CAPITULO III
Las pequeñas piezas de la derrota
Por Daniel Ares
"Hacia el destino siempre".
Napoleón Bonaparte.
16 de junio, día 98
Un juego demasiado tonto
Precedido por la 16° División de Reserva de Pincton, y por las gaitas salvajes de los Highlander escoceses, temprano la mañana del día 16, Wellington y su estado mayor partieron de Bruselas rumbo al sur, hacia Quatrebras. A recorrer sus posiciones personalmente.
En Charleroi el emperador ya está en pie desde hace rato, a las seis dictó por fin las órdenes escritas que tanto espera Ney, en ellas le confirma lo conversado anoche… De cualquier forma, el mensajero no sale del cuartel general sino hasta dos horas más tarde; sólo que eso al emperador no se lo dicen ni le importa: él ya habló con Ney, ya le dijo lo que tiene que hacer. La orden escrita es apenas una formalidad. Cree. No le preocupa. Allí tiene otros problemas ahora mismo.
Recién a media mañana le informan qué es eso que avanza desde el este: es el ejército de Blücher entero.
Deberá atacarlo, evitar que lleguen hasta Wellington. El grueso de sus fuerzas irá contra ellos, decide. Ahora Ney no tendrá ningún apoyo. El emperador despacha la contraorden. Pero ese mensaje llegará hasta Ney recién a las cuatro de la tarde, para cuando la batalla de Quatrebras lleve ya dos horas de lucha. Muchísima sangre.
Engañado por las escaramuzas de Mont Saint Jean, Wellington había abierto sus líneas demasiado hacia el oeste; pero corregido anoche su desatino, ahora también se lleva hacia Quatrebras las tropas estacionadas en Nivelles. Para su suerte, ayer, la 2° División Belgo-Holandesa, al mando del barón Perponcher -muy inquieto al ver tantos franceses hacia el sur-, eligió desobedecerlo y se quedó estacionada en Quatrebras. Antes del mediodía, Wellington ya sabe que esas tropas son las de Ney. No sabe que espera sus órdenes escritas, pero ve que no se mueve, que sólo desayuna…
Y mientras Ney se alimenta, el duque reacomoda sus tropas. Para las dos de la tarde, los refuerzos anglo-aliados ya están todos dispuestos en Quatrebras. Justo entonces Ney ordena el ataque.
Baja la orden y el general Reilli despacha la 5° División al mando de Bachelu contra el 27° de Cazadores, que allí espera dispuesto en una línea de casi un kilómetro y medio a lo largo del camino. Detrás, al oeste de la carretera, se apuestan los otros batallones del príncipe de Orange, ocultos en el Bosque de Bossu, dispersos entre las colinas o camuflados entre los altos pastos de mediados de junio. Pronto unos y otros se encuentran cuerpo a cuerpo. Son las dos de la tarde del día 16. La batalla de Quatrebras ha comenzado.
Apenas una hora después, a las tres en punto, quince kilómetros al sudeste, el ala derecha del ejército francés, también entra en combate. Por orden directa del emperador, se lanza contra los 60 mil prusianos parapetados a lo largo del Ligny, un riacho fangoso que sube y baja entre las colinas y sus aldeas.
En toda la mañana ni el emperador ni sus oficiales oyeron un solo estruendo proveniente de Quatrebras. Entienden que Ney tomó ese cruce de caminos sin mayores desgastes, que recibió sus órdenes, y que ya viene hacia Ligny para envolver el ala derecha de los prusianos, según lo indicado en el último despacho...
Uno y otro esperan refuerzos del otro. El tonto juego de los mensajes tardíos recién ha comenzado. Pero ni Ney ni Napoleón tienen tiempo para juegos tontos. Aquí y allá el enemigo espera.
Quatrebras,la no-victoria
En el cruce de caminos de Quatrebras, al oeste, hay una granja: Gemioncourt. Adentro esperan los belgas del 5° de Milicias; alrededor, sobre su huerto, se apuestan los fusileros del 27 de Cazadores, y detrás, entre los árboles del Bosque de Bossu, se oculta la infantería. Son las pocas tropas del general Perponcher, por el momento no tiene más que eso: unos 8000 hombres. Nada, si se lo compara con la fuerza francesa que se le viene encima.
A las dos de la tarde la 5° división de Bachelu avanza cubierta por una pantalla de tiradores, corren y caen, alcanzan las líneas enemigas, las rasgan y las penetran, desalojan o matan a los belgas, y toman la granja. En simultáneo, la división del príncipe Jerónimo Bonaparte se adentra en el Bosque de Bossu, y obliga a retroceder a la infantería aliada, que se dispersa y se deshace entre los árboles.
La división de lanceros de Piré sorprende y aplasta a un regimiento holandés de infantería ligera. La línea enemiga ha sido quebrada, Perponcher está acorralado. Los franceses se le echan encima. Son más y parecen mejores. El desastre es ya inevitable, cuando entonces llega el mismísimo Wellington al mando de la 5° división con ese proverbial oportunismo de las grandes caballerías.
Los generales Pack y Kempt abren sus brigadas sobre la carretera hacia Namur, al este del cruce; mientras al norte se apuesta la brigada de Hannover; más allá viene el príncipe de Orange con más refuerzos; y hacia Bossu surge el príncipe Federico Guillermo de Brunswick, recuperando el lado oeste el bosque ya casi desprotegido -perdido- por Perponcher. Y no.
Ney echa mano a su artillería, unos 40 cañones. Bombardea las posiciones aliadas, y apenas el humo se despeja, ve que los anglos se retiran y que se pierden por las colinas entre los bosques y los trigales. Se van. Wellington sabe que la artillería de Ney precede al combate como el rayo al trueno, y se repliega.
Los franceses reagrupan sus brigadas en cuatro columnas y se lanzan al contraataque. Cargan al grito de ¡Viva el Emperador!, y se estrellan contra la muralla de fuego de la mosquetería británica. Mueren de a montón, pero no se repliegan. Por suerte para ellos, sobre el flanco izquierdo, el príncipe Jerónimo rompe las líneas de Brunswick y le abre paso a la caballería de Piré, que a puro sable, ahora sí, aplasta cuanto pisa. El tan afamado príncipe Federico Guillermo, duque de Brunswick, allí deja el combate decapitado por un soldado desconocido.
Son las 4 de la tarde, y Ney, recién entonces, recibe la orden que Napoleón despachó hacia el mediodía: marchar hacia el norte para envolver el ala derecha prusiana. No entiende. Aún tiembla en sus manos el despacho recibido al mediodía confirmándole las órdenes de ayer: atacar a los ingleses… tendría el apoyo de la reserva…
Inmerso en su propia batalla, solo ahora, Ney entiende que debe actuar con rapidez. Los caballeros de Piré siguen su avance contra el centro aliado, ya casi están encima del cruce de caminos, el mismo Wellington debe ponerse a salvo, y retrocede a caballo sobre sus propias filas… Ney decide enviar el I° Cuerpo al mando de D’Erlon que viene por la carretera, y asestar así el golpe final a los aliados… Pero no, D’Erlon ya no está donde él lo cree. Poco antes Napoleón le ordenó marchar hacia Ligny con todas sus tropas a enfrentar a los prusianos; sólo que, para ganar tiempo, el edecán enviado por Bonaparte se dirigió directamente a D’Erlon, y nadie después recordó informarle nada a Ney… La máquina parece intacta, sí, pero algunos resortes, algunas poleas, una que otra roldana -piezas menores-, empiezan a fallar, y la resienten.
Ney enfurece. Le envía la orden –la contraorden-, a D’Erlon, para que vuelva, y D’Erlon la recibe a punto de alcanzar el flanco derecho prusiano. Y obedece, da la vuelta. El I° Cuerpo francés emprende el regreso, deshace el camino que acaba de hacer, va y viene, 34 mil hombres de Quatrebras a Ligny, de Ligny a Quatrebras, de orden en contraorden, y así toda la tarde, tejiendo morosamente ese extraño arabesco de la historia que tan caro pagarán después.
A las cinco de la tarde Ney recibe otro urgente, ya enérgico, desesperado mensaje de Bonaparte, que le repite lo dicho: ¡debe ir hacia el norte y envolver el ala derecha de Blücher!... Pero tan luego en ese momento es el ala derecha de Ney el que se ve envuelto por un sorpresivo contraataque de Wellington. No es Blücher su problema.
Para su suerte, desde el sur avanza -llega ya- el III° Cuerpo de caballería del general Kellermann. Sin esperar a que complete su formación, Ney, cada vez más nervioso, le ordena atacar a fondo contra los aliados. Kellermann intenta disuadirlo, le explica que sus fuerzas aún no están completas, que allí apenas tiene una parte de la XI° División, y el 8º y 11º de coraceros del general Guiton: que el resto viene en camino, y... Ney le promete que tendrá todo el apoyo de la caballería ligera, pero confirma la orden: ataquen. El general Kellerman cree en su promesa porque no sabe que la caballería que le promete Ney, no son sino los lanceros de Piré, el 5º y 6º de Wathiez, y el 1º y 6º de cazadores: hombres que han combatido toda la tarde, y que ahora están muertos o heridos los que no están exhaustos… Y tampoco saben -ni Kellerman ni Ney-, que mientras tanto Wellington recibe hora tras hora más tropas de refresco. No saben nada. Ney confirma la orden.
Atacan.
Los 750 coraceros de Guiton cargan al galope, sable en alto, grito en cuello, ¡Viva el emperador!, furibundos, poseídos. Enfrente, quietos, impávidos, agrupados en cuadros, esperan el 42º y el 92º de escoceses, y el 69° y el 33° de infantería erizados por sus bayonetas… Pero los jinetes franceses no son famosos porque sí, chocan y rompen como una tromba las líneas enemigas, desbandan, aplastan, espantan; los aliados se retiran, huyen hacia el bosque… donde se reagrupan y vuelven. Van y vienen, chocan y se desangran. Pero al cabo, sin el suficiente apoyo de la infantería y la artillería, los coraceros de Kellermann son superados en número, y ahora son ellos los que se repliegan. Todos se repliegan.
Ney advierte el cansancio de sus hombres, y lo entiende: son las siete de la tarde, llevan más de cinco horas de batalla entre los árboles, entre los altos pastos y las colinas, y ni un pelotón de recambio. No puede pedirles mucho más si no descansan. Cede terreno. Wellington huye, Ney se repliega. Retrocede hasta sus posiciones originales, y vuelve a acampar entre Groseilles y Frasnes. La batalla de Quatrebras ha terminado. Técnicamente, podría decirse, acaba en tablas. Pero al caer la noche, sobre ese cruce de caminos, hay ocho mil quinientos muertos. Cuatro mil son franceses, los otros aliados.
Ney se consuela: no tomó el cruce de caminos, pero obligó a Wellington a retroceder, y además le impidió unirse con Blücher en Ligny. Algo es algo, se dice o se conforma. Ignora que Wellington no se retira. Nada más los arrastra. Ahí su calma.
Ligny, el matadero
En tanto ese día, en Ligny, el emperador tuvo una suerte parecida: él también consiguió una victoria con la que no ganó nada.
Blücher había desplegado 84 mil hombres a lo largo de 12 kilómetros de ese riachuelo de barro, ocupando cada una sus aldeas hasta Saint Armand -hacia el norte-, y reforzando con su artillería los cuatro puentes que lo cruzaban. En el pueblo de Ligny, plantó su bastión central. Pero una vez más la velocidad de Bonaparte lo va a sorprender.
El plan de Napoleón lleva la simpleza que distingue al genio: hostigará el ala izquierda de Blücher mientras ataca su centro a la espera de Ney, que pronto caerá sobre el flanco derecho enemigo, asegurándole una rápida victoria. Así de simple, así de genial, y así de contundente. Sólo había que obedecerlo.
Pero a esa hora Ney, aún en Quatrebras, cumple órdenes viejas, carga contra los belgas, se defiende de sus arcabuces, de sus mosquetes, de sus bayonetas… mientras espera esos mismos refuerzos que no sabe que ahora ya se desangran sobre el Ligny.
A las tres en punto de la tarde, un mínimo gesto del emperador, desató el infierno sobre el río.
78 mil hombres y 260 cañones descargan su ira a un mismo tiempo contra las defensas prusianas. La artillería bombardea las primeras líneas, pero alcanza también las tropas apostadas por Blücher sobre las colinas desprotegidas. Desprotegidas las colinas, y desprotegidas las tropas. Imparables pelotones de franceses, de pecho contra las balas –imposibles de matar todos juntos-, ocupan los puentes, los toman, y se meten en las aldeas multiplicados por la furia. Ya la batalla es cuerpo a cuerpo. Nadie da tregua ni la pide. No hay heridos ni prisioneros: todos son asesinados. La aldea de Ligny, el bastión central de los prusianos, cae, sí, pero al cabo de cinco asaltos de la infantería francesa, que allí pierde el 60 por ciento de sus hombres. De los prusianos ya no queda ninguno. Un matadero.
En Saint Armand la sanguinaria ecuación es parecida. Sin embargo, hacia las cuatro de la tarde, mientras en Quatrebras Wellington llegaba con sus refuerzos para socorrer a Perponcher y complicar a Ney; allí, en Ligny, Blücher está perdido. El centro de sus fuerzas ha sido diezmado, y su ala izquierda, hacia el sur, retrocede acorralada.
De éste lado del río, desde la altura de una colina, Bonaparte contempla la batalla y decide sellar esa victoria ordenando el avance de la Guardia Imperial, La Garde, su cuerpo de elite. Para eso le había ordenado a D’Erlon que marchase sobre el flanco derecho prusiano. Ahora la Guardia atacará el centro, y el ejército de Blücher quedará, literalmente, partido al medio. Así de simple, de genial. Sólo había que cumplir sus órdenes. Pero no. D’Erlon se confundió, leyó mal, simplemente. Allí donde sus órdenes decían Wagnée, él leyó Wagnelée, que es otra aldea, más hacia al norte de aquella sobre la cual marcha ahora... Se confundió, simplemente. La caligrafía, quizás, la ortografía… esas pequeñas piezas, esos resortes (¿El Destino? ¿Su mítica estrella que se apaga?)… El caso es que mientras el emperador espera a D’Erlón, Blücher recompone su frente.
Y las cuatro, y las cinco, y Ney que tampoco viene, que ya no vendrá; cuando allí, por fin, aunque acaso demasiado hacia el oeste, aparece una columna de hombres que primero confunden con más prusianos, pero que pronto comprenden que es D’Erlon, muy a lo lejos todavía, aunque oportuno aún…
Y no, no: D’Erlon da la media vuelta y se aleja, se va. Ni Napoleón ni sus mariscales se explican qué ocurre. No saben –no pueden saber- que es allí cuando D’Erlon recibe la contraorden de Ney para que se vuelva a Quatrebras; mientras en Quatrebras, en ese momento, Ney recibe la orden de Napoleón de atacar el frente norte prusiano, y... ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién juega con todo? ¿Son nada más que piezas menores las que fallan, o hay algo más?... Ese Algo-más-que-un-ejército que hace falta para vencerlo…
Pero todavía es El Invicto. A las seis de la tarde, su Joven Guardia ataca Saint Armand, expulsa a los prusianos, y detrás la artillería descarga un bombardeo tras otro hasta romper el centro de Blücher, y detrás aún, como irreales entre la humareda, surgen los seis mil veteranos de la Vieja Guardia, apoyados por los coraceros del IV° Cuerpo al mando de Milhaud. Arrasan. Allí puede ver el emperador una vez más su afinada máquina de matar en plena forma. El enemigo huye, muere, o ya murió. Los heridos por la artillería, son rematados por la infantería. La Vieja Guardia masacra a los resistentes, y los coraceros persiguen a los que escapan y los matan también. Arrasan. Perdidos, diezmados no sólo por las bajas, sino -y sobre todo- por las deserciones; hacia las ocho de la noche, sin embargo, los últimos prusianos intentan un último contraataque.
Montado sobre su propia leyenda, inflamado por el odio y el alcohol, el propio Blücher encabeza la carga; y en una escena que se graba en la historia, cae herido bajo su propio caballo, cuando uno de sus oficiales lo rescata, y lo devuelve a su retaguardia, inmortal entre las balas. Así salva su vida y ya es leyenda, pero su ejército debe retirarse, escapar, huir ¿Es de verdad invencible Napoleón? Blücher, herido y ebrio, aún cree que no.
El día y la batalla se terminan. Un silencio mortal sofoca las dos márgenes del río. Protegidos por la noche, derrotados, los prusianos que restan se retiran hacia el este, hacia Lieja. La carretera de Namur ya fue tomada por los franceses. El frente y los dos flancos del ejército prusiano, quedaron casi por completo destruidos. Pero su fuerza principal aún está intacta. Eligen Wavre como primera etapa de la retirada, una aldea hacia el norte. Desde allí aún tienen una última oportunidad de unirse a Wellington. Cree Blücher.
En Ligny, en tanto, el emperador ya entiende lo que pasó con Ney y con D’Erlon esa tarde: las órdenes se retrasaron, simplemente. Pero no se pregunta por qué, no indaga más. Está cansado, y no se siente bien. Su mariscal Grouchy le recuerda la conveniencia de perseguir a los prusianos en su retirada, y terminar con ellos. Pero él dice que no hay nada que perseguir, que el ejército prusiano ya no existe, que no son más que unos cuantos hombres muertos de miedo que correrán espantados hasta que algún mar los detenga. Grouchy insiste, pero él prefiere irse a dormir. Ha sido una batalla muy dura, y está cansado. Supone que Ney ya tomó Quatrebrás, que mañana ocupará Bruselas, que todo esto terminará muy pronto, y que por fin habrá paz alguna vez.
En algún lugar, aún cerca de Quatrebras, esa medianoche, mientras moviliza su ejército hacia el norte, bajo una tienda de campaña, Wellington reúne a su estado mayor, y marca un punto sobre el mapa: “aquí voy a esperarlo”, dicen que dijo y que señaló esa aldea: Waterloo.
(continuará)
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