadie lo mata, el río, la correntada, no se detiene por él, al contrario, lo arrastra, se lo lleva, la muerte se le niega y sus hombres ya no lo siguen. Es el final. Todos lo saben. Sin querer verlo todavía, Napoleón reconstruye sus defensas con lo que resta de la Guardia ¿Es que todavía cree? No: es que aún no quiere creerlo.
Galopa entre los desertores, intenta reagruparlos, más bien recuperarlos, va y viene, los llama, les grita, los amenaza, los arenga también, por poco les implora, son los mismos soldados que hace un rato nomás lo vivaban tanto, y que ahora ni siquiera lo reconocen… Y es que no pueden, no lo ven, no ven nada, sólo escapan: detrás los prusianos ya iniciaron la masacre. ¡Sálvese quien pueda!
Es la caballería de Zieten la que se viene, el mismo Blücher la comanda.
Muchos historiadores coinciden en que allí el viejo príncipe de Wahlstadt perdió toda su nobleza. Esas tropas estaban frescas, no habían combatido en Ligny, llevaban casi tres días mirando la sangre sin poder probarla… y allí le sirven de pronto un ejército enemigo en fuga y desarmado. Se podría decir que fue Prusia entera acuchillando a Francia.
Colinas, caminos, senderos, aldeas, bosques, la matanza pasó como un viento por todas partes. A las bayonetas de los perseguidores, se agregó el terror de los perseguidos. En la gran estampida no hubo más camaradas, oficiales ni nada. Todos contra todos, se pisan, se empujan, se matan si es preciso. Miles de hombres perseguidos por la muerte que ruge sedienta a sus espaldas, insaciable, ya innecesaria…
Hacia el sur en su huída los franceses se topan con el pueblo de Genappe, y allí Lobau, infinito, intenta una nueva resistencia. Reagrupa 300 hombres y los apuesta a la entrada del pueblo… pero esos hombres ya no son hombres: son apenas un miedo informe que se alimenta huyendo. Ni bien reciben la primera descarga prusiana, escapan todos. Ignoran que ya no hay adónde. Blücher no quiere prisioneros, y devora a los heridos. Ordena el exterminio. Los vencidos serán asesinados. La masacre toma el camino hacia Charleroi, y ya no se detiene; cruza Frasnes, Quatrebras, la frontera... Sí, tal vez allí el viejo príncipe Blücher perdió más de lo que ganó.
Sin embargo en Mont St Jean la batalla no se extinguió del todo. Hacia el oeste se termina el día, y algunos cuadros de la Guardia todavía resisten, exiguos, últimos, entre las primeras sombras de la noche, entre el humo, entre los restos, como pequeñas fogatas encendidas cuando ya alrededor no hay más que cenizas y escombros…
Hay uno de esos cuadros en Rossomme; otro cerca de Haye Sainte, otro allí, por la ladera del Saint Jean hacia Hougomont… rodeados, vencidos, ya sin municiones, con los garrotes de sus fusiles, todavía pelean, todavía cobran su muerte hasta la muerte.
El último de esos cuadros cayó hacia las nueve de la noche, en la meseta de Saint Jean, pulverizado por el fuego convergente de toda la artillería aliada.
Lo comandaba un oficial hasta entonces sin brillo de apellido Cambronne. Allí, en él, en ese cuadro, agoniza toda la batalla de Waterloo en un resplandor último de gloria.
Conforme caían, los hombres de Cambronne estrechaban filas, pero no se rendían. Caían, se cerraban y peleaban; caían, se cerraban y peleaban.
En un momento los aliados llegaron a creer que enfrentaban una escuadra de cadáveres inmortales, y un súbito miedo sacro detuvo en seco la descarga. Quedó todo en silencio, y ahí, según testigos presenciales, el general inglés Colville gritó:
-- ¡Bravos franceses… rendíos!...
Pero no. La breve tregua no fue aceptada. Del otro lado del silencio se oyó al oficial Cambronne gritar la sola palabra que a esa hora ya lo decía todo:
-- ¡Mierda! -y siguió peleando hasta morir.
Ese también era el Ejército Imperial.
Pero allí se terminó. El día, la batalla, aquél ejército glorioso y su glorioso emperador. Todo después fue cenizas, escombros. La derrota.
Fusilado a cañonazos el último cuadro francés, en fuga, perseguido o muerto el resto del ejército, perdido todo, cayó la noche, ya inútil para Napoleón, ya ociosa para Wellington, ya ninguno la precisa, ya todo ha terminado.
Cronistas presentes en la batalla apuntaron que en ese momento, por unos instantes, brilló el sol en Waterloo. El cielo se había mantenido cubierto durante todo el día, pero entonces, al pasar por la línea del horizonte entre la gran masa de nubes y la Tierra, el sol brilló antes de ocultarse. El mismo sol que había amanecido en Austerlitz, ahí caía, enorme, rojo, ensangrentado ahora. Terminaba el día Cien, el último de todos. Algo más que una jornada se moría.
Algunos granaderos de la Vieja Guardia, contarán que esa noche, después, hacia la medianoche, cerca de Phillipeville, del otro lado del Sambre, ya en territorio francés, junto a un vivac que ellos mismos habían encendido, el emperador, de pie, callado, solo y aparte, lloró.
A esa misma hora, en la taberna de La Belle Alliance, Blücher y Wellington celebraban una victoria que no habían ganado ellos, sino perdido su adversario. Tanto daba: por fin Napoleón había sido derrotado.
Por una rara última mueca de los dioses, la minúscula aldea de Waterloo sobrevivió intacta, ni un solo disparo tocó una sola de sus casas. Tal vez por eso su nombre se volvió inmortal.
Pero a todo su alrededor, en el castillo de Hougomont y por sus prados, en Plancenoit, en La Haye Sainte, en Ligny, en Rossomme, en Saint Armand, en las colinas y en los bosques del valle de la llanura de Mont Saint Jean; en Mont Saint Jean, en su cumbre, en sus laderas, en su cuesta y en su cresta, por todas partes, más de 60 mil muertos se pudrían ahora como un despojo menor de la batalla de esa batalla que en tres días cambió el mundo.


Epílogo

Día 101

El día después

 


Luego el mundo cambió.
Más allá de algunos breves picos de euforia -que por ráfagas de entusiasmo le hicieron pensar en reorganizar su ejército y volver al ataque, en fundar una nueva nación en América, en recomponer a puro fusilamiento su frente político interno-; después de Waterloo, el emperador cayó en los abismos de una apatía tan honda, como alta había sido su gloria.
Al ejército francés aún le quedaban 120 mil soldados en los alrededores de París, y otros 150 mil reclutas adentro de los cuarteles. Los aliados marchaban sobre Francia, pero diezmados desde Waterloo, y obligados a reforzar a su paso la retaguardia, cada vez eran menos. No era imposible el contraataque, y sin embargo…
La Asamblea Legislativa ya le dio la espalda, y Fouchet, su viejo ministro de justicia, está en tratos secretos con los aliados, y hasta tiene intenciones de hacerlo detener. Ya lo sabe. Pero no hace nada. Pareciera que asiste a la traición conciente de que es el último gran espectáculo que le queda por presenciar.
El 15 de julio, despierto por fin, impulsado y ayudado por los pocos leales que le quedan, decide escapar a América oculto en la goleta L’Eperviere de la marina francesa. Pero a poco de zarpar es interceptado por el H.M.S. Bellerophon de la Royal Navy. Ahí nomás, a bordo, queda detenido a disposición de la corona británica, y en ese mismo barco, al día siguiente, parte hacia su destierro final rumbo a la isla de Santa Elena, un pedazo de piedra volcánica a 70 días de mar en el mitad del océano Atlántico sur.
Allí purgará los últimos seis años de su vida, rodeado de un séquito que se descompone con él, hostigado por la mezquindad de un administrador inglés que lo odia porque le teme, envuelto en la bruma perenne que envuelve esa isla para siempre, y pronunciando con frecuencia  esa sola palabra que ahora le dice tanto: Waterloo.
Ya detenido Bonaparte, el mariscal de campo, príncipe Gebhard Leberecht Blücher, se dio el gusto de entrar victorioso en París y hasta se hizo distinguir con la Gran Cruz de la Orden de la Cruz de Hierro, específica condecoración creada especialmente para él. Murió de cirrosis en Polonia, el 12 de setiembre de 1819.
El duque de Wellington dirigió las fuerzas aliadas de ocupación en Francia hasta 1818. De regreso a Inglaterra fue recibido como un héroe, volvió a la política, y en 1827, con el apoyo del rey Jorge IV, alcanzó el cargo de primer ministro. Pero apenas dos años después el descontento popular lo obligó a dimitir. En 1842 fue nombrado otra vez comandante en jefe del ejército, y murió en ejercicio de ese cargo diez años después.
 “Fuera de la guerra, Wellington y Blücher no tienen dos ideas en la cabeza”, repetía Bonaparte en Santa Helena. No se equivocaba, no.
Pero Víctor Hugo tampoco.
A partir de 1815, la revolución industrial iniciada en Inglaterra hacia fines del siglo XVIII, se desplegó por toda Europa, y de allí se expandió al mundo. Dueña ya de los mares desde la batalla de Trafalgar en 1805, como resultas de Waterloo, Gran Bretaña se convirtió en el gran imperio que dominó el siglo XIX.
El Congreso de Viena acabó sus sesiones repartiendo el continente y sus colonias según los previsibles intereses de las grandes potencias vencedoras: Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia.
Terminados veinte años de guerras napoleónicas, Europa entró en un período de relativa paz a no ser por algunos conflictos puntuales como la guerra entre Austria y Prusia, en 1866; y poco después, en 1870, la que libró el II° Imperio de Napoleón III° contra Prusia. Sin embargo, los dos conflictos no fueron sino el banco de prueba de la nueva tecnología que alumbraba la industria: fusiles de retrocarga, cañones de acero, ametralladoras a repetición, gas mostaza, el ferrocarril… todas herramientas imprescindibles para la inminente guerra mundial de 1914.
Nada de todo esto ni muchas otras cosas hubiesen sucedido si la tarde del 15 de junio de 1815 Ney atacaba Quatrebras; o si inmediatamente después de la victoria de Ligny Napoleón hubiese aceptado perseguir a los prusianos; o si D’Erlón no hubiese vagado en vano con sus tropas toda la tarde del día 16; o si los mensajeros y los mensajes no se hubiesen retrasado nunca; o si tan sólo sus oficiales lo hubieran obedecido; o si Ney no hubiese lanzado aquella carga suicida el 18; o si por lo menos Grouchy hubiese marchado sobre Wavre unas horas antes; o si no hubiese llovido toda la noche del 17; o si algo más que un ejército no hubiese estado allí para vencerlo…
“Fuera de la guerra, Wellington y Blücher no tienen dos ideas en la cabeza”, Bonaparte no se equivocaba, no. Pero Víctor Hugo tampoco: “Waterloo fue algo más que una batalla, fue un cambio de frente del universo”.



F i n 


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