El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


miércoles, 20 de julio de 2011

HISTORIAS DE ESCRITORES: Louis Ferdinand Céline: "EL ÁNGEL QUE NOS ODIA".


Nota del Autor

Aquí Céline, el horrible Céline, Céline el antisemita, el nazi, el colaboracionista, el misántropo, el genio, el condenado, el demente, el espantoso doctor Louis Ferdinand Destouches, uno de mis preferidos entre mis preferidos.
Si es cierto como quería Miguel Hernández que los poetas son “antenas del pueblo”, Céline fue eso y más, porque Céline captó como nadie el odio de su tiempo, lo transmitió con la urgencia de un mensajero en llamas, y pagó como uno de esos cerdos inocentes en los que el Cristo descargó el demonio de los hombres; dejándonos a cambio, no ya una parábola, ni siquiera una obra distinta y una novela inmensa, sino y a la vez, orfebre y profeta al mismo tiempo, una nueva manera de contar y ver el mundo, los hombres y nosotros.
Este artículo fue publicado hacia 1997 en la revista Avenida, y luego pasó a integrar el libro Historias de Escritores (Buenos Aires, Alfaguara, 1998), que aquí El Martiyo Plus reedita en versión virtual, ilustrada, ampliada y corregida por su propio autor, quien reconoce por fin haber escritro este retrato en especial, con especial compasión, admiración y gratitud. Frente al espíritu de un hombre que nos deja una obra como la suya, las razones profundas de su comportamiento social, resultan insondables; mientras que la conmoción que nos produce su lectura no se acaba nunca, y sus lecciones de buen orfebre tampoco. Ahí la gratitud y la admiración.
La compasión es por el cerdo aquél que sin quererlo fue demonio.


* * *

Louis Ferdinand Céline

Voluntario, condecorado y herido en la Primera Guerra Mundial; declarado mentalmente inepto en un 75%; elegido enemigo público por la BBC de Londres en la Segunda; acusado de colaboracionista, condenado a muerte en Dinamarca, best seller en la Unión Soviética, médico de profesión, escritor por destino, profeta feroz, “estilista con tres pares de cojones”, según su propia definición, Louis Ferdinand Destouches, Céline, inventó la novela moderna, y disecó las tripas y los sueños de los hombres hasta volverse imperdonable.


EL ANGEL QUE NOS ODIA



Por Daniel Ares

Que los libros no muerden parece una verdad tan simple como que los perros no leen; sin embargo, existe por lo menos un libro que sí muerde. Es el Viaje al fin de la noche, lo firma una mujer –Céline-, pero lo escribió un trastornado mental: el doctor Louis Ferdinand Destouches.
Y ojala fueran sólo metáforas, pero no. El autor arrastraba un diagnóstico de insuficiencia mental, y el libro muerde. Hasta el día de hoy –casi setenta años después de la erupción (*)-, todavía no se sabe de nadie que lo haya leído y haya quedado ileso, entero, sin la mirada enloquecida por la mirada enloquecida del autor. Y es que se necesita un espíritu muy simple para leer el Viaje y volver a ver el mundo como era  antes. Más que simple, inerte.
Algo más y algo menos que un libro, Viaje al fin de la noche es exactamente un viaje al fondo de la noche, un veneno delicioso, una novela bella y horrible, oscura y brillante, monstruosa y encantadora, miserable y valiente, sencilla pero insondable, en apariencia rústica, tosca, casi grosera por momentos, y sin embargo toda ella tan delicada como una fina pieza de religiosa orfebrería. Más que un libro es un emboscada. Su locura es tan amena, su prosa tan ágil, su narrador está tan loco y es a la vez tan lúcido, que uno avanza entre carcajadas y aplausos, y cuando quiere darse cuenta ya es tarde: el libro ya te desgarró todos los sueños, todas las ilusiones, todas las esperanzas y todas esas mentiras que ayudan a vivir… Entonces uno se arrepiente de haberlo leído pero ya no puede dejar de leerlo nunca más, y es así como despacio, con sus tres filas de dientes, el Viaje se lo va comiendo todo hasta que deja solamente los restos, las sobras, los huesos descarnados de una verdad tan cruda, tan vacía y tan irrebatible, que al final uno no sabe de qué arrepentirse más, si de haberlo leído, o de haber nacido. Es un libro feroz, intenso y extraordinario como la bestia que lo inventó: el demente doctor Louis Ferdinand Destouches.



Enorme, negro y luminoso como un sol de alquitrán, Viaje al fin de la noche se publicó por primera vez en París, en 1932, cuando la literatura universal parecía para siempre tapiada por los siete pilares de Proust y la insuficiencia larval de los nuevos narradores americanos. Pero entonces apareció el Viaje, de pronto y de la nada, como un nuevo continente que emerge una mañana y transforma por sí mismo toda la tierra.
Lo que hasta ahora se llama con variada tipografía la novela moderna, acababa de nacer.
Camus quedó inmediatamente anonadado, y Sartre babeando. Henry Miller lo leyó y se animó a ser Henry Miller. Blaise Cendrars cayó de rodillas. León Daudet lo aplaudió hasta que le sangraron las manos, y Louis Aragón y Elsa Triolet lo tradujeron al ruso alucinando un manifiesto antiimperialista en su anarquismo huracanado. Pronto la izquierda lo consagró como uno de los suyos, y entonces la crítica, por carácter transitivo, lo besó por donde pudo. Para colmo el mismo jurado que había descubierto a Marcel Prous, ahora le quería dar el premio Goncourt a Célíne. Así fue la erupción. Y cuando por fin lo leyeron en serio, -o cuando por fin lo entendieron de verdad-, ya era tarde, ya los había mordido, ya lo tenían en la sangre. Ahora todo París quería conocer a esa mujer inconcebible, maldita y talentosa.
Pero cuando la conocieron no les gustó. Resulta que era una chica tan falsa como un dólar colorado. Porque no sólo no era una mujer ni se llamaba Céline, sino que tampoco era escritor. Como si se tratara de una burla de los dioses, el hombre que ahora estremecía cuatro siglos dorados de literatura francesa, no era un literato, ni un filósofo, ni un profesor de letras, ni siquiera un periodista, nada, o peor: era un pobre diablo, un medicucho de suburbio vencido y mal vestido, huraño y desconfiado, un autentico loco de la guerra que no quería fotos ni reportajes, y al que sólo parecía importarle, de verdad, la verdad. Un hombre feroz, intenso y extraordinario como la bestia que había inventado, y que se lo comería a él también.


Louis Ferdinand Destouches había nacido el 27 de mayo de 1894 en Courbevoie, departamento del Sena, allí donde Paris ya no era París ni era nada. Su padre fue un profesor de letras al que las sucesivas crisis habían reducido a vendedor de seguros, Su madre era costurera. Su educación fue poco, apenas el primario. “¿El liceo? ¡Mierda, no podía ni pretender semejante cosa! Mis padres estaban demasiado apurados para que me ganara la vida, y mi padre odiaba los estudios, que lo mataban de hambre”. Así pasa la infancia, “trabajando para mil patones al mismo tiempo”, leyendo a escondidas, sin otra música de cuna que los regateos de su madre y las quejas de su padre. “La exisencia de la pequeña burguesía de la Belle Epoque, tenía más de pesadilla que de sueño”. En sus ojos callados, ya desde entonces, fermentaba el ácido corrosivo de su futura mirada incomparable.
Apenas un chico sueña con ser médico, pero a su niñez sin niñez le sigue un adolescencia plena de oscuridades nuevas, y de nuevas sumisiones, privaciones y resignaciones.
Temprano se jura que en cuanto pueda escapará de todo y en cualquier dirección. Tan joven ya sabe que cualquier otro lugar será siempre mejor que aquél donde se encuentra. Incluso el fondo de la noche, se dice un día, y ese día escapa. Pero como escapa de su destino, escapar será su destino.



Todo comienza en 1914, cuando se inflama sobre Europa la Primera Guerra Mundial. Ferdinand tiene veinte años, y en un impulso que pagará toda su vida, se enrola como voluntario en el ejército de Francia, y allí despierta de su sueño en plena pesadilla. “Uno es virgen del horror como lo es de la voluptuosidad… ¿Quién podía prever, antes de entrar verdaderamente en la guerra, el contenido de la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? En aquel momento estaba agarrado por el engranaje de la fuga en masa hacia el asesinato común, hacia el fuego. Aquello surgía de las profundidades y había llegado”.
Pero es allí, entre bombas de fósforo, muertos y mutilados, donde descubre su sencilla verdad: no quiere arder y eso es todo. Nada le importan el valor ni la patria ni la literatura barata. “¿Seré acaso el único cobarde de la tierra?”, se pregunta y quiere escapar. “¡A cada cual su guerra!”. No le ofende la deserción, pero teme que lo fusilen, prefiere que lo tomen prisionero, pero no encuentra al enemigo y la guerra se lo traga y se lo lleva de vuelta.
Igual tiene suerte. Una tarde en el frente de Flandes un obús muy oportuno revienta junto a su cabeza y cuando se despierta ya está en un manicomio de París. Las cosas parecen mejorar. Allí podrá manosear un par de enfermeras, y hasta lo van a condecorar. Mejor aún, es allí donde van a declararlo loco para siempre. ¡inútil para todo servicio!, ¡Vive la patrie!, grita contento: acabó su guerra. Apurados por nuevos heridos, los médicos le diagnostican una incapacidad mental definitiva estimada en un 75 por ciento de su capacidad, y así de trastornado lo sueltan por el mundo. Así de loco.
De allí en adelante, Destouches no dormirá más de tres horas por día y luego de algunos años se recibirá de médico y después revolucionará la historia de la novela y al cabo del siglo será uno de los mejores escritores del siglo. Así de loco.



Condecorado pero desahuciado, en 1915, veintiún años, y muy calladito, prepara su ingreso al liceo y para 1917 ya es bachiller y hasta dicta clases a los más jóvenes sobre la caída de los cuerpos, el bimetalismo, el Renacimiento italiano y la investigación de la tuberculosis. Todavía quiere ser médico, pero en el fondo de sus noches, por los pasillos del insomnio, descubre un refugio inviolable: escribe.
Sin embargo pareciera que su vida de a poco se ordena y promete. Consigue empleo, empieza medicina, avanza sin problemas, y en una acto de fe, con 24 años, como un buen ciudadano, se casa con la hija de un profesor muy respetado y naturalmente dispuesto a cederle un día su rica clientela y su espléndido consultorio en lo mejor de París. Porvenir, familia y propiedad, todo parece resuelto, cuando decide escapar.
Ahora quiere probar fortuna en los servicios coloniales franceses para la Unión de Naciones, parte hacia el Camerún, y acaba en un pozo de la selva. Está loco. Pareciera como si Rimbaud hubiese vuelto para acabar lo comenzado, pero no, es distinto: a Rimbaud lo lo llevaban sus propios delirios, Destouches no, Destouches persigue ilusiones ajenas por el solo placer de matarlas y destriparlas y demostrarlos a los hombres que en el fondo eran nada: “En cuanto no tengamos en claro eso de los sentimientos, no seremos más que bolsas de tripas tibias a medio podrir”. Es distinto. África lo espanta y se la extirpa. Convive algunos meses entre esclavos negros y moribundos blancos, resuelve con su dedo los fétidos intestinos de los sueños del imperio, en envenena en sus ríos, en enferma con el aire, todo apesta. “La negrearía hiede a miseria, a interminable vanidad, a resignaciones inmundas, en suma, igual que nuestros pobres pero con más hijos todavía, menos ropa sucia, y menos vino tinto”.
Palúdico, afiebrado, apenas consciente, escapa a Nueva York, se hunde en el tiempo, se pierde en la noche: son los años locos más locos que nunca, falta mucho para la gran crisis del 30, ahora se sueña que los Estados Unidos son la tierra prometida, y él precisa una quimera nueva para su vieja mesa de mármol.


Y sin embargo casi vuelve  a creer cuando desembarca y ve la estatua de la Libertad  los muslos de las norteamericanas. Le encantan las chicas, las salchichas son más baratas, las venden calientes, y hasta descubre el cine… Y le gusta, cómo no, pero despierto como está, ya no hay sueño que lo duerma: “No está vivo del todo lo que pasa por las pantallas, dentro de ellas queda un gran espacio confuso destinado a los pobres, a los sueños y a los muertos”. Ya no duerme. Huye, comprende y escribe porque no duerme.
Hirviendo por dentro anda las calles de Nueva York, vagabundea de día y de noche con fiebre y sin dinero. Le dicen que en Detroit le dan trabajo a cualquiera, y allí se enrola como operario en las legiones de la Ford, donde le bastan pocos días para destripar hasta la nausea el dulce sueño americano. Las máquinas y los ruidos y los muertos que trabajan  a su lado enseguida le devuelven la locura de la guerra y la nada de la vida. Se esfuma, ni siquiera renuncia. Una perforadora lo reemplaza. Vuelve a Nueva York donde conoció una prostituta angelical que lo quiere y lo mantiene y por la cual experimenta “un excepcional sentimiento de confianza, lo que, en los seres acobardados, reemplaza el amor”. Y la deja. Huye también. “La quería, seguro, pero aún quería más a mi vicio, el deseo de huir de todos lados, a la búsqueda de no sé qué, por estúpido orgullo sin duda, por convicción de una especie de superioridad”. Y vuelve a Francia, quiere terminar sus estudios, recibirse de médico, matar ese otro sueño que no lo deja dormir.



Y lo mata en 1924, cuando con treinta años –y el 25 por ciento que le quedaba de la mente-, Louis Ferdinand Destouches por fin se recibe, se instala en un suburbio miserable, cuelga su chapa entre la mugre, y allí escucha toser durante años a los pobres de todas partes por cinco francos la visita.
“Todo tiene una explicación, ya lo sé. Pero eso no impide que quien recibe cinco frncos del pobre y del malo, sea para siempre un buen asqueroso. Incluso puedo decir que desde aquellos tiempos, estoy seguro de ser tan asqueroso como cualquier otro. No es que haya hecho orgías y locuras con sus cinco francos, ¡No!... pero de todos modos eso no es excusa. Ya nos gustaría que lo fuera, pero todavía no lo es”.
Otro sueño que se le muere. Pronto se cansa y olvida o abandona o maltrata a sus pacientes hasta que el hambre y el vacío lo cercan y se lo comen y un día comprende, con treinta y cuatro años –sin retorno ni mañana-, que la única esperanza que le queda es matar el único sueño que le queda: ser Destouches.
Y lo mata también.
En el fondo de la noche de sí mismo, de vuelta de la guerra y del progreso, disecadas las almas y las tripas de los hombres, ejecutadas una por una todas sus pocas ilusiones, solo y hambreado, más loco y más despierto que nadie, perdido por perdido, escribe con los dientes el Viaje al fin de la noche, y muerde toda la vida que lo ha mordido tanto.
“Sin ninguna vocación, lo juro, sino con miedo y vergüenza fue escrito el Viaje… ser escritor me parecía necio y estúpido”.
Miente.
Trabaja callado durante cuatro años, y cuando lo termina –conciente quizá de la bestia parida, se resiste a firmarlo, “no quería perder los pocos pacientes que me quedaban”, y en  busca de un seudónimo, elige el nombre de su madre. Así murió Destouches y así nació Céline, su pesadilla y su gloria. Como en un bello cuento maldito, la Cenicienta encuentra por fin su príncipe y su zapatito, pero un poco demasiado tarde, porque para entonces su madrastra ya le cortó los pies.



Al cabo de leer Viaje al fin de la noche, a uno se le ocurre que Céline, antes de comenzar, ya frente al papel, batió las palmas, gritó “no hay reglas”, y lo escribió sin respirar. Con la violencia de un vómito que alivia desde su asco. De ahí la conmoción que provocó. Cuando vieron cuánta bilis inundaba sus jardines.
Todo en el libro parecía nuevo, era nuevo, o no se entendía qué era. Su narrador y protagonista, Ferdinand Bardamú -obvio alter ego de la autora-, era un héroe de guerra que no era ningún héroe, ni siquiera un antihéroe más o menos estúpido pero bien intencionado, nada de eso, al contrario, era un cobarde confeso y convencido, pusilánime pero despiadado, contenido por el miedo pero desbordado por el rencor, maleducado, cruel y brillante. Jamás la literatura se había atrevido a tanto. Un ángel de la perversión había nacido, y nos odiaba. Sus pocos rasgos de ternura eran silencios irreproducibles. El personaje parecía tan real, que su autor resultaba fantástico. De pronto existía un ser sin un mínimo dios, sin piedad para mentirnos, invulnerable en su indiferencia, y que si allí cantaba, si allí componía una de las mejores y más imperdonables novelas jamás escritas, no era por él ni por nosotros, sino poseído por un grito que alguna vez alguien –en nombre del hombre, y tal como estaban las cosas-, tenía que dar.
Y si la ferocidad del personaje sonaba inédita, la música de su prosa rompió como un largo trueno de compases perfectos. En un tono llano, coloquial, con las formas y los ruidos del lenguaje de la calle, Céline lograba un estilo brutal y sin embargo melodioso, más saludable que sano, vivo, directo, violento, marcado por los tambores del siglo entre sus dos grandes guerras. No era literatura para literatos, pero hasta los literatos tuvieron que admitir que era literatura de verdad. Su mujer se ha cansado de contar que a veces pasaba semanas enteras trabajando una frase. A él le gustaba llamarla “mon petit music”. Sonó como lo que era: un largo trueno compuesto de compases perfectos.
Entonces vino el éxito, la fama y sus etcéteras. Sin dejar la medicina –ha conseguido un nombramiento municipal en el dispensario de Clichy-, en 1936, cuatro años después del Viaje, aparece Muerte a crédito, su tan esperada segunda novela, donde Céline recrea su infancia y adolescencia como quien desguaza cucarachitas en medio de un incendio. No se supera ni decepciona, es un Céline auténtico. El público lo acepta y vende, aunque la crítica lo rechaza, la izquierda se le aparta, y él se enfurece. Ahora verán quién es Céline.


La autodestrucción pública comienza en el invierno de 1936 cuando viaja a la Unión Soviética invitado por el gobierno de Stalin.
Ya León Trotsky, prudente, había advertido que Celine “podía ser un gran escritor, pero jamás sería un socialista, porque en él no existía la esperanza”. Clarito se los dijo, pero no lo escucharon. El Viaje, traducido y publicado en Rusia, se había convertido en un best seller oficial, y ahora que salía Muerte a crédito y se veían mejor los dientes d ela bestia, ya era tarde. Lo habían invitado a Rusia, y a Rusia iba. Él quiere sus fondos por derechos de autor bloqueados por el comunismo, y el comunismo quiere que el célebre camarada escritor compruebe con sus propios ojos las muchas buenas nuevas de ese flamante cristianismo donde hasta Cristo trabaja. Céline acepta. Se alquila una sonrisa de ocasión, y allá va por sus rublos en brazos de la izquierda. El nuevo sueño de los hombres, corre peligro de muerte. Debajo de la sonrisa, el demente doctor Destouches lleva su fino bisturí.
Una vez en Moscú recorre lo que le importa: hospitales, orfelinatos, escuelas y otros horrores. Sonríe por donde pasa mientras eructa con admiración sus “ajá” y sus “qué notable, qué maravilla”, y de vuelta a Francia, con su risa enajenada, cuenta todo lo que ha visto en un breve pero fatídico folleto que titula Mea culpa, y que comienza así: “¿Saben qué es Rusia?... Arenque ahumado y delación”.
La izquierda quedó atónita. El loco se había vuelto loco. Allí estaba la bestia que tanto amamantaban. Rápido se lo sacuden como si fuera caspa, se juntan para perseguirlo, lo denuncian, lo procesan, lo expulsan del dispensario de Clichy, le sacan su licencia de médico, y hasta censuran sus libros o los secuestran. Pareciera que no entienden quién es Céline. Malherido como lo dejan, se prende fuego y los embiste.
En nuestro bello cuento maldito, la Cenicienta mutilada, ahora, cebada por su propia sangre, asesina a su madrastra y decapita a su príncipe entre carcajadas horribles.


Es 1937, y en un salto mortal propio de un loco absoluto, Céline publica sus Bagatelas para una masacre, un libro hasta hoy prohibido y desde entonces considerado el primer manifiesto antisemita del siglo XX. No es una novela, ni siquiera un manifiesto, es más bien un panfleto, peor aún: es un cartucho de dinamita que Céline se lleva a la boca y enciende sonriendo. Y claro: ni siquiera la extrema derecha se quedó a mirar cómo fumaba.
Su Bagatelas eran una masacre. De pronto alucina judíos hasta en el Vaticano. Nadie se salva. Ni masones, ni demócratas, ni Stalin ni el Papa. Proust en “la mina judía de las camelias”, la Biblia “un burdel de Dios”, y el mundo “un lupanar judío”. Y aunque es cierto y claro que era una manifiesto antisemita, hay que admitir que en la generosidad de su odio también recibían lo suyo los negros, los amarillos y los blancos. “Los arios, los franceses, sobre todo, ya no existen, viven o respiran, sino bajo el signo de la envidia, del odio recíproco y total, de la maledicencia absoluta, fanática, superlativa, del chisme furioso y mezquino, del cuento delirante, de la alienación denigrante, del judío bajo, más bajo todavía, más encarnizadamente vil y cobarde”.
Una masacre total, pero… hijo de la Francia que había condenado a Dreyfus, que festejaba a Drumont, que se deslumbraba con Nietzsche, y cuyo espíritu imperial se resistía a morir, la pregunta callada que todos se hacían, era: ¿Habla Céline, o nos traduce el odio?.




En 1941 la masacre ya es un hecho. Céline el rey de los perversos, y entonces Pierre Drieu La Rochelle publica un artículo en la NFR, y lo explica: “Céline corrió la misma suerte que la verdad. La elite no quiso mirar de frente ni a la verdad ni a Céline… Céline tiene el sentido de la salud. No es su culpa si el sentido de la salud lo obliga a ver y a iluminar toda la locura de nuestro tiempo. Es el destino del médico que es, del psicólogo fulminante, y del sacerdote visionario y profeta que también es”. Tal su suerte.
El último de sus sueños se incendia con Europa. Ya no hay partido que lo cobije ni raza que lo perdone a no ser la del odio. Rechazada, procesado, exonerado, cercado y  más enfurecido todavía, en 1941, cuando los nazis entran en París, Celine se arroja en sus brazos contento de tener razón, y para celebrarlo, publica Escuela de cadáveres, desde cuyas páginas en llamas escupe sobre Francia su detestable “yo se los dije”.
Y allí se carga toda la guerra en sus espaldas.
Es uno entre muchos, pero es uno genial y eso no se perdona. Sartre lo elige como ejemplo del perfecto colaboracionista, y la BBC de Londres lo declara enemigo público y lo incluye en la lista de los que serán juzgados cuando llegue la victoria. Y la victoria llega, pero no lo encuentra. Escapó.
Ya en 1944, con su olfato de bestia, huele la derrota y se retira. Huye con su mujer Lilí, con su amigo Le Vigan, y su gato Bebert. Quiere llegar a Dinamarca porque allí “enterró sus pepitas” (unos seis millones de francos por derechos de autor), pero para eso debe cruzar toda Alemania por el estrecho corredor que le dejan los rusos y los aliados, y entre los escombros del Tercer Reich que se derrumba sobre su cabeza. Algún días esos días serán más novelas, y en los puntos suspensivos de su prosa toda rota, dejará el jadeo del espanto que entonces lo persigue.
Todo es ruina, cenizas, derrota, huyen en trenes de refugiados entre espectros y moribundos. Le Vigan enloquece y los abandona (morirá en Tandil), y él sigue con su mujer y su gato, duermen en catedrales rotas y castillos arrasados, por el camino adoptan cuatro soldaditos alienados, mienten ser miembros de la cruz roja, alcanzan la frontera y llegan a Copenhagen, pero allí lo reconocen y lo detienen, lo procesan y lo condenan, y lo condenan a muerte.
Pasa dos años en la cárcel esperando que lo maten, hasta que un grupo de intelectuales y artistas, encabezados por Henry Miller, pide por la liberación de “uno de los más grandes renovadores de la novela”. Lo sueltan. Raspan entre sus libros pasajes antibelicistas, y lo liberan. Y cuando lo liberan, se esconde: ya no hay dónde escapar. Se esconde en un bosque danés reseco por el frío con su mujer y su gato solamente. “En una miseria total –recordará ella-, sin agua, sin electricidad, en un piso de tierra apisonada, solos los dos en un paisaje triste y salvaje”. Allí son cinco años de escribir en silencio los gritos que le quedan.
Cinco años.


Pareciera que ya no queda nada que esperar, cuando de pronto un día, como si lo dieran por muerto, lo olvidan y lo perdonan y Céline vuelve a Francia. Y no sólo eso: en 1949, la prestigiosa editorial Gallimard, rendida ante su genio, reedita Viaje al fin de la noche, y hasta le encarga un prólogo como si tanta derrota le hubiera enseñado a mentir. Pero no.
¡Vaya –arranca- De nuevo ponen el Viaje en marcha ¡Me da no sé qué!... Si no me viera tan forzado, obligado a ganarme la vida, te lo digo en seguida, lo suprimiría todo, no dejaría pasar ni una línea…”
Tarde. La bestia que había inventado, ya se lo había comido todo, incluyéndolo.
“Después de tantos años de grandes y pequeñas desgracias humanas y biológicas, uno siente que se convierte en una solterona… juntando bibelots, minuciosos los dolores, y las alegrías”, deja dicho en una carta fechada en 1958, en Meudon, en las afueras de París, donde muere poco tiempo después, rechazado pero reconocido, eludido pero respetado, negado pero admirado, como si fuese La Verdad.
Alucinando Francia invadida por los chinos, se murió. Así acaba Rigodón, la novela que terminó de escribir la mañana del 1º de julio de 1961. Y a la tarde se murió. De un derrame cerebral. Le explotó la cabeza. Millones de chinos entraban en Cognac… En un gesto de adiós inconfundible, le dedicó el libro “a los animales”, y se murió.
“Escribía con su corazón, con sus impulsos, con su formidable voluntad de decir algo; era músico en su carne y como tal componía… Adoraba la juventud, los niños, los animales, todo lo que es joven y nuevo… Era para la juventud que escribía, porque sabía bien que no tenía nada que esperar de los hombres”, recordaba su mujer en una entrevista publicada por el Magazine Littéraire en 1969, cuando por fin Gallimard lanzó Rigodón.
Para entonces Céline ya estaba muerto y enterrado y por eso los hombres prefirieron creer que ya no mordía. Error. Publicadas Norte y De un castillo al otro, una nueva novela apareció entre sus papeles –Guinold´s band: Los puentes de Lóndres-. y otra vez la crítica y el público volvieron a decir y a repetir que más allá de todo Céline era un gran estilista, un gran escritor, y demás. Todos fueron mordidos. Cuidado. Sus traducciones no cesan, sus reediciones continúan, y sus imitadores contagian. Mucho cuidado. Incluso en 1994, en medio de un lógico gran escándalo que no sirvió para nada, Viaje al fin de la noche fue traducido al hebreo y publicado en Israel con los honores correspondientes. Mal hecho. La bestia ha muerto pero el odio que lo parió vive en un celo eterno. Ojo. Los seres humanos podrían despertar.


* * *


(*) Este artículo fue publicado por primera vez en 1997 en la revista Avenida, y en 1998 pasó a integrar el libro Historias de Escritores (Alfaguara, Buenos Aires).

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