AMORES DE HISTORIA
HISTORIAS DE AMOR
HISTORIAS DE AMOR
En una nueva serie de lecturas, El Martiyo Plus inaugura estos cuadernos –como prefiere llamar a sus secciones-, bajo el simétrico título que titula esta presentación.
Amores de Historia – Historias de amor, son exáctamente historias de amores que hicieron historia, romances de parejas, pasiones –¿obsesiones?- personales, individuales, inextricables por íntimas, y cuyas consecuencias sin embargo se expandieron sobre la vida de todos, y en el tiempo…
Napoleón y Josefina, Eva y Juan Perón, Scott y Zelda Fitzgerald, Beethoven y su inmortal, Balzac y su Dilecta, Eva y Adolfo, por qué no… aquí caben todas las historias de amor entre dos que también fueron historia.
Hoy elegimos para comenzar los heroicos ardores del general Simón Bolívar y su coronela Manuela Sáenz… Es un viaje al pasado, a los días de la guerra de la independica, por los caminos de su Patria Grande, entre batallas y besos a través de un amor que nos hizo libres.
* * *
Él liberó, conquistó y dominó un territorio cinco veces mayor que la Europa. Ella era una de las mujeres más bellas y rebeldes de la América rebelde. Casada en primera nupcias con un médico sin relieves; quince años más joven que Bolívar; Manuelita Sáenz, sin ser nada, fue mucho más que la esposa del Libertador o su amante: fue la mujer de su vida, su ardor y su amiga, y uno de sus mejores oficiales. Montaba como un hombre, era respetada por la tropa, y una noche hasta le salvó la vida arriesgando la suya propia. Esa noche él la nombró “Libertadora del Libertador”.
La Coronela y El General
Por Daniel Ares
28 de julio de 1821. La ciudad de Lima se enciende en arcos triunfales, guirnaldas y flores. No es para menos. En el centro de la Plaza de Armas, el general José de San Martín declara oficialmente la independencia del Perú y ya la multitud se resuelve en ovación. Nadie repara en esa hermosa mujer tan especial que no llora ni aplaude ni grita, porque en ese momento comprende su destino. Es Manuela Sáenz de Thorne, así se llama, pero en realidad es -será-, La Libertadora del Libertador, como habrá de bautizarla el mismísimo Simón Bolívar la noche en que ella le salve la vida en una prueba más de su amor de mujer y su coraje de coronela.
Esa tarde de Lima, Manuela tiene 24 años, un vestido azul, el pelo negro, un muy generoso escote, y una marcada debilidad por los uniformes y sus oficiales, debilidad que mucho entristece a su esposo, mister James Thorne, un médico inglés que la dobla en edad, un caballero muy sobrio y muy aburrido. Sobre todo para Manuelita, que espera, quiere, y es, otra cosa. Esa tarde lo sabe. La causa de la independencia es de la estatura de sus ansias. No Thorne.
Se habían casado cuatro años atrás, en Quito. Ella no lo quería, pero ese viejo médico inglés fue lo mejor que le encontraron sus padres, cuando ella, con 17 años, se fugó del convento de monjas donde intentaban educarla, a lomo de un brioso caballo junto a un joven oficial español no menos brioso que su caballo... Al cabo de la aventura, la única solución que encontraron sus padres, fue mister Thorne.
Y Manuelita consiente la boda. No le gusta Thorne, pero menos le gustan el convento, sus monjas y el encierro. Dama de la época, el matrimonio es su salida. Se casan a mediados de 1817, mientras el hombre que de verdad será su dueño, el general Simón Bolívar, combate, vence y baja desde la Gran Colombia para fundar su Patria Grande. En sólo cuatro años, casi toda América Latina será suya. Manuelita también.
Consumada la boda, comienzan los problemas. En un principio, Manuelita nada más se divierte, juega a las miradas, los roces y los desmayos. Pero fuma en público, monta de piernas abiertas, y baila más libre que el viento. Con 22 años, es ya la quiteña más celebrada entre las tropas del rey.
Thorne desespera. Decide irse, llevársela, sacarla de allí. A principio de 1819 vende todo y se instalan en Lima. Error. Es la Lima de los virreyes, del oro inacabable, un clero que bendice hasta las orgías y un estallido que ya se presiente en el exceso de tropas, de fiestas y miserias. Error. Allí Manuelita accede por fin a la vida que soñaba, a los grandes salones donde susurran “la causa”, y a muchos de sus más valientes guerreros también…
A principios de 1822, harto, James Thorne le propone a su esposa que viaje a Quito a visitar a su madre. Sola. Y error. Porque será en ese viaje cuando por fin se conozcan.
Todo termina por suceder el 16 de junio de 1822. Esa noche será la fiesta en homenaje al Héroe, que acaba de liberar la ciudad, y que allí está, de gala y sereno hacia el fondo del salón mientras desfilan para honrarlo los patriotas más prominentes de la ciudad… hasta que alguien le presenta a “la señora Manuela Sáenz de Thorne”, y Bolívar despierta.
Apenas se conocen desaparecen del mundo durante algunos días arrastrados los dos por la pasión que se descubren… Luego, pronto, ya ni siquiera se ocultan, ya se los ve juntos en las fiestas, la prensa habla de ellos, la Iglesia no dice nada, el pueblo los celebra. Todo se le permite al Genio. Ella es la mejor ofrenda de la ciudad ganada.
“Pronto la olvidará”, suponen muchos, pero no sabe nadie. Reunidos por el cuerpo y sus placeres más íntimos, pero unidos por el espíritu y sus ambiciones más altas; Manuela Sáenz se sumó sin pensar a la causa de Bolívar, y de allí en adelante fue para todos -y también para la Historia-, su mujer, mucho más que una esposa, su amante, su camarada de armas, su coronela, la libertadora del Libertador, como él mismo iba a nombrarla la noche en que casi lo matan de no haber sido por ella.
Hacia fines de 1822, San Martín ya partió para Europa, el Perú entra en guerra civil, las tropas del rey se rearman… lo llaman a él.
En setiembre de 1823, el Héroe entra en Lima y grita: “Los soldados libertadores vencerán y dejarán libre al Perú, o todos morirán. Yo lo prometo”. Y cumple. Y lo eligen presidente. Y allí está Manuela, de nuevo junto a Thorne, pero siempre a su lado, ahora vestida como un oficial, y ya armada como corresponde.
En agoto de 1824, Bolívar deja Lima para aplastar al enemigo en la batalla de Junín. Lo acompañan sus mejores mariscales: Córdoba, Sucre, Necochea… y Manuela, que también estará en Ayacucho, y que ya es parte de su estado mayor con el cargo de Coronela. Las tropas la respetan, todos la llaman “capitana”. Bolívar impera. Ella también.
Son los tiempos mejores, los días de Lima, del palacio de La Magdalena, la sola fiesta que duró tantos meses, la noche tan larga que ningún sol apagaba, el mediodía de los dos… Pero apenas más allá de sus jardines, se oye reptar el descontento, nadie resuelve la miseria, y a lo largo de su imperio mucho más grande que Europa, ya crepita la traición. Su Patria Grande se agrieta. Sólo él puede salvarla. Deja Lima. Vuelve a Venezuela, y luego irá a Bogotá para retomar el gobierno de la Gran República.
Pasarán un año sin verse. Manuela se queda en Lima, soportando a Thorne, a quien ya no soporta. Bolívar a caballo, en marcha, hacia el norte, mientras percibe a su paso cómo se acaban los vivas, cómo se enfría el silencio... Le cuentan que Santander ya dijo que está dispuesto “incluso a desconocer a Bolívar, con tal de salvar la república”…Al cabo de un año, Manuela le ordena a sus negras que preparen su equipaje porque parten para Colombia. Él la precisa.
Mientras la espera, Bolívar retoma el mando de Colombia y de Venezuela y va y vuelve de Caracas a Bogotá, de conspiración en conspiración, sangrando su salud por el camino.
En julio de 1828, le informan que Lima ya no le responde, que Sucre abandonó Bolivia en manos del insurrecto Santa Cruz, que en Quito se habla de fundar el Ecuador, y que allí mismo, en Bogotá, cada vez son más los que lo quieren matar... Aunque eso no le importa: dicen que ya sabía que iba a morir enfermo, solo, pobre y execrado.
El 10 de setiembre asume la presidencia de Colombia. Pero ya no hay ovaciones, plazas llenas, ni laureles para él. Ahora el pueblo lo llama “Longanizo”, en alusión a un alienado muy popular que entonces daba lástima y risa por las calles Bogotá. Longanizo. Él no los oye. Manuela sí. Lleva los oídos siempre abiertos, y ahora abre bien los ojos porque, sabe, se lo quieren matar. Cuando llega esa noche.
Es el 25 de setiembre de 1828. Doce ciudadanos y veinte soldados asaltan en plena madrugada el palacio de gobierno “para tomar a Bolívar vivo o muerto”… Pero allí está Manuela, que no dormía cuando él dormía, y que despierta al Libertador, y en camisón como está, lo hace saltar por la ventana mientras ella se queda e enfrentar a los treinta que vienen… En pocas horas, Bolívar rearma sus fuerzas y sofoca la rebelión. “Cuando regresó me dijo –contaría Manuela en una carta al general O’Leary-: “¡Tu eres la libertadora del libertador!”. Y así fue. Así Manuela Saénz le salvó la vida a Bolívar para que se muera dos años después y como él bien sabía: execrado, pobre, vuelto un fantasma, y ya sin ella.
La suerte de los dos se había terminado. Santander está entre los conspiradores, pero Bolívar no lo fusila por mucho que Manuela se lo pide. Lo destierra, nada más. Lo destierra, pero él también parte: hace falta en Quito y en Guayaquil, que fueron invadidas por Perú, que también quieren segregarse... Un año y medio antes de morir, recupera Guayaquil, y el 15 de enero de 1830, de vuelta a Colombia, renuncia a la presidencia. Ya no quiere más honores que la paz entre sus pueblos. Un imposible acaso mayor que toda la independencia conseguida. Sus pueblos no quieren la paz. Ni a él. “Muerte a Longanizo”, escriben en las paredes. “Aquí ya no nos quiere nadie”, dicen que ya decía, cansado y enfermo. Se lo devora la tisis, pero lo mata la amargura. Manuela está ahí. Le ayuda cuando vomita, cuando las tempestades de la última tos, cuando la ruina…
El 27 de abril de 1830, Bolívar da su adiós a Colombia. Sueña un retiro en Londres, dice que los ingleses “no me dejarán morir de hambre”. La mañana del 8 de mayo, abandona Bogotá. El general y su coronela no volverán a verse. Al salir de la ciudad, hay quienes no lo reconocen, “ya no soy yo”, dice; otros sí lo reconocen, pero lo insultan, una vieja al pasar le susurra “ve con Dios, fantasma”, y en el sitio de Cuatro Esquinas una mujer a caballo lo saluda por última vez -lo sepa o no-, y el fantasma le responde callado y grave. A ella le espera el calvario del exilio y una tumba sin nombre. A él la última traición, y una muerte miserable.
La última traición la recibe el 1 de julio cuando le matan a Sucre. Ahí lo matan a él. Su América se desangra. Le cuentan que en Bogotá, en Cartagena, en Nueva Granada, el pueblo incendia las calles y piden para que vuelva. Le cuentan que en Quito Manuelita recorre los cuarteles arengando a las tropas con la promesa de su regreso. Él la llama “amable loca” y le escribe para que se calme… Pero nada se calma, ni Manuelita ni las insurrecciones, así que el 5 de setiembre, Bolívar, que se muere, decide a volver a Bogotá y reimponer el orden... Pero no.
El 2 de octubre llega a Turbaco, todavía monta, dicen que cansa a los caballos y que aún duerme mientras marcha… El 15 de octubre alcanza Soledad, pero ya no monta. En noviembre pasa por Barranquilla, en camastro. El 1 de diciembre entra postrado a Santa Marta. El 17 se muere.
Cuando Manuela lo sabe, quiere matarse. Se interna en la jungla, busca la serpiente más venenosa, la enfrenta y se hace morder. Pero no muere. Sobrevive. Sobrevivirá, todavía, 26 años más arrastrando su suerte y sus negras de exilio en exilio hasta el exilio total...
En 1833, Santander la expulsa de Colombia y Manuela parte con sus negras para Jamaica. Pasa un año en Kingston, hasta que decide volver a Quito, a su patria. Pero tampoco. El gobierno de Ecuador no precisa agitadores, le dicen y la echan, y allí queda Manuelita, en ninguna parte y sin destino, con treinta y ocho años que parecen muchos más, y con sus dos negras de siempre tan abatidas como ella.
Una hoja en la tormenta, aborda el primer barco que pasa y aparece unos días más tarde en el puerto de Paita, hacia el norte del Perú, en una aldea de pescadores, de marinos de paso, de prostitutas sin futuro. Un poblado de nadie donde la única dicha es el olvido.
Y allí se queda, callada y pobre, vendiendo para sobrevivir los pasteles que fabrica con sus negras, hasta que un día de noviembre de 1856, un buque cualquiera se detiene en Paita y desembarca un enfermo cualquiera. No se sabe lo que tiene. (Tiene difteria). En menos de una semana, la peste arrasa el pueblo, mata primero a sus negras y enseguida a ella, a los 59 años, al cabo de veinte de exilio, y sin una tumba siquiera... Su cuerpo fue echado a la fosa común donde ardían los apestados de Paita, lejos muy lejos del mausoleo de bronce en Caracas donde yace el Libertador; pero fundida a su nombre eternamente.
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Amantes voraces
Celosos feroces como amantes voraces, los dos se perseguían mutuamente, a veces sin motivos, y otras veces con. Él no la dejaba en paz, pero Manuela era brutal. Cierta noche en Bogotá, la quiteña visitó por sorpresa al Libertador en su palacio, y al entrar en su alcoba, sobre la cama, encontró entre sus sábanas un colgante de esmeraldas que no era de ella. Por primera vez en su vida, el valiente Simón Bolívar pidió socorro a gritos aterrado por una mujer. Su edecán y un ayudante de cámara, se la sacaron de encima y le salvaron una oreja que ella le mordió como un perro. Dicen que un tigre no le hubiera dejado la cara de esa forma. Ni bien el general estuvo a salvo de sus garras, todo lo que le dijo fue: “Ay, Manuela, tu te pierdes”. Después por una semana el presidente no pudo aparecer en público marcado como estaba. Oficialmente, se dijo que sufría una gripe. Durante esos días, Manuela se dedicó a cuidarlo con maternal amor.
Una mujer, un amigo
De aspecto casi insustancial, con su metro sesenta y siete, su cosa mestiza, su inhóspita musculatura, su cara sin gracia, mundano, vivaz, caballeresco, y educado en las artes del amor por las amantes más caras de París; el general Simón Bolívar dejaba a su paso no menos enemigos vencidos que corazones destrozados. Sabido es que ninguna mujer se le resistía demasiado, y que él tampoco se resistía demasiado ante ninguna mujer. Pero tampoco se enamoraba nunca, sabido es. Se había casado muy joven y muy joven había enviudado. Luego se le conocieron incontables amantes, algunas más renombradas que otras, pero la lista continuaba siempre conforme continuaba la campaña… Sólo una, ella, fue para él irremplazable.
Emil Ludwig, autor de una de las más rigurosas biografías sobre Simón Bolívar, acaso explica por qué: “Quien sepa cuán poco frecuente es ese tipo de mujer, no se sorprenderá de que Bolívar jamás conociera otra de tan asombrosas cualidades. En realidad, Bolívar tampoco había encontrado un hombre comparable a ella, y, como en medio de un torbellino, llevaba una vida solitaria y sin amigos –tan solitaria como la misma Manuela- halló también en esta mujer un amigo de espíritu superior”.
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