El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


sábado, 18 de junio de 2011

HISTORIAS DE ESCRITORES: OSCAR WILDE, "El Dandi Crucificado".

Historias de Escritores


Aquí la segunda entrega de la saga del libro Historias de Escritores (Daniel Ares, Alfaguara, Buenos Aires, 1998), que así El Martiyo Plus entrega en edición virtual, revisada por el autor, ilustrada, y como se ve y ya anunciáramos (clic), también ampliada.
Hoy presentamos la síntesis biográfica de Oscar Wilde, con esta anécdota.
Oscar Wilde no está entre los once autores de la edición de Alfaguara, sin embargo, Oscar Wilde obstaculizó seriamente esa edición.
El libro estaba listo para ser lanzado en diciembre de 1998, pensando como corresponde en las ventas de navidad. La tapa, si bien se observa, al pie, lleva la lista de los once escritores cuyas vidas adentro se reseñan. Una vez impreso, encuadernado, y entapado, los editores descubren que la lista ahora era de doce nombres: sin que nadie pudiera explicarlo, se había agregado Oscar Wilde.
Vale aclarar que yo todavía no había escrito este artículo, ni siquiera había pensado en escribirlo: Oscar Wilde no está entre los autores que más me gustan, aunque bien nos enseña Borges, “Wilde es de aquellos venturosos que puede prescindir de la aprobación de la crítica, y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato, es irresistible y constante”.
El libro, aquella edición –ya sin Wilde en la tapa- salió finalmente a mediados de enero, que en términos comerciales viene a ser todo lo contrario que los inicios de diciembre.
Poco después yo decidí escribir por fin este retrato suyo, con respeto, y con admiración, pero tambíen ya con algo personal.


* * *

 Oscar Wilde

Perturbó el arte, la moda y la moral de Inglaterra y del mundo hacia fines del siglo XIX y para siempre. Su ropa, sus modales y sus obras, fueron ley, bíblia y medida de su tiempo; inventó uno de los pocos mitos modernos de la literatura universal, y murió a los 46 años, en el destierro, en el desprecio y en la miseria. Pagó con la cárcel su amor a la belleza y a la libertad, y como castigo a su sensibilidad, cargó la cruz de los hipócritas de una moral que se moría.



EL DANDI CRUCIFICADO

 

 

 

Por Daniel Ares



“Cuando era joven y no conocía la vida, lo que más quería era escribir.
Ahora, que conozco la vida, lo único que quiero es escribir".
O.W.




   Una noche a finales del otoño del año de 1900, entre la bruma de las calles de un París desocupado por el frío, camina, despacio, un hombre solo, hundido en su propia sombra, apenas encorvado, tambaleante, como palpando la oscuridad. Está borracho pero parece enfermo, es joven, pero está viejo, y pese a que un día será -ya es- inmortal, allí va a punto de morir en la ignominia y la miseria después de haber brillado más que ninguno de su tiempo. Acaba de cumplir 46 años, dice que es escritor, y se hace llamar Sebastián Malmoth porque no quiere que nadie descubra o recuerde su vergonzoso verdadero nombre: Oscar Wilde.
    Y no camina encorvado por culpa del alcohol o de su enfermedad: le pesa su pasado formidable contra un presente como ése. Alguna vez lo tuvo todo y ahora no le queda nada más que las ruinas de su talento aplastado por la tristeza de saberse así, y su exquisita sensibilidad carcomida por el dolor. Nadie que lo cruce podría pensar que alguna vez –y no hace tanto- ese hombre, ese mismo hombre, fue tótem, medida y bíblia de su tiempo, que conmovió el arte, la moda y la moral de Inglaterra y del mundo con sus obras y sus ironías, con sus pantalones de terciopelo y sus guantes color lavanda, con su pelo tan largo, sus fotos tan provocativas, y su bastón de caoba con empuñadura de brillantes. “A mí dadme lo superfluo, que lo necesario lo tiene cualquiera”. Alguna vez ese hombre soñó para todos los hombres con un mundo mejor, más justo, más bello y más libre, y por todo eso más alegre. “Debe recordarse que la simpatía por la alegría incrementa el total de alegría en el mundo, mientras que la simpatía por el dolor no disminuye realmente la cantidad de dolor”, decía ese hombre que alguna vez reinó donde reinaban nada más que los reyes, y que tan luego ahora camina entre la niebla y en harapos, ebrio, doblado y solo, como un pordiosero cualquiera sin hogar bajo el invierno.
   Está a punto de morir y ya lo sabe. Cuando termine ese noviembre que camina se va a morir, el  día 30, en París, en soledad, sin plata para su entierro, así nomás. “Una meningitis mal curada”, dirán los médicos que lo mató. Puede ser.
La ferocidad de los hipócritas, también lo mató.
Y el oprobio y la envidia, y su inocencia profunda y su propia vanidad, y la intolerancia de los demás y la perfidia y el resentimiento también sirvieron sus cuchillos a la hora de matarlo...
Y más que nada lo mató la traición inexplicable de una vida consagrada a perseguir la libertad y la belleza, y que sin embargo lo llevó alegremente al horror del encierro y a las miserias de la deshonra, ya ni siquiera las del olvido.



   “Los ingleses tienen tres cosas importantes: el té, el whisky y yo, pero resulta que el té es chino, el whisky es escocés, y yo soy irlandés”. No mentía. Una de las glorias mayores de la lengua inglesa, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, había nacido en Irlanda, en su capital, en la ciudad de Dublín, el día 10 de octubre de el año 1854, y en el buen hogar de un respetable cirujano casado con una mujer muy entusiasta, bella y escritora, que fuera como fuera iba a procurar para su hijo la educación más refinada a su alcance.
   Así, primero, fue la muy distinguida Escuela Real de Portora, en Enniskillen, y luego, al graduarse, la selecta Universidad Trinity de Dublín, y de allí pasó con las mejores calificaciones a la Universidad Magdelen, ahora en Oxford, junto a los preferidos de su generación y entre los cuales pronto destaca por su inteligencia y su sensibilidad, pero sobre todo por ese brillo hecho de explosiones y destellos propios del sol de la mañana, y de los grandes artistas cuando recién amanecen.
   En 1876, Oscar Wilde tiene 22 años y ya se publican con bordados elogios sus primeros poemas en revistas de Dublín, pero también de Oxford. Un año después ocupa el primer lugar en su clase de obras clásicas, y en 1878 gana el muy prestigioso primer premio Newdigate por su poema Ravenna. Al año siguiente, en 1879, se instala de una vez por todas en Londres, y ya comienza a ganarse la vida como escritor, y ya es uno más en los círculos vanguardistas mejor afinados de la hora. Sus ensayos revulsivos, originales y humorísticos, corren por todo Londres mientras despiertan la polémica de una sociedad dormida. El artista amaneció. Su nuevo sol, se alza hacia un nuevo mediodía. 
  Discípulo de Baudelaire y de Keats, autocoronado por sí mismo "el apóstol de la Estética", ahora tiene un nuevo dios: la belleza; y un nuevo cielo: la libertad. Sueña la perfección y la busca hasta en lo trivial, en una taza, en un alfiler, en una corbata de lazo... Entregado a ese juego -por diversión (pero también por principios)-, se arma de un rápido cotillón de buenos modales y excéntricos hábitos que tanto escandalizan, como sorprenden y atraen. Y no acata más la moda porque ahora la moda es él. “Después de todo, ¿qué es la moda? Desde el punto de vista artístico, una forma de fealdad tan intolerable, que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses”. En 1881 aparece su primer libro, Poemas, y aunque la crítica lo mira de reojo, el público ya lo reconoce y ya empieza a valorar sus más finas ironías, la música de sus versos, sus medias de seda negra, sus poses amaneradas, su clavel siempre fresco en la solapa, y la deliciosa dinamita de sus declaraciones tan poco victorianas en dicha Inglaterra tan victoriana. “La mejor manera de librarse de una tentación, es caer en ella”, dice, divierte y se divierte, gana fama y le gusta, se contempla en el reflejo de las aguas de su suerte tan buena, y se arroja de cabeza contra su propia imagen. Él es el mito y ya lo sabe. En 1882 se estrena su primera obra de teatro, Vera o los nihilistas. Un éxito inmediato que pronto desembarca en Nueva York, donde más y más lo aplauden. Su sol sube y esplende.



    Comienzan los años mejores. André Gidé, el gran escritor francés, que lo conoció justo por entonces, dejó escritas para la posteridad unas pocas palabras que hoy valen más que dos mil quinientas fotos: “Aquellos que no se aproximaron a Wilde hasta los últimos tiempos de su vida, apenas imaginan, a través del ser débil, derrotado, que la cárcel nos había devuelto, el ser prodigioso que era al principio. Fue en el 91 cuando coincidí con él por primera vez. Su ademán, su mirada exultaban. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que éste no tenía sino que ir avanzando tras él. Sus libros asombraban, encantaban. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico, era grande; era hermoso; estaba colmado de dichas y de honores. Unos lo comparaban a un Baco asiático; otros a algún emperador romano; y otros aun al mismo Apolo... y la verdad es que resplandecía”.
    Antes de cumplir los 30 años una gira de conferencias por Norteamérica lo ha vuelto poco menos que indiscutible de un lado y del otro del océano, y en Francia ya lo consideran su amigo personal gigantes como Víctor Hugo, Alphonse Daudet, Stephanie Mallarmé y Paul Verlaíne.
En cuanto llegó a París –sigue Gidé-, su nombre corrió de boca en boca; sobre él se contaban anécdotas absurdas: Wilde sólo era todavía alguien que fumaba cigarrillos con boquilla de oro y que se paseaba por las calles con una flor de girasol en la mano. Porque, hábil para engatusar a quienes cimentaban la gloria mundana, Wilde había sabido crear, a modo de fachada de su auténtica personalidad, un divertido fantasma, que él interpretaba con ingenio”, dice Gidé, y se equivoca. Wilde es él, en sí, toda su obra, no un personaje. Él, en carne y alma, encarna el verbo que propaga. Es la versión humana de la palabra dandi en toda la gracia de su trivialidad, y en toda la melancolía de su lucidez. Artista legítimo, en él obra y vida son un solo y mismo canto al individualismo del arte como mayor aspiración humana; a la belleza, como ideal superior del espíritu; y a la libertad, como único estado concebible para la evolución del hombre. “El arte es el tipo de individualismo más intenso que el mundo ha conocido. Me atrevo a decir que es el único tipo de individualismo que el mundo ha conocido.”
    De regreso de su gira por los Estados Unidos, cada vez más aclamado y más famoso, acaso para sorprender a casi todos sus biógrafos por el resto de la eternidad, en 1884, con 30 años recién cumplidos, Oscar Wilde decide casarse con una joven y muy rica irlandesa de nombre Constance Lloyd, mujer ingenua y sumisa que sin saber lo que le espera, le dará dos hijos: un varón, Ciryl, que nace en 1885 y que muere en la Primera Guerra Mundial; y una niña, Vivyan, que un día será escritora como su padre, sólo que nunca querrá su apellido así que firmará como Holland, Vivyan Holland...
   Pero todo eso ocurrirá después, poco después pero después, cuando lleguen el ocaso y la noche, por entonces no hay más que plenitud y fortuna: en el cielo infinito no se ve ninguna nube, y el sol en su ascenso barre todas las sombras. Wilde es el niño mimado de su tiempo, y nada parece que pueda tocarlo.
  En 1888 aparece su primer libro de cuentos fantásticos, El príncipe feliz, y las ventas y la crítica reconocen la estatura de su genio. Es célebre, popular, y prestigioso. Rico y famoso. Cada día son más los que se visten como él y repiten lo que él dice, porque cada día son más los que sienten y piensan como él.  “Cualquier idea que valga la pena, es siempre peligrosa”. No se imaginaba cuánto. Una nueva colección de cuentos fantásticos aparece con su firma en 1892, es La casa de las granadas, la escribió para sus hijos, dice, pero la van a leer los hijos de sus hijos y sus padres también. Esplende como nunca. Se acerca el mediodía.
   Más o menos por entonces cierta tarde visita a un amigo pintor y en su estudio se topa con un joven modelo que se llama  John Gray y que allí posa desnudo y perfecto para que el otro lo retrate. Ahí Wilde, maravillado y sabio ante aquel David en carne y sangre, lamenta en toda su amargura que tanta perfección tuviera que envejecer un día (“porque es infinitamente triste que el talento dure más que la belleza”), y se le ocurre pensar cuánto mejor sería que envejeciera el retrato en vez del  hombre. Y ahí, así, toma origen y nace uno de los pocos mitos universales que iba a dar la literatura moderna: El retrato de Dorian Gray, su sola novela que aparece en 1891 para demostrarle al mundo que el gran dramaturgo, ensayista, crítico y poeta Oscar Wilde, además de ser un caballero excéntrico y muy gracioso -y sin embargo muy influyente-, era, también, un gran novelista capaz de fábulas nuevas... y de perturbarlos a todos.
   El tema era tan novedoso, y su enfoque tan original, que en un principio nadie quería publicarlo, y una vez publicado, muchos se negaron a venderlo. Los libreros alegaban que era un “libro asqueroso”. Nunca todavía Inglaterra se había visto sacudida por apenas una novela, un género aún considerado popular, y por eso menor. Sin embargo el escándalo de El retrato de Dorian Gray estalló como una granada y las esquirlas de su locura los alcanzó a todos. Mientras aumentaban las ventas, la polémica rodaba y crecía como una bola de nieve por las calles de Londres, por sus tabernas y sus seminarios, por sus salones más distinguidos, en la prensa y las universidades y se expandía por el mundo y se fijaba en el tiempo... Los jóvenes lo consideraban la nueva manera de hacer literatura, y los conservadores la confundieron con un nuevo Anticristo. “Hay algo peor que el hecho de que hablen mal de uno: y es que no hablen de uno”. Lo había logrado.
   Entre 1892 y 1895, en seguidilla de aplausos, se estrenan sus cuatro comedias, El abanico de lady Windermere (1892), Una mujer sin importancia (1893), Un marido ideal (1895) y La importancia de llamarse Ernesto (1895). La crítica y la taquilla coinciden y lo coronan como el gran dramaturgo del siglo que se viene. Wilde  alcanza su exacto mediodía, y allí comienza la tarde, su lento declinar hacia un crepúsculo de espanto.



 Pareciera que sol se agranda cuando llega el ocaso, pero sólo se incendia.
 Hacia 1890, mientras la bestia de la fama crecía a sus espaldas, más allá –y no tanto- de su familia tipo ideal, Oscar Wilde frecuentaba cada vez más seguido los circuitos homosexuales de Londres, sus prostíbulos, sus bares, sus clubes privados, sus ámbitos secretos donde nobles caballeros –subditos refinados, aunque hedonistas-, escapaban a los rigores de la Corona y sus estrecheces. Vale recordar que por entonces la homosexualidad, en aquella férrea Inglaterra de la reina Victoria, constituía un ultraje a la moral y era penada con la cárcel. Por amor a la libertad, entontecido por la victoria, hipnotizado por la belleza, aturdido por los aplausos, creyendo que era impunidad la fama que lo acechaba, o acaso vencido por sus propias convicciones, a Wilde nada de nada pareció importarle nada, y así va dejando por todas partes las huellas de su debilidad.
  A mediados de 1891, por amigos en común, conoce a un estudiante de Oxford, un tal Lord Alfred Douglas, un joven aristócrata escocés que se le acerca enceguecido por la admiración, y que será primero su discípulo, enseguida su amante, su protegido para siempre, el gran amor de su vida, y su tragedia por fin.
   Lord Alfred Douglas, alias Bosie,  21 años, sin ninguna otra gracia demostrada más que la hermosura de su juventud, egoísta por naturaleza, ególatra de concurso, parásito por formación y vocación, y primogénito inútil de un noble escocés -el marqués de Queensbury-, quien odiaba a su hijo tanto o casi tanto como su hijo lo odiaba a él. Tales sus pocos atractivos.
   Sin embargo, apenas se conocieron, se volvieron  inseparables. Por el resto de sus días Oscar Wilde iba a demostrar por ese chico, toda la debilidad de su carácter y toda la hondura de su pasión  Entre vinos y risas, sedas y besos, ya ninguno de los dos se preocupa demasiado por disimular lo que sienten y son. Para 1893 ya se fotografiaban tomados de la mano, uno sobre las rodillas del otro, los dos mirándose a los ojos. Lord Alfred lo hace por vanidad o desparpajo. Wilde por amor o valentía; el caso es que todo Londres ya sabe de los dos y lo que son, aunque nadie diga nada porque Wilde –aún- parece intocable. Sus obras ganan respeto y aplausos, su público crece todos los días, y su nombre repiquetea sobre las mesas mejores como una moneda de oro. Parece intocable. Hasta que un personaje menor, el marqués de Queensbury, el padre de Lord Alfred, irrumpe en escena y lo destruye.

 

Fue así: por odio y sólo por odio, Lord Alfred, Bosie, no tardó en usar su delicada intima amistad con su célebre escritor, para irritar a su padre blandiendo sus buenas relaciones y acusándolo en público de ser un avaro sin sensibilidad ni nobleza por más títulos que tuviera. Y así y cada vez más hasta que un día, el marqués, harto, embiste contra Wilde y ya no se detiene.
Primero reparte por todo Londres volantes y brulotes que cuentan baratijas pornográficas sobre el célebre escritor y sus muchos muchachos... Y después, no contento con tanto, decide infiltrarse en los estrenos de sus obras, interrumpe las representaciones, se para a los gritos en mitad de la platea, insulta a los actores y  degrada al autor con su rosario de chismes horrendos...
Y acaso todo se hubiera resuelto con sólo ignorarlo y prohibirle por ley la entrada a cualquier otro estreno suyo... pero no. Llevado por el odio ancestral y la insistencia febril de su amado Alfred Douglas, contra todos los consejos de sus buenos amigos y abogados, Wilde recogió aquellas  injurias de la basura, y las eternizó para su desgracia.
El 18 de febrero de 1895, denunció al marqués de Queensbury por injurias e infamias. Dos días antes, se estrenaba entre ovaciones La Importancia de llamarse Ernesto. Sabido es: cuando el sol se agranda... 
 El primero de marzo de 1895, el marqués de Queensbury era arrestado y detenido,  y así Lord Alfred Douglas se daba el gusto más grande de su vida al ver a su propio padre en el banquillo de los acusados. Sólo que su padre, lejos de retractarse, prefirió contraatacar, y dio comienzo a la serie de tres juicios que habría de terminar con el marqués convertido en un héroe del día, y con el gran Oscar Wilde reducido a un infame convicto sin otro derecho que sufrir hasta morir.
      El 3 de abril comienza el primer juicio. A fin de probar y demostrar que no eran injurias baratas las suyas, la defensa del marqués hace pasar por el estrado un inclemente desfile de jóvenes empleados de prostíbulos masculinos, que juran uno tras otro recordar perfectamente al señor Wilde, haberlo atendido más de una vez, y otros detalles menores que exasperan al tribunal y que lo obligan a un nuevo juicio. Sólo que ahora la víctima será el victimario. Ahora el acusado era Oscar Wilde, y el cargo  “ultraje a la moral”. Caía la tarde.
   El segundo juicio comenzó el 26 de abril y en este caso fueron presentados un par de malos poemas escritos por Lord Alfred Douglas, dedicados a Wilde, y en los que hacía referencia a "un amor no natural". La fiscalía se valió de estas palabras para acusar a Wilde de amores contra natura, y a su turno Wilde se defendió con uno de sus mejores discursos más incomprendidos y fatales: "El amor que no se atreve a decir su nombre, en este país, es como el afecto de un viejo a un joven, así como fue el amor entre David y Jonathan y tal como lo pueden encontrar en los sonetos de Miguel Angel o Shakespeare. Este profundo y espiritual afecto es tan puro que es perfecto...es hermoso, es delicado, es la forma más noble de afecto. No hay nada sobrenatural en esto y, repito, existe entre un hombre mayor y uno joven, donde el mayor tiene el intelecto y el joven tiene toda la energía, esperanza y glamour de la vida por delante. Esto debe ser así y el mundo no lo entiende."
    Y no, el mundo, por lo menos el mundo que allí lo rodeaba y lo juzgaba, no lo entendió ni lo intentó.
  Un tercer y último juicio comenzó el 22 de mayo, y un nuevo desfile de chicos malos, cartas privadas y otras pruebas, acabaron rápidamente con el gran Oscar Wilde, con el edificio de su  nombre, con toda su fortuna y con su tan buena suerte. En apenas cinco días lo encontraron culpable de “comportamiento homosexual”, y por lo tanto, de “ultraje a la moral”.
 Inmediatamente su matrimonio fue disuelto, su casa y todas sus pertenencias fueron subastadas, sus hijos y su mujer se volvieron a Dublín, se prohibieron sus libros, sus amigos no quisieron verlo nunca más, y él, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, el gran Oscar Wilde, fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading Gaol. Era el 27 de mayo de 1895. Wilde tenía, en ese momento, 40 años.
   “Aquellos que no se aproximaron a Wilde hasta los últimos tiempos de su vida, apenas imaginan, a través del ser débil, derrotado que la cárcel nos había devuelto...”, repite Gidé y aquí no se equivoca. La cárcel lo fulmina. Son dos años, 24 meses, 730 días, 17.520 horas con todos sus minutos y segundos sometido a la indiferencia de hombres de hierro que lo torturan y lo desprecian y que se burlan de sus llantos, de su culpa, de su pena y su condena. Dos años. Mucho sufrir y mucho horror para un buen hombre que sólo buscaba la verdad de la belleza y el placer de la armonía. Demasiado.
   “Cuando era joven y no conocía la vida, lo que más quería era escribir. Ahora, que conozco la vida, lo único que quiero es escribir”.  Aún en la cárcel, en aquella soledad tan corrosiva, escribe y extrae de su dolor las dos  tragedias que iban a coronar toda su obra: La balada del la cárcel de Reagind Gaol, y una extensa carta que un día será pública bajo el título De profundis, y que él escribe con impecable prosa hacia el final de su condena y para el gran amor de su vida: lord Alfred Douglas, Bosie, el ángel de su perdición.
    Son cientos de páginas que empiezan así: “Querido Bosie: Después de una larga e inútil espera, me decido a escribirte directamente, tanto por tí como por mí, ya que no me agrada pensar que he pasado dos interminables años de reclusión, sin recibir nunca una sola línea tuya, sin noticias, ni tan solo un mensaje que no haya sido de un género que me entristece”.  Más adelante le dice: “Debes leer esta carta hasta el final, aunque cada palabra haya de ser para ti como el cauterio o el bisturí del cirujano que quema o sangra las carnes delicadas (...) El supremo vicio es la estrechez de espíritu, todo lo que uno comprende está bien”. Y termina así: “Cuán alejado estoy aún de la verdadera serenidad, ha de demostrártelo con toda nitidez esta carta, con sus titubeantes y variables estados de espíritu, con su desprecio y su amargura, con sus anhelos y con la impotencia de convertirlos en acción. Pero, no eches en olvido cuán espantosa es la escuela en que sentado ante mi tarea me veo. Por muy imperfecto, por muy incompleto que yo sea, has de aprender mucho de mi aún. Quisiste que te enseñara yo el placer de vivir y el placer del arte; quizá esté yo llamado a enseñarte una cosa infinitamente más bella: el valor y la hermosura del dolor. Tu amigo que te quiere: Oscar Wilde”.



Al salir de la cárcel, el 19 de mayo de 1897, pronto a cumplir 43 aos, Wilde se exilia en Francia, en París, lejos d etodos, pero de nuevo con él, con lord Alfred Douglas, con Bosie, el gran amor de su vida.... eso ahora quedaba muy claro para siempre.
Su mujer no se lo perdona. Le pide el divorcio y de allí en adelante Wilde no volverá a ver a sus hijos nunca más, no recuperará nada de todo lo perdido, no recibirá un solo centavo por los derechos de sus obras, y no tendrá otro recurso para sobrevivir, que  escribir sin su nombre porque ya nadie lo quiere, así que se pone Sebastián Malmoth, y como tal subsiste.
Las fotos de entonces lo muestran más gordo, parece hinchado. Una meningitis mal curada empieza a perseguirlo, y cada vez bebe más y duerme menos. En los intersticios del cansancio y la tristeza, le da los últimos toques a La balada de la cárcel de Reading Gaol, por si algún día alguien la quiere publicar, por si algún día alguien olvida sus pecados, y porque “lo único que quiero es escribir”.
     Ya todo ha terminado. Ya no hay grandes fiestas, rabiosos aplausos, sonoros elogios, ropa buena y vinos mejores. No hay, ni habrá. Ahora vive –sobrevive- en un hotel barato de la Rue des Arts, lleva la misma ropa con que salió de la cárcel, y lejos muy lejos de toda su vieja vanidad, hoy prefiere pasar inadvertido, no quiere que nadie lo descubra ni lo recuerde, le da vergüenza el pasado que ayer era su gloria, y lo poco que gana, se lo gasta en lord Alfred, que cada vez lo quiere menos y cada vez le cuesta más.
  En la primavera de 1900, por ejemplo, le concede a su Bosie un último viaje por Italia, y juntos recorren Roma, Nápoles y Sicilia, y a principios del otoño regresan a  París. Lord Alfred vuelve a sus muchos caprichos y a sus otras amistades; y el gran Oscar Wilde vuelve a su cuarto barato, a su soledad sin solución, a la locura de sus recuerdos, a las miserias del oprobio, y a la bruma de las calles por las que avanza borracho, encorvado, palpando la oscuridad hacia su muerte entre las sombras, después de haber brillado más que ninguno de su tiempo.
      

* * *

1 comentario:

  1. Magnífico. Realmente glorioso. No cabe duda de Sebastián marcó un hito en la literatura, convirtiendo su mismísima vida en obra, y llegando al cielo de los grandes, muriendo como los indigentes. Merece mucho más. Absolutamente delicioso. Gran reseña.

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