El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


lunes, 13 de junio de 2011

AMORES DE HISTORIA-HISTORIAS DE AMOR. HOY: Scott & Zelda Fitzgerald: HERMOSOS Y MALDITOS

Scott & Zelda


La verídica y muy triste historia de uno de los más grandes narradores norteamericanos del siglo XX, lleva la marca indeleble de una sola mujer que fue al mismo tiempo su musa, su pasión y su abismo. Bellos los dos, jóvenes, ricos, talentosos y atrevidos; Francis Scott Fitzgerald, y su esposa Zelda, atronaron su tiempo y fueron la pareja símbolo de la era del jazz y de los años locos. Sus escándalos por París, las mutuas infidelidades y las borracheras juntos, la fiesta incesante y la noche infinita, Hollywood, los manicomios, el ardor y el descontrol, hicieron por partes iguales la gloria y la tragedia que los volvió inolvidables, patéticos y grandiosos.




HERMOSOS Y MALDITOS

 

 

Por Daniel Ares


 

“Hablo desde la autoridad que da el fracaso”.

F.S.F.


La divina trinidad de la novela norteamericana del siglo que se fue, quedó para siempre regida por sus tres gigantes eternos: Ernest Hemingway, William Faulkner, y Francis Scott Fitzgerald.

El primero, Hemingway, inventó una nueva manera de narrar que alumbraría todo el camino que seguía. El segundo, Faulkner, más que sacar de la nada relatos inconcebibles, descubrió una dimensión del alma humana todavía vedada a los demás. Y el tercero, Fitzgerald, fue quien compuso la única novela del siglo XX norteamericano considerada todavía perfecta: El gran Gatsby.  Por eso Hemingway y Faulkner admiraban tanto a Fitzgerald, prodigio y promesa de su grandiosa generación.

Sin embargo sólo Hemingway y Faulkner crecieron hasta el final, ganaron el premio Nobel, y murieron en plena gloria. El otro, Fitzgerald, conoció el éxtasis del éxito y la efervescencia de la fama, supo del lujo y la riqueza  en lo mejor de su juventud, y al son de la locura de su tiempo y su mujer, antes de cumplir los cuarenta años, perdió el rumbo de su suerte entre la niebla del alcohol, se hundió despacio en el fracaso, y el olvido se lo tragó. Murió solo, joven, pobre y callado. Y todo -dicen- por una mujer: Zelda.

 Hacia 1935, un joven Hemingway rugiente y ya triunfal, le escribía en una carta a William Faulkner: “Querido Bill: ahora sí creo que sólo quedamos tu y yo. Dos Passos* se ha vuelto un cobarde y un maricón. Y en cuanto a Scott, bueno... creo que Scott está terminado: Zelda lo terminó”.

 

 Zelda Claire Sayre había nacido el 24 de junio del año de 1900, en Montgomery, Alabama, como hija de un juez de la suprema corte del Estado, y segunda princesa inmaculada de un hogar muy respetable, distinguido y ambicioso. Sin embargo la niña, bella, consentida y rica, no tardó en mostrar problemas de conducta, que sus padres -en la ceguera de su benevolencia y vanidad-, prefirieron confundir con algo pasajero, o mejor aún, con un dejo natural de aristocrático esnobismo. El caso es que antes de cumplir los 17 años –en la recatada Alabama de principios de siglo-, Zelda ya fumaba en público -incluso frente a sus padres-, y ya decía a viva voz que había “besado a miles de hombres”, y que estaba “dispuesta a besar otros mil”.

 Cuatro años antes y en otra parte, en 1896 y en Saint Paul, estado de Minessota, había nacido él: Francis Scott Key Fitzgerald, hijo de un refinado sudista reducido a corredor de seguros, y de una hermosa plebeya descendiente de comerciantes irlandeses. Pese a la inestable economía familiar, Francis recibió una muy buena educación yendo a la St. Paul Academy primero, luego al Newman School de Hacksensack, y por último a la Universidad de Princeton, donde pronto fracasa como futbolista, pero destella como escritor.

Todos los vientos de sus instintos lo llevan aunque no quiera a frecuentar rápidamente los circuitos intelectuales universitarios, sus clubes literarios y sus fiestas. Pronto escribe artículos y relatos para sus revistas y otros periódicos, y enseguida saborea los primeros elogios que detonan su vocación. Los chicos lo admiran, las chicas lo miran, y él quiere más.

 Así describe Ernest Hemingway a un Fitzgerald adulto en París era una fiesta: “Scott era ya entonces un hombre pero parecía un muchacho y su cara de muchacho no se sabía si iba para guapa o se quedaba en graciosa. Tenía el pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos azules y una delicada boca irlandesa de larga línea de labios, que en una muchacha hubiese representado la boca de una gran belleza. Tenía una firme barbilla y perfectas orejas, y una nariz que nunca fue torcida. Desde luego que se puede tener todo eso y no ser hermoso, pero él lo era”. Valga éste retrato entonces para imaginarlo diez años antes, en 1917, cuando Scott egresa de Princeton dispuesto a ser un héroe como cualquier otro chico de su edad y su país.

 

Europa se incendia y un día por fin lo llaman a filas. Él también quiere sus medallas. Con 21 años deja sin terminar su primera novela, El romántico egoísta, y toma su fusil. Atlético y bronceado, invicto todavía, ahora esplende en su nuevo uniforme como una estrella de cine de esas que surgen por entonces. En el fervor de las despedidas, ya pronto para el combate, dos días antes de partir, en un baile de estudiantes en Long Island, Scott y Zelda se conocen. Se cruzan y se miran y ya no se desatan nunca más por mucho que se alejen tantas veces. Allí está ella: niña-mujer hermosa y refinada y sin embargo salvaje, ya bebida y bastante desprejuiciada, demasiado distinta, y por eso muy valiente. Los dos son para los dos, lo que los dos soñaron siempre para ellos. Por un instante sin embargo, casi que la guerra los salva de sí mismos: apenas se conocen y ya tienen que despedirse, él marcha hacia el frente, sí,  pero casi, porque no... a punto de ser embarcado, llega la noticia de la rendición alemana y él se queda sin sus medallas y entonces vuelve a Zelda y a sus novelas y a su destino sin solución. 

 La fiesta y la tragedia que será su vida juntos, acaba de empezar. Ahora es la fiesta. Después será la tragedia. El gran escenario es el mundo, los únicos protagonistas son ellos dos, y el resto es reparto, cartón pintado, fondo falso, y la realidad una burda variante de la ficción.

 Se comprometieron en 1919, cuando él trabajaba en una agencia de publicidad a la que rápido renuncia para terminar la nueva y última versión de su primera novela, El romántico egoísta, ya bajo el definitivo título de A éste lado del paraíso. Su nombre y sus relatos ganan público y espacio en las revistas más exitosas. Comenzaba a brillar y prometía. Tal vez por eso, algunos de sus mejores amigos, quisieron que viera a Zelda como la veían ellos: desfachatada hasta la impudicia, provocativa hasta el escándalo, inestable hasta la incoherencia, depresiva, siempre borracha... Pero no, él no puede verla así, porque él no puede ver nada porque él se enamoró y está ciego como corresponde. En febrero de 1920, en legítima defensa de sus más profundos sentimientos, le responde por carta a su amiga –y admiradora (y acaso pretendiente)- Isabelle Amorous: “Ninguna personalidad tan fuerte como la de Zelda podría pasar sin recibir críticas y, como dices, ella no está por encima de los reproches. Siempre supe eso. Ninguna joven que se irrita en público,  que disfruta francamente de contar historias chocantes, que fuma constantemente y que manifiesta que “ha besado a miles de hombres y se propone besar a miles más”, puede considerarse más allá del reproche, aún cuando esté por encima de ello. Pero Isabelle… precisamente yo me enamoré de su valentía, de su sinceridad y de su apasionado autorespeto, y son ésas las cosas en las que creería aún si el mundo entero prefiriese recelar que ella no es lo que debiera ser”.

 

 Scott y Zelda se casaron en 1920. Un año antes, extemporáneamente, contra la opinión de su propia familia, sin que ni siquiera ella misma pudiera explicar muy bien por qué, Zelda rompió el compromiso. Pero por iguales –y confusos- motivos, unos meses más tarde el lazo se recompuso y al fin se casaron en Nueva York. Ella tenía 20 años, él 24. A éste lado del paraíso, su primera novela, acababa de aparecer. Pronto será el escritor más famoso y mejor pago de los Estados Unidos. La fiesta crece, la tragedia espera.

 En 1921, los recién casados hacen su primer viaje a Europa, recorren Inglaterra, Francia, Suiza, Italia... Son tiempos de bohemia y grandes bailes selectos en fastuosas embajadas, mansiones y palacios de la noche infinita. Todo es brindar, bailar y aplaudir.  “Ibamos tanto al teatro que comenzaste a deducirlo de tus impuestos”, le reprochará Zelda mucho después, pero no entonces, entonces festeja, no hay otra cosa que hacer, a no ser parir... En octubre de 1921 regresan a los Estados Unidos para que nazca Frances Scott Fitzgerald Sayre, Scottie, la única hija que tendrán. Apenas una distracción. Parto, posparto, niñeras francesas, institutrices sajonas, los mejores colegios, y que siga la fiesta.

 En 1922 aparece su segunda novela, Hermosos y malditos,  y ahora sí que es el mejor pago. “Fuimos a Nueva York y alquilamos una casa borrachos -recordará Zelda, años más tarde- dábamos montones de fiestas... Bebíamos siempre y al final nos fuimos a Francia porque en esa casa había demasiada gente. Nos fuimos a St. Raphael, tu escribías y a veces íbamos a Monte Carlo y a Niza... Pero estábamos solos, y entonces organizábamos grandes fiestas para los pilotos franceses”...

 Aquel verano de 1924 lo pasan allí, así, en St. Raphael, en la Riviera francesa. Scott bebe y trabaja en El gran Gatsby; y Zelda bebe y bebe, y vive un desastroso romance con un piloto francés. Scott bebe y la insulta, ella bebe y llora. En los intersticios de la fiesta y su resaca, discuten hasta cuando duermen. El alcohol, los celos y los gritos, serán la música de fondo de ese verano indeleble. Aun así,  Fitzgerald termina su trabajo mejor, y acaso por eso, algún día recordará aquellos días como “mis días más felices”. Zelda, en cambio, no: “...y así pasó aquel verano, fiesta tras fiesta... Te la pasabas tomando y me dejabas sola mucho tiempo. Había demasiadas cosas que hacer y demasiada gente y nuestra casa siempre estaba llena...estaban los ingleses dormidos que encontré una mañana en el piso y... literalmente, estuviste borracho todo el verano sin interrupción”. 

 Vuelven a América y en 1925 Scott alcanza la cima de su gloria. El gran Gatsby aparece y explota. El público, la crítica, sus pares, el asombro... T.S. Elliot, patriarca vivo de la lengua inglesa, dice que “El gran Gatsby es el primer paso que da la novela norteamericana desde los lejanos días de mister Henry James”. Un chico llamado Ernest Hemingway lo admira tanto, que le manda sus origínales para que Scott haga con ellos lo que quiera. Las revistas publican su foto en tapa y varias poses; su hermoso rostro acompaña el éxito del Gatsby, y su porte y su figura, su juventud dorada, lo convierten enseguida, con 29 años, en el icono triunfal de su generación, la imagen más acabada de un gran país en su esplendor.

 

De vuelta por Europa unos meses más tarde, Zelda y Scott derrochan buena parte de la salud y la fortuna y del tiempo que les queda. Es la era del jazz, los años locos; en París está ése chico Hemingway y se hacen amigos, y mientras ellos beben y ríen y construyen la mejor literatura del siglo, Zelda toma clases de danza con una princesa polaca que al final la enamora... “Tu descubriste a Ernest y el Café des liles, y yo bailaba y me hacía adicta a mi profesora”... Acaso era hora de volver a casa.

 En 1926 están de vuelta en Estados Unidos, en California, en Los Angeles. No hay entonces en todo el país un escritor más popular que Scott, y Hollywood no se lo quiere perder, prefiere devorarlo. La fiesta que no cesa tampoco es gratis, los caprichos de Zelda son caprichos de reina, y él vive la vida de un millonario de ficción. Y todo eso hay que pagarlo con algo más que un par de cuentos por año y una buena novela cada tanto. La United Artist lo contrata para sus estudios, y allí firma su pacto con el Diablo. A partir de entonces –y mientras les sirva para algo-, a cambio de no ser, tendrá todo lo que quiera. 

 En su jaula de oro sin barrotes, cree que es libre porque en un primer espejismo el dinero y la fama le abren más puertas y nuevos caminos. En los años que siguen, sin dejar de brindar, de pelear, de traicionarse y de besarse, Scott y Zelda van y vienen de Europa, recorren Génova y otra vez la Riviera francesa, desbordan París entre champán y carcajadas, escandalizan una recepción en una embajada romana, viajan de vacaciones al Africa como hacen los ricos más ricos, y más o menos por entonces, en el pico desmadrado de una noche imparable, los nervios de Zelda colapsan por primera vez.

En abril de 1930 es internada en la clínica psiquiátrica Malmaison, en las afueras de París.

La fiesta se terminó. Ahora comienza la tragedia.


 “Tu te estabas volviendo loca y lo llamabas genio, yo me estaba yendo a la ruina y lo llamaba cualquier cosa que tuviera a mano. Y creo que todos los que estaban a suficiente distancia como para vernos más allá de la verbosa presentación que hacíamos de nosotros mismos, se formaban una idea de tu casi megalomaníaco egoísmo, y mi insana indulgencia con la bebida... Sinceramente, jamás pensé que nos arruinaríamos el uno al otro”. Así le escribe él a ella poco después de aquella primera internación, cuando Zelda vuelve por un tiempo a la casa de sus padres en Montgomery, y Scott viaja a Los Angeles empleado ahora por la Metro Goldwyn Mayer. Es el principio del derrumbe, su propio crack-up en medio del gran derrumbe nacional. Es 1930, Wall Street ha caído. La gran depresión ha comenzado y ya lo muerde.

Mientras Hollywood se lo fagocita licuando su talento en tristes guiones olvidables, en junio de 1932, Zelda sufre un segundo colapso nervioso y es internada en una clínica psiquiátrica de Baltimore, donde dopada y sin alcohol, comienza a escribir su propia novela mientras Scott escribe lo que le dicen para mantener la novela de ella, su manicomio y sus reproches.

“A ti no te importaba nada de mí –le escribe Zelda- así que seguí y seguí bailando sola, y pase lo que pase, sigo sabiendo en el fondo que todo es un juego sucio y sin Dios, que el amor es amargo y es todo lo que hay, y que el resto es para los mendigos emocionales de la tierra y tiene más o menos el mismo valor que la gente que se excita con postales obscenas”.

Aún así, entusiasmada, igual le envía los primeros borradores de la novela que escribe, le pide su opinión y él los lee, encuentra pasajes enteros copiados de sus propias novelas, se agota y le responde: “...sólo puedo decirte que no existe tal cosa como expresarse a uno mismo. Sencillamente no existe. Lo que uno expresa en una obra de arte es el destino trágico y oscuro de ser el instrumento de algo incomprendido, incomprensible, desconocido. Tu llegaste hasta el umbral de ese descubrimiento, y después decidiste, contra toda lógica, destrozar la puerta y entrar sin pagar. Lograste únicamente destrozarte a ti misma, y por poco a mi y a Scottie, si no me hubiera interpuesto”. De la enfermiza pasión que habían sido, ya sólo quedaba eso: un enfermizo ir y venir de cartas.

 Prudentemente, mientras tanto, lejos de su madre y de su padre, Scottie crecía preservada por una institutriz francesa y por los mejores colegios que Hollywood podía pagar con los desguaces que hacía de su padre. Pero su padre se agota y sus ganancias con él. La Metro no lo quiere más, no le renueva su contrato, es razonable: bebe demasiado, pierde mucho tiempo con sus propias obras, y nadie sabe muy bien por qué, pero ya no resulta tan divertido.

En junio de 1934 Zelda sufre su tercera y más aguda crisis de nervios, y es internada primero en Baltimore y después en un psiquiátrico privado de Nueva York. El 28 de agosto, Scott le escribe al doctor Murdock -médico de Zelda-: “Como sabrá, ayer vi a mi esposa y estuve una hora y media con ella. Fue mucho mejor que cualquiera de las otras veces que la vi, desde que tuvo otra crisis en enero pasado. Parecía en todo sentido exactamente la misma chica que solía conocer. Pero, quizás por ese motivo, a los dos nos pareció muy triste, y Zelda se puso a llorar en mis brazos y sentimos que el verano que se escapa representaba la forma en que la vida se no está escapando a los dos”.

 A fines de ese mismo año, Scott publica su nuevo libro, Tierna es la noche, pero vencido como está, se lo traga el silencio.

 Es más o menos por entonces cuando Hemingway, en plena victoria, le escribe aquella carta temeraria a su temido compadre William Faulkner: “Scott está terminado. Zelda lo terminó”.

 

  En 1939, Scott y Zelda, con las cenizas de su pasión –y las migajas de Hollywood-, intentan una nueva luna de miel en Cuba, de la que Fitzgerald regresa urgentemente para ser hospitalizado en Nueva York, donde los médicos le dicen lo que tiene de tanto fumar, beber y no comer: tuberculosis.  Pocos días después, Zelda es internada en el Highland Hospital de Ashville, presa de una profunda depresión. Scott, en tanto, apenas recuperado, a finales de aquel año de 1939, vuelve a Hollywood a vender lo que le queda por lo que sea. Pero como nadie le compra nada por nada, a partir de entonces no tiene más alternativa que sobrevivir como colaborador free-lance de los grandes estudios, que ahora le pagan su whisky y su tabaco mientras él escribe sin descanso tristes sketchs cómicos para series de segunda, para actores sin futuro, y para morir así, pocos después, el 21 diciembre de 1940, en su casa de Sheilah Graham, a los 44 años, víctima de un ataque cardíaco, lleno de deudas, joven y ya olvidado.

  Zelda enloqueció del todo. Sola y cada vez más alejada, arrastró su desvarío de internación en internación por algunos años más, hasta que murió carbonizada entre las llamas que en 1948 incendiaron el hospital de Baltimore, donde la habían encerrado por entonces.

  Entre los papeles de Fitzgerald, después de su muerte, aparecieron 133 páginas de la novela que estaba escribiendo y que nunca terminó –El último magnate-, unos pocos relatos inéditos, varios sketchs baratos de aquellos, y una extensa carta dirigida a Zelda, nueve carillas torrenciales escritas a mano y sin piedad. Le decía cosas como ésta: “Yo me quedaría muy tranquilo en  mi tumba, aunque creo que tu espectro, caminando en harapos y seguido de niños por las calles de Montgomery, me acosaría por siempre”. O ésta: “Si fueras capaz de organizar algo, lo harías ahí donde estás (estaba internada) ¿qué no daría yo por tener el derecho al ocio?. Me encantaría despertarme una mañana y decir: hoy, ninguna preocupación, ninguna deuda, ningún prestamista, ninguna prostitución mental... Ya no me compadezco de ti: te envidio, y a cambio, me compadezco infinitamente más de mi talento agonizante...”. Y más: “...está muy bien concebir la vida en términos de una vasta nostalgia cuando se tiene un propósito artístico, sólo que el mundo no permite tales cosas si no se paga con recursos propios. Es un lujo que ni siquiera los ricos, ahora, pueden permitirse así nomás. Nosotros, los tuberculosos, la gente equivocada, los trabajadores, los moribundos, tenemos que vivir -no a expensas de ustedes, lo sabe Dios-, sino a pesar de ustedes.  Tenemos nuestras propias lápidas que cincelar y no podemos desafilar nuestras herramientas apuñalándolos por la espalda, a ustedes, fantasmas, fantasmas que no pueden ni recordar claramente, ni olvidar por completo”. Y ya hacia el final, ciego en la furia de su desolación, llega a decirle: “Tú estabas loca en el sentido ordinario antes de que yo te conociera. Yo racionalicé tus excentricidades e hice una especie de creación contigo. Pero no te enojes, de no haber sido tu, quizás hubiera trabajado con un  material más estable. Mi talento y mi decadencia son la norma. Tu deterioro es la excepción”.

  La carta está fechada en el otoño de 1939. Apareció entre sus papeles. Zelda nunca la recibió. Scott no se la mandó jamás. Acaso por amor.




(*) John Dos Passos (Chicago, 1896- Baltimore, 1970): autor de Manhattan Transfer, Los días mejores  y la Trilogía U.S.A.; entre otros.


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