El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


miércoles, 10 de agosto de 2011

WATERLOO: CAPITULO DOS: LA BATALLA DE LAS BATALLA



CAPITULO II


La batalla de las batallas


Por Daniel Ares
 *
"Fuera de la guerra, Blücher y Wellington
no tienen dos ideas en la cabeza".
Napoleón Bonaparte

* * *

15 de junio, día 97

Dos contra uno


Sir Arthur Wesllesley, duque de Wellington


Las urgidas decisiones que toman los congresales de Viena a mediados de abril, para fines de mayo ya cubren de ejércitos las colinas de Flandes en marcha hacia Francia.
Desde el noroeste bajan 78 mil hombres al mando del mariscal sir Arthur Wellesley, duque de Wellington; y por el este avanza el príncipe Blücher con 110 mil hombres. La enorme estatura militar de estos dos mariscales, suman entre ambas la del inmenso enemigo que ahora debían enfrentar: por fin Bonaparte.
Los dos, Blücher y Wellington, habían participado en distintos enfrentamientos contra los ejércitos napoleónicos, pero nunca contra él. Wellington lo admiraba, Blücher lo odiaba. Los dos tenían motivos muy personales para vencerlo.
Aquél año de 1815, el mariscal de campo sir Arthur Wellesley, el duque de Wellington, tenía la misma edad de Napoleón: 46 años. Y al igual que su adversario, él también había destacado muy joven en la carrera militar, en 1797, aunque no en Europa, sino en la India, muy lejos de la Italia que mientras tanto conquistaba Bonaparte. Y también Wellington, al igual que Napoleón, luego de algunas victorias militares, se había interesado en la política.
Pero más allá de estas gruesas analogías, comparar al uno como el otro era comparar el agua con el cuarzo. Mientras Napoleón, plebeyo y sin embargo único, era carismático, brillante por naturaleza, temperamental, y por lo tanto inestable; Wellington, aristócrata de cuna, flemático por herencia y formación, frío aunque cortés, soberbio pero sobrio, era más bien analítico, algo cínico, aunque siempre racional.
En 1805, ya con el grado de general -y no pocas medallas ganadas en combate-, sir Arthur Wellesley había vuelto a Inglaterra, incursionó en la política, y hasta fue elegido miembro del parlamento… Pero eran tiempos difíciles. El bloqueo continental impuesto por Bonaparte, estrangulaba la economía británica hasta el filo mismo del abismo financiero, y entonces las únicas alternativas del viejo imperio, eran obedecerlo o vencerlo. El duque de Wellington volvió al combate.
En 1808 le confieren el mando de las tropas británicas enviadas a Portugal. Desde allí y con ellas, dará apoyo a la insurrección española que intenta expulsar al invasor francés de la península. Muchos mariscales de Napoleón sabrán recién entonces quién es el duque de Wellington, y de lo que es capaz. Una estela de espanto marca la furia de su marcha. En España perfecciona su personal estrategia ya experimentada en la India: devastar a su paso cuanto deja detrás.
Un rosario de victorias decisivas talla el mármol de su fama. Talavera de la Reina, Ciudad de Rodrigo, La Coruña, Badajoz, y al cabo Arapiles, el 22 de julio de 1812, la batalla que le abre el camino a Madrid, a donde también llega, la toma y sigue, mientras las tropas francesas le dan la espalda y escapan. En 1813 vence en Vitoria y entra en Toulouse, donde vence también. En 1814 ya no quedan ejércitos napoleónicos al sur de los Pirineos, y ya hay una nueva leyenda entre las tropas inglesas: Wellington, el duque de hierro.
Al año siguiente participa del Congreso de Viena como representante de Inglaterra, y allí está cuando se entera: Napoleón escapó de Elba. No hay tiempo que perder. Conducirá los ejércitos angloholandeses que se aprestan sobre Bélgica para marchar contra Francia. A principios de junio, con 80 mil hombres bajo su mando directo, el duque de Wellington ya está en Bruselas y ya sabe que Blücher avanza desde el este encendido por su odio.




 
El príncipe del odio

Gebhard Leberecht von Blücher


Gebhard Leberecht von Blücher, príncipe de Wahlstadt, mariscal de campo, tiene, en 1815, 72 años, y nunca jamás ha dejado la bebida, ni su afición al juego y las mujeres, ni su costumbre de húsar de encabezar personalmente la marcha de sus tropas.
Enfrentó ya a los ejércitos napoleónicos en  Jena y en Autestadt. Las dos veces fue tomado prisionero, y las dos veces juró vengarse. Ahora quiere ahorcar a Napoleón con sus propias manos. Sus hombres lo veneran. Lo seguirían hasta más allá de la muerte, y nada importa la derrota porque así es Prusia y así son los prusianos…
Sin embargo no son muchos sus buenos soldados, y la mayoría de ellos está mal equipada, no tiene disciplina, y carece de experiencia. Muchos otros ni siquiera son prusianos, ni siquiera son voluntarios, son mercenarios profesionales o reservistas obligados de los ejércitos mil veces vencidos de todos esos estados deshechos por dos décadas de guerra. Pero ni muchos ni buenos, Blücher los enciende a todos de un patriotismo delirante que sólo el combate podrá calmar en ellos.
Divididos en cuatro cuerpos, avanzan extendidos en arco por el este y el sudeste de Bélgica, cubriendo una vasta zona desde Charleroi a Wavre. Corre junio y aspiran a reagruparse hacia el norte con las tropas anglo-aliadas del duque de Wellington. Si lo consiguen, saben, conformarán entre los dos ejércitos la sola muralla de acero y furia contra la cual reventará Bonaparte.
Mientras tanto, en Bruselas, entre nobles y diplomáticos y grandes fiestas fastuosas, el duque de Wellington se jacta cínicamente de comandar “el más infame de los ejércitos aliados”.
Y exagera poco.
Sus  babilónicas tropas se cocían y descosían en peleas intestinas entre británicos, alemanes, austriacos, suecos, escoceses, holandeses,  belgas, brunswickianos y hanoverianos y…. Él mismo, Wellington, era irlandés. Sus mejores oficiales y divisiones, aquellos y aquellas que había comandado en los grandes días de España, ahora peleaban en Norteamérica en defensa del Imperio Británico contra las guerrillas nacionalistas, o peleaban en Sudamérica a favor de las guerrillas nacionalistas contra el Imperio Español. El caso es que ahí, ahora, sobre las barrosas colinas de Bélgica, todo lo que tenía era lo que le daban. Tropas acaso bien entrenadas, pero muchas de ellas sin experiencia en combate, y otras que no peleaban desde hacía demasiado tiempo.
Allí tiene el célebre 2° Regimiento de Dragones Reales, que no entra en combate desde 1801, y que sin embargo ahora representa la fuerza clave de sus fuerzas. Para su suerte cuenta además con el apoyo de los Highlanders escoceses, “las damas del infierno”, como se hacían llamar, extraños guerreros ataviados con polleras y que caían sobre sus enemigos entre gritos de histeria y el chillido de sus gaitas… y también La Legión Real Alemana, un cuerpo de elite vestido de gala, entrenado en Inglaterra, probado en el fuego, y con el raro distingo de ser el único de todos los cuerpos donde el rango se obtenía por méritos militares, y no financieros … distintos son los hannoverianos, ni voluntarios ni profesionales, mercenarios sin ganas reclutados contra su voluntad… Pero acaso su mayor preocupación son los belga-holandeses: el 35 por ciento de las tropas bajo su mando. No hace mucho eran aliados de Francia, y toda Europa sabía que en los Países Bajos aún se hallaban grandes bolsones bonapartistas… si hasta llevaban uniformes idénticos a los franceses; y encima su comandante, el joven príncipe de Orange –temerario más que valiente, y vanidoso hasta la inconsciencia-, recién había cumplido 22 años y por primera vez  entraría en combate…
¿Qué puede esperar de todos ellos?
“Mucho”, se dice. Sólo debe reagruparlos, organizarlos. Ahora, así como están, desplegadas en un cuerpo de caballería, dos cuerpos principales de infantería, y una reserva; sus fuerzas se extendían demasiado hacia el oeste entre la carretera de Bruselas y los puertos del Canal. Sólo hay que reagruparlos. Confía en sus tropas, o en sí mismo, o en su suerte. O en la suerte que al cabo –quizá piense- merecen los tiranos.
La noche del 15 de junio la condesa de Richmond organiza un baile de gala en su palacio de Bruselas. Por supuesto el noble mariscal de campo, sir Athrur Wellesley, duque de Wellington, acepta su especial invitación. Confiado. Seguro. Pronto habrán tomado París otra vez. Sabe que Blücher ya viene a su encuentro. Ignora que Napoleón también. Ahí su calma.
Pero el dedo de dios en las tinieblas, el rayo de la guerra, el intruso, el monstruo, como quieran llamarlo, está de nuevo en marcha. En realidad no se detuvo nunca desde que hace tres meses y medio pisara las playas de Cannes. Apenas sí se demoró algunas semanas en París para retomar el trono de Francia y reorganizar su ejército; y esa medianoche del 14 de junio ya cruza la frontera belga y ya pisa otra vez una tierra que no es suya, pero como si otra vez toda la Tierra fuera suya. Los Cien Días más célebres de la historia están a punto de culminar. Faltan sólo tres. Marchan.


El espectro imperial



Son 128 mil hombres. L’Armée du Nord. Todos franceses. Veteranos y novatos. Los une un solo grito: ¡Viva el Emperador! Algunos recuerdan, otros no saben. Casi todos ellos fueron reclutados por él, por un solo hombre. Por su gloria, por su causa, o por su leyenda, por su solo nombre… Pero ni él es aquél, ni sus hombres aquellos. Los meses de paz de los días de Elba, la ocupación extranjera y la monarquía vana, habían debilitado su ejército, flexibilizado su sistema de reclutamiento, y percudido por lo tanto su eficacia. Tanto era así que su nueva Guardia Imperial debió nutrirse de los veteranos extraídos de
las tropas de línea; y de los 120 mil hombres que había tenido alguna vez, ahora sólo llevaba 25 mil.
En el resto del ejército las cosas no eran muy distintas, y sin embargo… El 1 de junio Bonaparte había convocado a una revista colosal para repartir sus águilas entre nuevos y viejos oficiales al cabo de una arenga previsible, “dicha sin mucho entusiasmo”, según apuntó uno de sus oficiales presentes; pero acogida por sus hombres como un espíritu santo. Algunos recordaban, otros creían…
Los veteranos contagiaban a los jóvenes reclutas, y los jóvenes reclutas eran tan jóvenes, que casi todos ellos querían ser héroes. Sólo sus mariscales más cercanos de siempre, los que mejor lo conocían, desconfiaban de pronto de ese espectro revivido que parecía ser el mismo, y no. Las viejas enfermedades, las infinitas campañas, tanto horror asistido en veinte años de masacres, el ejercicio del poder, la traición, Elba, el encierro, la brutalidad de un enemigo que no puede comprenderlo, que una vez y otra vez le impone la guerra cuando él ofrece la paz.... Tiene 46 años, pero acaso haya vivido demasiado. ¿Vale la pena?, pareciera que se pregunta mientras marcha callado bajo la noche. Lleva 130 mil hombres otra vez a la batalla. Otra vez.
Y otra vez confía en ellos. Puede que no estén debidamente equipados, debidamente adiestrados, y que ya no sean tantos, es posible… pero allí el que no tiene experiencia tiene juventud, y todos tienen valor. Se dirá después que “nunca antes había contado Napoleón con una herramienta tan poderosa, y tan delicada”:
Y además está él. Acaso ya no tan joven, más enfermo y más cansado; pero aún es el mejor estratega del mundo, y vuelve de un encierro que no va a perdonarles. Sabe lo que quiere, y sabe que puede conseguirlo. Sólo basta con que una vez más se haga lo que él ordena.
Cruzan el río Sambre en las primeras horas del 15 de junio. Repelen esa embestida prusiana cuyo único efecto es devolverle mil recuerdos en el perfume de la pólvora. Ya está en Bélgica, por el camino hacia Bruselas. Sabe que en adelante no encontrará más que enemigos, y que lo duplican en número. Pero él tiene un plan. Otra vez.
Partirlos al medio, tal es su plan. Si logra evitar que las fuerzas de Blücher y de Wellington se reagrupen hacia el norte, más temprano que tarde la victoria será suya. Unidos pueden vencerlo, separados no. Avanza en cuña entre los dos aliados. Nadie nunca discutirá la exactitud de esa estrategia. Algo más que un ejército hará falta allí para ganarle.


Abrir para desgarrar



Charleroi es el nombre de la primera ciudad que ocupan las tropas francesas apenas cruzan la frontera belga a las tres de la mañana del 15 de junio. Ahí nomás rechazan el ataque de 32 mil prusianos al mando del general Zeiten. Es una maniobra limpia, rápida, efectiva, digna de sus mejores tiempos. Un buen principio. A las tres y media de la madrugada, se le une el mariscal Michel Ney al mando del I° y II° Cuerpo de infantería, y de un regimiento de caballería.  Napoleón lo recibe entusiasmado y le confía el ala izquierda de su ejército. Todo va bien.
Con el objetivo siempre de abrir hasta desgarrar las líneas enemigas, por la tarde Napoleón ordena un falso un ataque sobre Mont Saint Jean, hacia el sudoeste de Bruselas. Wellington, sorprendido, confundido, reacomoda su ejército, abre más sus líneas, y se distancia de Blücher. Todo va bien, observa el emperador, y despliega sus tropas.
Mientras su ala izquierda avanza por la carretera de Bruselas hacia el crítico cruce de caminos de Quatrebras, el ala derecha se mueve hacia el este, hacia Namur. El ala derecha lo forman el III° Cuerpo y un cuerpo de caballería, y los comanda el mariscall Emanuel de Grouchy.
Emmanuel de Grouchy es un buen oficial del arma de caballería, aunque no tiene demasiada experiencia en el mando de grandes cuerpos. Ya le hubiese gustado contar allí, como ayer, con Murat, el mariscal Joaquín Murat, cuñado suyo y el mejor jefe de caballería que haya vivo en Europa… Pero Murat es otro de los que no quiso acompañarlo esta vez…
Los dos cuerpos restantes, el IV° y la Guardia Imperial, quedan bajo el mando directo del emperador en el centro de la retaguardia, en Fleures, en el vértice sur de un triángulo que forma con sus dos alas, listo para caer por la mañana sobre el primer enemigo que se atreva a acercarse.
Pero el punto del camino donde según todos sus cálculos habrían de encontrarse antes o después los dos ejércitos aliados, era Quatrebras. Le confía la misión a Ney, le dice que tendrá el apoyo de la reserva, que tome ese cruce, y que empuje al enemigo por la ruta hacia Bruselas. “Si procedéis vigorosamente, el ejército prusiano está perdido. No olvidéis que la suerte de Francia está en vuestras manos”, le dice al despedirlo.
Son las tres de la tarde. Quatrebras queda a sólo dos horas de camino. A Ney le sobran tiempo y tropas; sin embargo, ciento noventa años después, reconstruida tantas veces la campaña, aún hoy no se entiende en qué perdió Ney las últimas horas de luz que le quedaban al día.
Algunos autores dicen que se demora al norte de Grosselies, a esperar los 20 mil hombres que avanzan desde el sur al mando de D’Erlon; otros sugieren que optó por dejar la batalla para el día siguiente porque ya era tarde; otros que tuvo miedo... Por lo que fuera que fue, lo cierto es que Ney llega -se acerca- a Quatrebras recién a las siete de la tarde: a su izquierda cae el sol, y hacia su frente destellan como fuego los aceros del enemigo. Su posición ya fue tomada. Son sólo cuatro mil jinetes  belga-holandeses de Nassau… pero Ney no lo sabe. Él cree que es el ejército de Wellington completo.
Prudente o temeroso, despacha una avanzada de apenas dos mil hombres: la caballería de Lefebvre. Al llegar a Frasnes, son reprimidos por el fuego granado de la artillería aliada, que a un mismo tiempo ataca y se retira, no avanza, vuelve hacia Quatrebras. Ney consigue tomar Frasnes y otra vez envía a la caballería, pero otra vez el fuego de las tropas de Nassau, ahora invisibles entre los maizales, repentinas, rabiosas, la repelen. A las ocho de la noche ya no se ve nada. Ney detiene su marcha y ordena acampar. Atacarán mañana, decide y no avisa.
Sin noticias de Ney, Napoleón cree que todo va bien, y por la noche retrocede a descansar hasta su cuartel general en Charleroi. Aún no sabe que el ejército prusiano entero se concentra hacia el noreste, sobre su flanco derecho; y tampoco sabe que en Bruselas, a esa hora, en el palacio de la condesa de Richmond, en plena gala, un mensajero le avisa a Wellington que el ataque por la tarde a Mont Saint Jean, no fue más que una farsa: Napoleón avanza directamente hacia el corazón de sus líneas. Mientras Ney duerme en Frasnes, y Bonaparte en Charleroi, Wellington manda concentrar todo su ejército en Quatrebras.
Exhausto y confiado, el emperador esa noche no despachó órdenes escritas. Por lo general dictaba sus directivas a las dos de la mañana, para que así llegaran con tiempo hasta todas sus líneas antes de cada amanecer. Pero esa noche, sin embargo, no lo creyó necesario. Por la tarde había hablado con Ney, y había sido muy claro: el ataque principal del día 16, sería contra los ingleses, y Ney recibiría el apoyo de la reserva para sus dos cuerpos de ejército. No creyó necesario dictar más nada. Se fue a dormir. 
Ese día Ney contaba con 25 mil hombres de infantería, 3 mil caballeros, 60 piezas de artillería, 20 mil hombres del cuerpo de D’Erlon que ya llegaban desde el sur, más el IV° Cuerpo completo. Enfrente, en cambio, el enemigo sólo tenía ocho mil hombres, 16 piezas de artillería, y el apoyo de 50 húsares. Hubiese sido muy fácil, ése día... Pero Ney optó por esperar sus órdenes escritas. La máquina militar de Napoleón, parecía funcionar como siempre. Sin embargo por dentro algunas piezas menores empezaban a fallar.



(continuará)

* * *




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