El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


domingo, 31 de julio de 2011

Historias de Escritores: "Por los bares de la eternidad", (presentación y prólogo)

Historias de Escritores





"Historias de escritores" es el título del libro de no-ficción de Daniel Ares editado por Alfaguara (Buenos Aires, 1998), y que reúne una serie de artículos previamente publicados, en su gran mayoría, en la revista Avenida.
Tal y como dice el autor en su prólogo, son “síntesis biográficas” de once escritores, “once personas que yo quiero mucho”: Honoré de Balzac, Fiodor Dostoyevski, Jean Arthur Rimbaud, Jack London, Delmira Agustini, Céline, Hemingway, Faulkner, Arlt, Miguel Hernández y Henrry Miller. "Sin embargo, y por suerte, esos once no son los únicos escritores que yo quiero tanto".
Recuperados los derechos del libro, aquí El Martiyo Plus no sólo se propone  reproducirlo en versión virtual, completa, ilustrada, revisada y gratuita; sino también continuarlo con otros artículos inéditos de la misma serie, que así como vamos -y por suerte también- se nos aparece infinita.
Hoy entonces, a manera de presentación, en una doble entrega, ofrecemos el prólogo de aquella edición, y un rápido retrato de la vida y la obra y la muerte espectaculares del gran escritor japonés Yukio Mishima. 


* * *


HISTORIAS DE ESCRITORES

A Irma y a Manuel,
por todo y las palabras

* * *
Por los bares de la eternidad
(prólogo)



Si hace falta definirlos genéricamente, podría decirse que estos textos –artículos o crónicas- son síntesis biográficas. Refieren la vida de once escritores, onces personas que yo quiero mucho, por eso prefiero llamar a estas síntesis biográficas, simplemente retratos. Retratos que no quieren ser ensayos literarios, ni mucho menos, valoraciones críticas, interpretaciones olímpicas o cosas así. Son carbonillas amables, pequeños homenajes, moneditas apenas de una deuda muy vieja que ellos y yo sabemos impagable.
Para mi decir Céline, London, Miller, Faulkner, Hemingway, Balzaz, Delmira Agustini, Hernández –entre algunos otros-, es como decir –entre algunos otros- Gustavo, el Tano, Dani, Alejando, Luisito, en fin, amigos personales: míos. Con todos ellos aprendí y compartí muchas cosas, mucha soledad, mucho vino, muchos sueños, penurias y carcajadas. Con Gustavo, con Céline, con Luis, con Miller, con Alejandro, con London, con todos ellos viví momentos inolvidables, plenos, que me elevaron y me curtieron, que me rescataron de la abulia, de la desolación y del silencio que al principio me aturdía.
Miller
Recuerdo como se recuerdan unos días que pasamos con alguien muy querido aquél invierno de angustia en el que me salvó Henry Miller. Yo estaba solo, perdido y vencido en plena juventud, sin plata y sin ambiciones, sin mujer ni trabajo, el techo cayendo sobre mi cabeza y la tierra cediendo bajo mis pies, cuando muerto por muerto, ya sin aire y sin piernas, en un reflejo de ahogado, manoteé los tres últimos maderos de la Crucifixión Rosada y no me maté ni  me volví loco, o sí, pero bien, saludablemente loco… Me acuerdo: Miller bajó hasta le fondo del pozo sin perder el sombrero que llevaba siempre, sonriendo con su cara de chino y el cigarrillo colgándole de la boca mientras me contaba cualquier cosa como hacen los bomberos que te rescatan de las cornisas. No tengo fotos pero sí detalles: recuerdo las calles por donde andábamos, él invisible a mi lado, sus mejores frases, la risa volviendo de a poco, lo recuerdo todo.
Céline
Así como nunca me olvido de la paliza que me comí la primera vez que leí Viaje al fin de la noche, yo era joven todavía, casi un chico, ni siquiera sabía que Céline era Céline, el libro estaba ahí desde hacía tiempo, era un ejemplar barato, sin gracia, de colección, igual a tantos, grandes autores grandes obras, tal vez venía con el diario todos los viernes, o tal vez lo compré en una mesa de 3 por 5 junto con otros cos que me interesaban de verdad, eso no lo recuerdo, recuerdo que allí donde lo dejé, allí se quedó, durmiendo por años en un rincón de mi biblioteca hasta que un día Alejandro –otro amigo común- lo abrió para mí, y así comenzó la paliza, el viaje, los revolcones de risa, de asombro y de dolor, los temblores, la rabia… Lo leí en una sola noche, durante años, y cuando lo terminé, a la mañana, ya era todo un hombre. ¿Cuánto le debo, doctor?...
Hemingway
Y cuánto el debo a Roberto Arlt, que tano me alentaba cuando se me caía la cabeza de fatiga, que me enseñó a hablar la lengua que hablo desde entonces, que me abrió los ojos para que viera dónde había nacido y dónde vivía: en Buenos Aires, pibe, una ciudad llena de monstruos, de fantasmas y de turritos, cómo no pagarle una copa, entonces, cómo no darle un abrazo, no sentirlo un colega, un compañero, un amigo.
Lo mismo Hemingway, que me llevó de viaje por el mundo y por el tiempo, que me mostró cómo era París treinta años antes de que yo naciera o soñara con nacer, y después nos fuimos al África y cazamos leones y bebimos no sé cuántos daikiris una mañana en La Habana, en ayunas, y otra vez nos perdimos por Venecia y jugamos al solitario con las calles mientras él me enseñaba sus mejores trucos, a tener paciencia, a tachar lo que no sirve, a escribir como un herrero que sueña que es orfebre.
London
¿Y Faulkner, que me rompió la cabeza?... me acuerdo que lo leía sin entenderlo y que de pronto me daban ganas de pararme y aplaudir. Sus frases me arrastraban de párrafo en párrafo, de página en página, de capitulo en capítulo como los rápidos de un río por los que yo avanzaba sin poder entender lo que me contaba porque entonces era más importante lo que me estaba pasando: se me abría la cabeza, así, como un zapato barato, la suela se despegaba… “Y la memoria sabe esto: veinte años más tarde la memoria cree todavía aquél día me hice hombre”. Lo escucho siempre. Nunca me recuperé de Faulkner.
Podría contar mil cosas de cada uno. Experiencias, anécdotas, charlas, noches, días, búsquedas, vaguedades y eternidades. A todos les debo algo: la vida. Por eso estos retratos, que no son ensayos, que no aportan nada al estudioso ni al estudiante, que son otra cosa, algo más o algo menos, y que tal vez no importe…
Balzac
Cuando recuerdo que me voy a morir, me relajo imaginando la zona como una calle de bares que no cierran, y donde todos nos encontramos de nuevo, de vuelta de la vida como al cabo de la jornada, a charlar y nada más, dueños del tiempo y ya sin inquietudes, más contentos y más sabios porque ahora sí somos libres.
Entonces lo veo al gordo Balzac tocando el piano a lo loco, cantando contento con todas su amantes a coro con su genio, y lo veo a Céline, que se mata de risa de las mentiras que le cuenta Miller mientras sus putas y sus bailarinas alegran el local, y lo veo a London, asombrado como un recién nacido, con su cuadernito de notas y una mochila entre las alas, ida y vuelta por la vida de vije por las estrellas, contándonos de regreso los siglos que pasan y lo mucho que nos extrañan, y lo veo a Hemingway, bebiendo de nuevo con la cabeza que fue suya, y lo veo a Dostoievsky burlándose con Lorca de los  muertos que los fusilaban allá abajo; y lo veo a Miguel Hernández, comiendo sardinas celestiales sin rastros de las rejas; y lo veo a Rimbaud, hecho un pendejo todavía y vestido como un príncipe, apretándose a Delmira contra las sombras de sus deseos, mientras Arlt reparte flores en llamas y todos ahí, así, el bar que nunca cierra y el fervor que no acaba, chicas y copas, risas piratas, versos inmortales, música divina, ya no hay pecado ni culpa, ya somos lo que siempre fuimos, la muerte no era nada, ya no hay frases que duelan, ya nos bebimos la sed, ya no hace falta la soledad, estamos todos juntos de vuelta y yo estoy entre ellos como si fuera uno de ellos porque ellos son mis amigos…
Por eso disfruté tanto escribiendo estos relatos, y con eso tengo bastante: el placer paga. En cuanto a la suerte de este libro, mi mayor deseo es que después de leer el retrato de Balzac, alguien corriera a comprar Papá Goriot, y que después de leer el retrato de Céline saliera a buscar el Viaje al fin de la noche por todas las librerías… Entonces bingo, más amigos, más fiesta, más risas, más vida para siempre.
Después de todo, este libro es eso: una noche de ronda por los bares de la eternidad, una vuelta de copas, que esta vez –si me permiten- pago yo con todo gusto.
-- ¡Garçón!… - (el mozo es Bukowski).

Garopaba, Brasil, invierno de 1998.


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miércoles, 20 de julio de 2011

HISTORIAS DE ESCRITORES: Louis Ferdinand Céline: "EL ÁNGEL QUE NOS ODIA".


Nota del Autor

Aquí Céline, el horrible Céline, Céline el antisemita, el nazi, el colaboracionista, el misántropo, el genio, el condenado, el demente, el espantoso doctor Louis Ferdinand Destouches, uno de mis preferidos entre mis preferidos.
Si es cierto como quería Miguel Hernández que los poetas son “antenas del pueblo”, Céline fue eso y más, porque Céline captó como nadie el odio de su tiempo, lo transmitió con la urgencia de un mensajero en llamas, y pagó como uno de esos cerdos inocentes en los que el Cristo descargó el demonio de los hombres; dejándonos a cambio, no ya una parábola, ni siquiera una obra distinta y una novela inmensa, sino y a la vez, orfebre y profeta al mismo tiempo, una nueva manera de contar y ver el mundo, los hombres y nosotros.
Este artículo fue publicado hacia 1997 en la revista Avenida, y luego pasó a integrar el libro Historias de Escritores (Buenos Aires, Alfaguara, 1998), que aquí El Martiyo Plus reedita en versión virtual, ilustrada, ampliada y corregida por su propio autor, quien reconoce por fin haber escritro este retrato en especial, con especial compasión, admiración y gratitud. Frente al espíritu de un hombre que nos deja una obra como la suya, las razones profundas de su comportamiento social, resultan insondables; mientras que la conmoción que nos produce su lectura no se acaba nunca, y sus lecciones de buen orfebre tampoco. Ahí la gratitud y la admiración.
La compasión es por el cerdo aquél que sin quererlo fue demonio.


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Louis Ferdinand Céline

Voluntario, condecorado y herido en la Primera Guerra Mundial; declarado mentalmente inepto en un 75%; elegido enemigo público por la BBC de Londres en la Segunda; acusado de colaboracionista, condenado a muerte en Dinamarca, best seller en la Unión Soviética, médico de profesión, escritor por destino, profeta feroz, “estilista con tres pares de cojones”, según su propia definición, Louis Ferdinand Destouches, Céline, inventó la novela moderna, y disecó las tripas y los sueños de los hombres hasta volverse imperdonable.


EL ANGEL QUE NOS ODIA



Por Daniel Ares

Que los libros no muerden parece una verdad tan simple como que los perros no leen; sin embargo, existe por lo menos un libro que sí muerde. Es el Viaje al fin de la noche, lo firma una mujer –Céline-, pero lo escribió un trastornado mental: el doctor Louis Ferdinand Destouches.
Y ojala fueran sólo metáforas, pero no. El autor arrastraba un diagnóstico de insuficiencia mental, y el libro muerde. Hasta el día de hoy –casi setenta años después de la erupción (*)-, todavía no se sabe de nadie que lo haya leído y haya quedado ileso, entero, sin la mirada enloquecida por la mirada enloquecida del autor. Y es que se necesita un espíritu muy simple para leer el Viaje y volver a ver el mundo como era  antes. Más que simple, inerte.
Algo más y algo menos que un libro, Viaje al fin de la noche es exactamente un viaje al fondo de la noche, un veneno delicioso, una novela bella y horrible, oscura y brillante, monstruosa y encantadora, miserable y valiente, sencilla pero insondable, en apariencia rústica, tosca, casi grosera por momentos, y sin embargo toda ella tan delicada como una fina pieza de religiosa orfebrería. Más que un libro es un emboscada. Su locura es tan amena, su prosa tan ágil, su narrador está tan loco y es a la vez tan lúcido, que uno avanza entre carcajadas y aplausos, y cuando quiere darse cuenta ya es tarde: el libro ya te desgarró todos los sueños, todas las ilusiones, todas las esperanzas y todas esas mentiras que ayudan a vivir… Entonces uno se arrepiente de haberlo leído pero ya no puede dejar de leerlo nunca más, y es así como despacio, con sus tres filas de dientes, el Viaje se lo va comiendo todo hasta que deja solamente los restos, las sobras, los huesos descarnados de una verdad tan cruda, tan vacía y tan irrebatible, que al final uno no sabe de qué arrepentirse más, si de haberlo leído, o de haber nacido. Es un libro feroz, intenso y extraordinario como la bestia que lo inventó: el demente doctor Louis Ferdinand Destouches.



Enorme, negro y luminoso como un sol de alquitrán, Viaje al fin de la noche se publicó por primera vez en París, en 1932, cuando la literatura universal parecía para siempre tapiada por los siete pilares de Proust y la insuficiencia larval de los nuevos narradores americanos. Pero entonces apareció el Viaje, de pronto y de la nada, como un nuevo continente que emerge una mañana y transforma por sí mismo toda la tierra.
Lo que hasta ahora se llama con variada tipografía la novela moderna, acababa de nacer.
Camus quedó inmediatamente anonadado, y Sartre babeando. Henry Miller lo leyó y se animó a ser Henry Miller. Blaise Cendrars cayó de rodillas. León Daudet lo aplaudió hasta que le sangraron las manos, y Louis Aragón y Elsa Triolet lo tradujeron al ruso alucinando un manifiesto antiimperialista en su anarquismo huracanado. Pronto la izquierda lo consagró como uno de los suyos, y entonces la crítica, por carácter transitivo, lo besó por donde pudo. Para colmo el mismo jurado que había descubierto a Marcel Prous, ahora le quería dar el premio Goncourt a Célíne. Así fue la erupción. Y cuando por fin lo leyeron en serio, -o cuando por fin lo entendieron de verdad-, ya era tarde, ya los había mordido, ya lo tenían en la sangre. Ahora todo París quería conocer a esa mujer inconcebible, maldita y talentosa.
Pero cuando la conocieron no les gustó. Resulta que era una chica tan falsa como un dólar colorado. Porque no sólo no era una mujer ni se llamaba Céline, sino que tampoco era escritor. Como si se tratara de una burla de los dioses, el hombre que ahora estremecía cuatro siglos dorados de literatura francesa, no era un literato, ni un filósofo, ni un profesor de letras, ni siquiera un periodista, nada, o peor: era un pobre diablo, un medicucho de suburbio vencido y mal vestido, huraño y desconfiado, un autentico loco de la guerra que no quería fotos ni reportajes, y al que sólo parecía importarle, de verdad, la verdad. Un hombre feroz, intenso y extraordinario como la bestia que había inventado, y que se lo comería a él también.


Louis Ferdinand Destouches había nacido el 27 de mayo de 1894 en Courbevoie, departamento del Sena, allí donde Paris ya no era París ni era nada. Su padre fue un profesor de letras al que las sucesivas crisis habían reducido a vendedor de seguros, Su madre era costurera. Su educación fue poco, apenas el primario. “¿El liceo? ¡Mierda, no podía ni pretender semejante cosa! Mis padres estaban demasiado apurados para que me ganara la vida, y mi padre odiaba los estudios, que lo mataban de hambre”. Así pasa la infancia, “trabajando para mil patones al mismo tiempo”, leyendo a escondidas, sin otra música de cuna que los regateos de su madre y las quejas de su padre. “La exisencia de la pequeña burguesía de la Belle Epoque, tenía más de pesadilla que de sueño”. En sus ojos callados, ya desde entonces, fermentaba el ácido corrosivo de su futura mirada incomparable.
Apenas un chico sueña con ser médico, pero a su niñez sin niñez le sigue un adolescencia plena de oscuridades nuevas, y de nuevas sumisiones, privaciones y resignaciones.
Temprano se jura que en cuanto pueda escapará de todo y en cualquier dirección. Tan joven ya sabe que cualquier otro lugar será siempre mejor que aquél donde se encuentra. Incluso el fondo de la noche, se dice un día, y ese día escapa. Pero como escapa de su destino, escapar será su destino.



Todo comienza en 1914, cuando se inflama sobre Europa la Primera Guerra Mundial. Ferdinand tiene veinte años, y en un impulso que pagará toda su vida, se enrola como voluntario en el ejército de Francia, y allí despierta de su sueño en plena pesadilla. “Uno es virgen del horror como lo es de la voluptuosidad… ¿Quién podía prever, antes de entrar verdaderamente en la guerra, el contenido de la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? En aquel momento estaba agarrado por el engranaje de la fuga en masa hacia el asesinato común, hacia el fuego. Aquello surgía de las profundidades y había llegado”.
Pero es allí, entre bombas de fósforo, muertos y mutilados, donde descubre su sencilla verdad: no quiere arder y eso es todo. Nada le importan el valor ni la patria ni la literatura barata. “¿Seré acaso el único cobarde de la tierra?”, se pregunta y quiere escapar. “¡A cada cual su guerra!”. No le ofende la deserción, pero teme que lo fusilen, prefiere que lo tomen prisionero, pero no encuentra al enemigo y la guerra se lo traga y se lo lleva de vuelta.
Igual tiene suerte. Una tarde en el frente de Flandes un obús muy oportuno revienta junto a su cabeza y cuando se despierta ya está en un manicomio de París. Las cosas parecen mejorar. Allí podrá manosear un par de enfermeras, y hasta lo van a condecorar. Mejor aún, es allí donde van a declararlo loco para siempre. ¡inútil para todo servicio!, ¡Vive la patrie!, grita contento: acabó su guerra. Apurados por nuevos heridos, los médicos le diagnostican una incapacidad mental definitiva estimada en un 75 por ciento de su capacidad, y así de trastornado lo sueltan por el mundo. Así de loco.
De allí en adelante, Destouches no dormirá más de tres horas por día y luego de algunos años se recibirá de médico y después revolucionará la historia de la novela y al cabo del siglo será uno de los mejores escritores del siglo. Así de loco.



Condecorado pero desahuciado, en 1915, veintiún años, y muy calladito, prepara su ingreso al liceo y para 1917 ya es bachiller y hasta dicta clases a los más jóvenes sobre la caída de los cuerpos, el bimetalismo, el Renacimiento italiano y la investigación de la tuberculosis. Todavía quiere ser médico, pero en el fondo de sus noches, por los pasillos del insomnio, descubre un refugio inviolable: escribe.
Sin embargo pareciera que su vida de a poco se ordena y promete. Consigue empleo, empieza medicina, avanza sin problemas, y en una acto de fe, con 24 años, como un buen ciudadano, se casa con la hija de un profesor muy respetado y naturalmente dispuesto a cederle un día su rica clientela y su espléndido consultorio en lo mejor de París. Porvenir, familia y propiedad, todo parece resuelto, cuando decide escapar.
Ahora quiere probar fortuna en los servicios coloniales franceses para la Unión de Naciones, parte hacia el Camerún, y acaba en un pozo de la selva. Está loco. Pareciera como si Rimbaud hubiese vuelto para acabar lo comenzado, pero no, es distinto: a Rimbaud lo lo llevaban sus propios delirios, Destouches no, Destouches persigue ilusiones ajenas por el solo placer de matarlas y destriparlas y demostrarlos a los hombres que en el fondo eran nada: “En cuanto no tengamos en claro eso de los sentimientos, no seremos más que bolsas de tripas tibias a medio podrir”. Es distinto. África lo espanta y se la extirpa. Convive algunos meses entre esclavos negros y moribundos blancos, resuelve con su dedo los fétidos intestinos de los sueños del imperio, en envenena en sus ríos, en enferma con el aire, todo apesta. “La negrearía hiede a miseria, a interminable vanidad, a resignaciones inmundas, en suma, igual que nuestros pobres pero con más hijos todavía, menos ropa sucia, y menos vino tinto”.
Palúdico, afiebrado, apenas consciente, escapa a Nueva York, se hunde en el tiempo, se pierde en la noche: son los años locos más locos que nunca, falta mucho para la gran crisis del 30, ahora se sueña que los Estados Unidos son la tierra prometida, y él precisa una quimera nueva para su vieja mesa de mármol.


Y sin embargo casi vuelve  a creer cuando desembarca y ve la estatua de la Libertad  los muslos de las norteamericanas. Le encantan las chicas, las salchichas son más baratas, las venden calientes, y hasta descubre el cine… Y le gusta, cómo no, pero despierto como está, ya no hay sueño que lo duerma: “No está vivo del todo lo que pasa por las pantallas, dentro de ellas queda un gran espacio confuso destinado a los pobres, a los sueños y a los muertos”. Ya no duerme. Huye, comprende y escribe porque no duerme.
Hirviendo por dentro anda las calles de Nueva York, vagabundea de día y de noche con fiebre y sin dinero. Le dicen que en Detroit le dan trabajo a cualquiera, y allí se enrola como operario en las legiones de la Ford, donde le bastan pocos días para destripar hasta la nausea el dulce sueño americano. Las máquinas y los ruidos y los muertos que trabajan  a su lado enseguida le devuelven la locura de la guerra y la nada de la vida. Se esfuma, ni siquiera renuncia. Una perforadora lo reemplaza. Vuelve a Nueva York donde conoció una prostituta angelical que lo quiere y lo mantiene y por la cual experimenta “un excepcional sentimiento de confianza, lo que, en los seres acobardados, reemplaza el amor”. Y la deja. Huye también. “La quería, seguro, pero aún quería más a mi vicio, el deseo de huir de todos lados, a la búsqueda de no sé qué, por estúpido orgullo sin duda, por convicción de una especie de superioridad”. Y vuelve a Francia, quiere terminar sus estudios, recibirse de médico, matar ese otro sueño que no lo deja dormir.



Y lo mata en 1924, cuando con treinta años –y el 25 por ciento que le quedaba de la mente-, Louis Ferdinand Destouches por fin se recibe, se instala en un suburbio miserable, cuelga su chapa entre la mugre, y allí escucha toser durante años a los pobres de todas partes por cinco francos la visita.
“Todo tiene una explicación, ya lo sé. Pero eso no impide que quien recibe cinco frncos del pobre y del malo, sea para siempre un buen asqueroso. Incluso puedo decir que desde aquellos tiempos, estoy seguro de ser tan asqueroso como cualquier otro. No es que haya hecho orgías y locuras con sus cinco francos, ¡No!... pero de todos modos eso no es excusa. Ya nos gustaría que lo fuera, pero todavía no lo es”.
Otro sueño que se le muere. Pronto se cansa y olvida o abandona o maltrata a sus pacientes hasta que el hambre y el vacío lo cercan y se lo comen y un día comprende, con treinta y cuatro años –sin retorno ni mañana-, que la única esperanza que le queda es matar el único sueño que le queda: ser Destouches.
Y lo mata también.
En el fondo de la noche de sí mismo, de vuelta de la guerra y del progreso, disecadas las almas y las tripas de los hombres, ejecutadas una por una todas sus pocas ilusiones, solo y hambreado, más loco y más despierto que nadie, perdido por perdido, escribe con los dientes el Viaje al fin de la noche, y muerde toda la vida que lo ha mordido tanto.
“Sin ninguna vocación, lo juro, sino con miedo y vergüenza fue escrito el Viaje… ser escritor me parecía necio y estúpido”.
Miente.
Trabaja callado durante cuatro años, y cuando lo termina –conciente quizá de la bestia parida, se resiste a firmarlo, “no quería perder los pocos pacientes que me quedaban”, y en  busca de un seudónimo, elige el nombre de su madre. Así murió Destouches y así nació Céline, su pesadilla y su gloria. Como en un bello cuento maldito, la Cenicienta encuentra por fin su príncipe y su zapatito, pero un poco demasiado tarde, porque para entonces su madrastra ya le cortó los pies.



Al cabo de leer Viaje al fin de la noche, a uno se le ocurre que Céline, antes de comenzar, ya frente al papel, batió las palmas, gritó “no hay reglas”, y lo escribió sin respirar. Con la violencia de un vómito que alivia desde su asco. De ahí la conmoción que provocó. Cuando vieron cuánta bilis inundaba sus jardines.
Todo en el libro parecía nuevo, era nuevo, o no se entendía qué era. Su narrador y protagonista, Ferdinand Bardamú -obvio alter ego de la autora-, era un héroe de guerra que no era ningún héroe, ni siquiera un antihéroe más o menos estúpido pero bien intencionado, nada de eso, al contrario, era un cobarde confeso y convencido, pusilánime pero despiadado, contenido por el miedo pero desbordado por el rencor, maleducado, cruel y brillante. Jamás la literatura se había atrevido a tanto. Un ángel de la perversión había nacido, y nos odiaba. Sus pocos rasgos de ternura eran silencios irreproducibles. El personaje parecía tan real, que su autor resultaba fantástico. De pronto existía un ser sin un mínimo dios, sin piedad para mentirnos, invulnerable en su indiferencia, y que si allí cantaba, si allí componía una de las mejores y más imperdonables novelas jamás escritas, no era por él ni por nosotros, sino poseído por un grito que alguna vez alguien –en nombre del hombre, y tal como estaban las cosas-, tenía que dar.
Y si la ferocidad del personaje sonaba inédita, la música de su prosa rompió como un largo trueno de compases perfectos. En un tono llano, coloquial, con las formas y los ruidos del lenguaje de la calle, Céline lograba un estilo brutal y sin embargo melodioso, más saludable que sano, vivo, directo, violento, marcado por los tambores del siglo entre sus dos grandes guerras. No era literatura para literatos, pero hasta los literatos tuvieron que admitir que era literatura de verdad. Su mujer se ha cansado de contar que a veces pasaba semanas enteras trabajando una frase. A él le gustaba llamarla “mon petit music”. Sonó como lo que era: un largo trueno compuesto de compases perfectos.
Entonces vino el éxito, la fama y sus etcéteras. Sin dejar la medicina –ha conseguido un nombramiento municipal en el dispensario de Clichy-, en 1936, cuatro años después del Viaje, aparece Muerte a crédito, su tan esperada segunda novela, donde Céline recrea su infancia y adolescencia como quien desguaza cucarachitas en medio de un incendio. No se supera ni decepciona, es un Céline auténtico. El público lo acepta y vende, aunque la crítica lo rechaza, la izquierda se le aparta, y él se enfurece. Ahora verán quién es Céline.


La autodestrucción pública comienza en el invierno de 1936 cuando viaja a la Unión Soviética invitado por el gobierno de Stalin.
Ya León Trotsky, prudente, había advertido que Celine “podía ser un gran escritor, pero jamás sería un socialista, porque en él no existía la esperanza”. Clarito se los dijo, pero no lo escucharon. El Viaje, traducido y publicado en Rusia, se había convertido en un best seller oficial, y ahora que salía Muerte a crédito y se veían mejor los dientes d ela bestia, ya era tarde. Lo habían invitado a Rusia, y a Rusia iba. Él quiere sus fondos por derechos de autor bloqueados por el comunismo, y el comunismo quiere que el célebre camarada escritor compruebe con sus propios ojos las muchas buenas nuevas de ese flamante cristianismo donde hasta Cristo trabaja. Céline acepta. Se alquila una sonrisa de ocasión, y allá va por sus rublos en brazos de la izquierda. El nuevo sueño de los hombres, corre peligro de muerte. Debajo de la sonrisa, el demente doctor Destouches lleva su fino bisturí.
Una vez en Moscú recorre lo que le importa: hospitales, orfelinatos, escuelas y otros horrores. Sonríe por donde pasa mientras eructa con admiración sus “ajá” y sus “qué notable, qué maravilla”, y de vuelta a Francia, con su risa enajenada, cuenta todo lo que ha visto en un breve pero fatídico folleto que titula Mea culpa, y que comienza así: “¿Saben qué es Rusia?... Arenque ahumado y delación”.
La izquierda quedó atónita. El loco se había vuelto loco. Allí estaba la bestia que tanto amamantaban. Rápido se lo sacuden como si fuera caspa, se juntan para perseguirlo, lo denuncian, lo procesan, lo expulsan del dispensario de Clichy, le sacan su licencia de médico, y hasta censuran sus libros o los secuestran. Pareciera que no entienden quién es Céline. Malherido como lo dejan, se prende fuego y los embiste.
En nuestro bello cuento maldito, la Cenicienta mutilada, ahora, cebada por su propia sangre, asesina a su madrastra y decapita a su príncipe entre carcajadas horribles.


Es 1937, y en un salto mortal propio de un loco absoluto, Céline publica sus Bagatelas para una masacre, un libro hasta hoy prohibido y desde entonces considerado el primer manifiesto antisemita del siglo XX. No es una novela, ni siquiera un manifiesto, es más bien un panfleto, peor aún: es un cartucho de dinamita que Céline se lleva a la boca y enciende sonriendo. Y claro: ni siquiera la extrema derecha se quedó a mirar cómo fumaba.
Su Bagatelas eran una masacre. De pronto alucina judíos hasta en el Vaticano. Nadie se salva. Ni masones, ni demócratas, ni Stalin ni el Papa. Proust en “la mina judía de las camelias”, la Biblia “un burdel de Dios”, y el mundo “un lupanar judío”. Y aunque es cierto y claro que era una manifiesto antisemita, hay que admitir que en la generosidad de su odio también recibían lo suyo los negros, los amarillos y los blancos. “Los arios, los franceses, sobre todo, ya no existen, viven o respiran, sino bajo el signo de la envidia, del odio recíproco y total, de la maledicencia absoluta, fanática, superlativa, del chisme furioso y mezquino, del cuento delirante, de la alienación denigrante, del judío bajo, más bajo todavía, más encarnizadamente vil y cobarde”.
Una masacre total, pero… hijo de la Francia que había condenado a Dreyfus, que festejaba a Drumont, que se deslumbraba con Nietzsche, y cuyo espíritu imperial se resistía a morir, la pregunta callada que todos se hacían, era: ¿Habla Céline, o nos traduce el odio?.




En 1941 la masacre ya es un hecho. Céline el rey de los perversos, y entonces Pierre Drieu La Rochelle publica un artículo en la NFR, y lo explica: “Céline corrió la misma suerte que la verdad. La elite no quiso mirar de frente ni a la verdad ni a Céline… Céline tiene el sentido de la salud. No es su culpa si el sentido de la salud lo obliga a ver y a iluminar toda la locura de nuestro tiempo. Es el destino del médico que es, del psicólogo fulminante, y del sacerdote visionario y profeta que también es”. Tal su suerte.
El último de sus sueños se incendia con Europa. Ya no hay partido que lo cobije ni raza que lo perdone a no ser la del odio. Rechazada, procesado, exonerado, cercado y  más enfurecido todavía, en 1941, cuando los nazis entran en París, Celine se arroja en sus brazos contento de tener razón, y para celebrarlo, publica Escuela de cadáveres, desde cuyas páginas en llamas escupe sobre Francia su detestable “yo se los dije”.
Y allí se carga toda la guerra en sus espaldas.
Es uno entre muchos, pero es uno genial y eso no se perdona. Sartre lo elige como ejemplo del perfecto colaboracionista, y la BBC de Londres lo declara enemigo público y lo incluye en la lista de los que serán juzgados cuando llegue la victoria. Y la victoria llega, pero no lo encuentra. Escapó.
Ya en 1944, con su olfato de bestia, huele la derrota y se retira. Huye con su mujer Lilí, con su amigo Le Vigan, y su gato Bebert. Quiere llegar a Dinamarca porque allí “enterró sus pepitas” (unos seis millones de francos por derechos de autor), pero para eso debe cruzar toda Alemania por el estrecho corredor que le dejan los rusos y los aliados, y entre los escombros del Tercer Reich que se derrumba sobre su cabeza. Algún días esos días serán más novelas, y en los puntos suspensivos de su prosa toda rota, dejará el jadeo del espanto que entonces lo persigue.
Todo es ruina, cenizas, derrota, huyen en trenes de refugiados entre espectros y moribundos. Le Vigan enloquece y los abandona (morirá en Tandil), y él sigue con su mujer y su gato, duermen en catedrales rotas y castillos arrasados, por el camino adoptan cuatro soldaditos alienados, mienten ser miembros de la cruz roja, alcanzan la frontera y llegan a Copenhagen, pero allí lo reconocen y lo detienen, lo procesan y lo condenan, y lo condenan a muerte.
Pasa dos años en la cárcel esperando que lo maten, hasta que un grupo de intelectuales y artistas, encabezados por Henry Miller, pide por la liberación de “uno de los más grandes renovadores de la novela”. Lo sueltan. Raspan entre sus libros pasajes antibelicistas, y lo liberan. Y cuando lo liberan, se esconde: ya no hay dónde escapar. Se esconde en un bosque danés reseco por el frío con su mujer y su gato solamente. “En una miseria total –recordará ella-, sin agua, sin electricidad, en un piso de tierra apisonada, solos los dos en un paisaje triste y salvaje”. Allí son cinco años de escribir en silencio los gritos que le quedan.
Cinco años.


Pareciera que ya no queda nada que esperar, cuando de pronto un día, como si lo dieran por muerto, lo olvidan y lo perdonan y Céline vuelve a Francia. Y no sólo eso: en 1949, la prestigiosa editorial Gallimard, rendida ante su genio, reedita Viaje al fin de la noche, y hasta le encarga un prólogo como si tanta derrota le hubiera enseñado a mentir. Pero no.
¡Vaya –arranca- De nuevo ponen el Viaje en marcha ¡Me da no sé qué!... Si no me viera tan forzado, obligado a ganarme la vida, te lo digo en seguida, lo suprimiría todo, no dejaría pasar ni una línea…”
Tarde. La bestia que había inventado, ya se lo había comido todo, incluyéndolo.
“Después de tantos años de grandes y pequeñas desgracias humanas y biológicas, uno siente que se convierte en una solterona… juntando bibelots, minuciosos los dolores, y las alegrías”, deja dicho en una carta fechada en 1958, en Meudon, en las afueras de París, donde muere poco tiempo después, rechazado pero reconocido, eludido pero respetado, negado pero admirado, como si fuese La Verdad.
Alucinando Francia invadida por los chinos, se murió. Así acaba Rigodón, la novela que terminó de escribir la mañana del 1º de julio de 1961. Y a la tarde se murió. De un derrame cerebral. Le explotó la cabeza. Millones de chinos entraban en Cognac… En un gesto de adiós inconfundible, le dedicó el libro “a los animales”, y se murió.
“Escribía con su corazón, con sus impulsos, con su formidable voluntad de decir algo; era músico en su carne y como tal componía… Adoraba la juventud, los niños, los animales, todo lo que es joven y nuevo… Era para la juventud que escribía, porque sabía bien que no tenía nada que esperar de los hombres”, recordaba su mujer en una entrevista publicada por el Magazine Littéraire en 1969, cuando por fin Gallimard lanzó Rigodón.
Para entonces Céline ya estaba muerto y enterrado y por eso los hombres prefirieron creer que ya no mordía. Error. Publicadas Norte y De un castillo al otro, una nueva novela apareció entre sus papeles –Guinold´s band: Los puentes de Lóndres-. y otra vez la crítica y el público volvieron a decir y a repetir que más allá de todo Céline era un gran estilista, un gran escritor, y demás. Todos fueron mordidos. Cuidado. Sus traducciones no cesan, sus reediciones continúan, y sus imitadores contagian. Mucho cuidado. Incluso en 1994, en medio de un lógico gran escándalo que no sirvió para nada, Viaje al fin de la noche fue traducido al hebreo y publicado en Israel con los honores correspondientes. Mal hecho. La bestia ha muerto pero el odio que lo parió vive en un celo eterno. Ojo. Los seres humanos podrían despertar.


* * *


(*) Este artículo fue publicado por primera vez en 1997 en la revista Avenida, y en 1998 pasó a integrar el libro Historias de Escritores (Alfaguara, Buenos Aires).

miércoles, 6 de julio de 2011

AMORES DE HISTORIA - HISTORIAS DE AMOR - Hoy: "La patria enamorada", con Eva Duarte y Juan Perón.


Eva Duarte y Juan Perón



Nacidos el uno para el otro, y los dos para la historia, Juan Perón y Eva Duarte se llevaban 24 años de diferencia, los dos eran hijos naturales, los dos estaban solos, ella era una actriz sin fama, y él un militar viudo a punto para el retiro. Entonces los cruzó la desgracia, y el amor los unió. Se casaron y fueron felices y cambiaron la Argentina, hasta que ella murió, él se quedó sólo, y así llegó la derrota, el exilio, el horror. Sólo ocho años vivieron juntos. Pero ya el uno sin el otro serán por siempre impensables.


La patria enamorada




Por Daniel Ares



      A las nueve menos diez de la noche del 15 de enero del verano muy denso y muy calmo de 1944, un leve temblor de tierra -apenas perceptible en los pisos más altos de los rascacielos, en los cuadros de repente torcidos de las casas, y en el vaivén de las arañas que colgaban de los techos-, estremeció a Buenos Aires por unos pocos segundos, ni siquiera un minuto. Inmediatamente, todo se aquietó de nuevo, y sin embargo, nunca más nada fue lo mismo en la Argentina.
    Vuelta la calma, resuelto el primer desconcierto, las noticias comenzaron a llegar y al fin se supo del desastre: la ciudad de San Juan ya no existía más. Epicentro de un terremoto que en sus cinco minutos se había tragado el 90 por ciento de sus edificios, había derrumbado como si fuera de arena seca la vieja casa de gobierno, había malherido a veinte mil personas, había sepultado vivas no se sabía cuántas, y había matado a más de diez mil. Sin embargo, como todo final, también aquél entrañaba un principio. Porque de su parto de dolor incomprensible, de su gran hecatombe, iba a nacer la gran historia de amor que iba a cambiar toda la historia de esa Argentina rota.
   La misma noche del terremoto, el Ejército Argentino se puso al frente de la emergencia, dispuso el movimiento de todas las bases y unidades cercanas a la provincia de San Juan, despachó un tren sanitario, y estableció un puente aéreo con Mendoza para trasladar medicamentos, voluntarios, médicos, enfermeras, estudiantes de medicina, ropa, alimentos, lo que fuera... Por Radio Nacional, el entonces ministro de guerra y secretario Trabajo y Previsión, coronel Juan Domingo Perón, con voz de mando, y genuino espanto, llamaba a la solidaridad de todos los argentinos, y los organizaba. San Juan no existía más. El país se ponía de pie. 
   Esa misma semana, sin perder más tiempo, y a fin de recaudar fondos para las víctimas, un grupo de artistas se presenta en la secretaría de trabajo, y le propone al coronel a cargo, un festival a beneficio. Todos están de acuerdo excepto una chica que se acalora y se opone: “Nada de festivales –dice-, esta vez vamos a pedir directamente, sin dar nada a cambio”. El coronel, sorprendido, le pregunta su nombre, y ella le dice que se llama Eva Duarte. “Recuerdo que ni siquiera estaba en primera fila cuando tomó la palabra. A mi me llamó la atención de entrada por su inteligencia y sensibilidad. Me di cuenta de que no era igual a las demás. Me acuerdo que ese día me dije: a esta piedra en bruto debo tallarla, convertirla en diamante de ley”.
   Pero más allá de la simpatía del coronel, la moción de la chica no prosperó, y el festival se hizo igual. Fue el sábado 22 de enero, en el Luna Park, con la presencia en vivo de las más renombradas figuras del espectáculo, se anunciaba estelar la figura y la voz de Libertad Lamarque, y la excelentísima concurrencia del presidente de la nación, el general Ramírez, su esposa y sus ministros. Adentro no faltaba nadie.
     Afuera, entretanto, sobre las puertas de la calle Bouchard, compactadas por la multitud, dos jóvenes actrices sin fama, y sin invitación, pujan por entrar. Una de ellas dice que se llama Rita Molina, y la otra es Eva Duarte. Por suerte allí está el poeta Homero Manzi que las conoce y las reconoce y que las hace pasar. Luego será el conductor Roberto Galán quien les consiga un par de lugares en la mejor de las mesas, junto al presidente y sus ministros. Y allí van las dos actrices. Rita Molina se sienta junto al coronel Imbert, y la otra con Perón.
    Pero no cenan. Es más, el coronel rechaza el brindis previsto para después del espectáculo con los organizadores del festival. “Lo siento muchachos, pero nos vamos a comer con estas chicas –les dice con un guiño-, mejor para ustedes, así les queda más para tomar”. Y se fueron nomás. Pero no fueron a cenar. El coronel Imbert y Rita Molina, se van por su lado y se pierden en la noche del olvido. Los otros dos, Perón y Evita, se van por el suyo y se vuelven inmortales.



      Ella entonces tenía 24 años, recién el 7 de mayo de ese 1944 iba a cumplir los 25. Era menuda, todavía morocha, bonita, soltera y vivaz. Él en cambio, el próximo octubre, cumplía 49. Alto, robusto, fibroso y atlético, impecable dentro de su uniforme blanco, pulcro hasta el último destello de sus botas: un par de kilos de más no le quitaban solidez, y a cambio le daban un sesgo paternal no exento de ternura.  Era viudo. Su primera esposa había muerto sin dejarle hijos hacía ya varios años, y todavía hoy se dice que por entonces tenía o mantenía una muy joven amante, y que por eso aquella primera noche juntos, con Eva, la pasaron en el departamento de la calle Posadas donde vivía ella. Haya sido donde haya sido, seguramente esa noche se habrán besado y se habrán reído y se habrán contado tantas cosas que los unieron tanto y para siempre, que después de esa noche, sólo la muerte (y ni siquiera la muerte), los iba a separar.
   Tenían mucho en común. Una infancia parecida, algunos mismos miedos, algunos mismos sueños, una gran ambición, una fuerza distinta y una rara premonición inexplicable. Los dos eran hijos ilegítimos de niñeces tristes, de madres amables pero abandonadas, y de padres difusos sin amor que se diga. Los dos llevaban sangre india, vasca, italiana, criolla, mestiza, marrana, insondable; y en algún punto de sus almas errantes, seguramente, los dos sentían sin comprender el extraordinario destino para el que habían nacido. Ya todo estaba por ocurrir, no pudieron no sentirlo.
   A partir de esa noche primera, Eva, casi actriz, casi nada, pero hermosa, enamorada y valiente, en poco tiempo, en semanas apenas, como una auténtica niña domadora de leones, se adueñó del corazón de acero del coronel invulnerable, de su vida, su causa... y de su casa también. Un día de regreso a su departamento, al cabo de una jornada de trabajo, Perón vio sus cosas por la casa, y así supo que Eva ya no se iría más. Allí estaban sus cremas de belleza junto a su navaja de afeitar, sus vestidos entre los uniformes, y sus zapatos de taco, junto a sus botas de montar. Lo único que ya no estaba en esa casa, era la joven amante que supo tener el coronel. “La fleté para Mendoza”, le explicó ella, y el coronel sonrió. La niña domadora de leones, sabía manejar su látigo.
    Pocos días después de aquél episodio, el historiador y político Bonifacio del Carril, visitó el departamento de Perón, y cuando el coronel le presentó a la chica que ahora vivía con él, enseguida agregó: “es increíble lo que conoce a la gente. Tiene olfato para la política”. De allí en más, la chica no sólo se manejó a sus anchas por aquel departamento ajeno, sino que también, y con la misma soltura, participaba en las conversaciones y deliberaciones de todos esos caballeros tan importantes que visitaban a su coronel, ministros y secretarios de estado, embajadores extranjeros, adustos generales, y que ahora debían escucharla... Por supuesto que anonadados ante cada interrupción de ella, todos miraban a Perón. Y dicen que entonces Perón siempre repetía lo mismo: tiene olfato para la política.


   Era el año de 1944, Europa estaba en guerra, y en la Argentina, sin apoyo y sin rumbo, el gobierno de Ramírez se cocinaba en su propio infierno de conspiraciones sin fin. Las capas más bajas del pueblo, a todo esto, recién por entonces recibían las primeras noticias de sus derechos humanos. Vacaciones pagas, aguinaldo, jubilación, amparos sociales, sanitarios y legales. Era Perón, que desde su despacho en la Secretaría, impartía consejos, disponía decretos y organizaba los sindicatos. Algunos oficiales y miembros del gobierno, le reprochan sus relaciones con los trabajadores, “¿y qué quieren –les dice él-  que se vayan con los comunistas?”.
    Sus amoríos con Eva ya eran notorios aunque no públicos. El 7 abril de 1945, en la revista Radiolandia, la actriz Eva María Duarte dice que ha firmado un contrato por un año con Radio Belgrano, y que su sueldo será “el más alto que la radio argentina había pagado jamás”. Perón aparecía por el estudio a visitarla o buscarla, pero todavía nadie osaba  fotografiarlos juntos. Algunos oficiales y miembros del gobierno, le reprochan sus relaciones con una actriz, “¿y qué quieren –les dice él- que me enrede con un actor?”.
     El 30 de mayo de 1945, se estrena La cabalgata del circo, y el rostro de Eva Duarte es tapa de la revista Sintonía. Pocas semanas después, el director Mario Soficci, la elige para el papel de La Pródiga, descartando por ella a la mismísma Libertad Lamarque. El 1 de julio, definitivamente rubia, Eva es tapa de Antena. Su carrera como actriz esplende y crece y está punto de terminar. Porque es 1945 y ya llega octubre.
    Son días de ira y confusión. Hay asonadas militares, hay descontento civil, y se agitan los sindicatos con reclamos inéditos mientras gritan o susurran el nombre de Perón.. Su nombre suena y perturba. La oligarquía, los dueños de la tierra, y los grandes capitales, ya lo juzgan una amenaza y presionan para que renuncie. Ningún partido político le brinda su apoyo, los comunistas lo consideran un fascista, los conservadores un socialista; los grandes diarios lo miran de reojo, y la Santa Iglesia no le perdona su concubinato con esa joven actriz. Las personas honorables la llaman puta.
    Perón empieza a cansarse. En pocos días más -el 8 de octubre-, cumplirá 50 años y está solo. Apenas cuenta a su favor con un pequeño grupo de oficiales, y la masa numerosa pero informe de un pueblo sin rostro ni rumbo, y que por entonces no era más que una idea vaga, una teoría política, un abstracto colectivo que nadie todavía había visto en acción... Perón empieza a cansarse y se queja por las noches, de vuelta a su casa, solo, solo con esa mujer, con esa chica que asiente y lo mira y que prueba todo lo que él se lleva a la boca porque ahora oyó que se lo quieren matar. Él también la mira: mínima adentro de un pijama suyo anudado por la cintura, y con el pelo recogido en un par de trenzas. La llama “mi chinita” y le dice que está solo. Pero está con ella y todo está por ocurrir.



   El 5 de octubre de 1945, Perón nombra como director de correos, contra todos los candidatos del ejército gobernante, a un amigo personal de Eva. Su nombre –Oscar Nicolini- se lo tragará la historia, pero el sencillo episodio, sin embargo, desatará la interna final de una década infame.
Indignados por el poder que esa mujer ganaba sobre todos ellos, un grupo de oficiales de la más alta graduación, se reúne en Campo de Mayo, y dice basta. El general Eduardo Avalos es comisionado para pedirle a Perón que rectifiqué el nombramiento. Pero el coronel lo desoye y lo ratifica, y allí se abren las aguas.
Desde luego el gabinete y el ejército presionaron inmediatamente a Farrel exigiéndole la renuncia de su protegido Perón.
Hasta que el 9 de octubre, Farrell llama por fin y por teléfono a Perón, y le dice sin más: “tenés que renunciar”.
Y Perón renuncia. Al ministerio y a la secretaría.
Todo parece terminado.
Pero ese final también es un principio. Al día siguiente, el 10, Perón va a retirar sus pertenencias del despacho que ocupaba en la Secretaría de Trabajo, y ahí, abajo, en la calle, se encuentra con quince mil obreros que vivan su nombre y que lloran su adiós. ¿Y ahora?.
   Renunciado y fuera de juego para siempre, Perón se volvió a su departamento de Arenales pensando en retirarse y descansar y nada más. Pero soplaban vientos violentos cargados de presagios horribles, así que un grupo de amigos, por razones de seguridad, le aconsejan desaparecer por un tiempo, y entonces Perón se oculta con Eva en una isla del Delta, a descansar, a mirar el río, a escuchar a los pájaros, a tejer fantasías que no serían jamás, a pasar los dos últimos días de sencilla felicidad que iban vivir en sus vidas. Dos días, apenas. Dos días al cabo de los cuales, Perón era detenido por orden de Farrell, y trasladado para su protección a la isla Martín García. Su fiel general Domingo Mercante, estaría allí para contarle a la historia cómo lloraba ella al despedirlo, y con qué tono de súplica sincera él le rogó antes de embarcar: “cuídela bien a Evita”.
   Esa misma mañana del 10 de octubre, Radio Belgrano le anunciaba a ella que todos sus contratos quedaban simplemente anulados. Ya ligada para siempre al coronel terminado, su carrera artística, terminaba con él. No le importó. Por entonces ya sólo le importaba él. Se lo venía diciendo por aquellos días: “lo que tenés que hacer es plantar a todo le mundo de una vez por todas, e irnos a descansar. Que se arreglen solos”. Ahora, desde Martín García, Perón le daba la razón: “Mi tesoro adorado: sólo cuando nos alejamos de las personas queridas podemos medir el cariño. Desde el día que te dejé allá con el dolor más grande que puedas imaginar, no he podido tranquilizar mi triste corazón.  Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell para que me acelere el retiro. En cuanto salga nos casamos y nos vamos a cualquier parte a vivir tranquilos”.
   A Chubut, querían ir. A un punto perdido de la Patagonia de su infancia, le decía él, y soñaban los dos. Pero no. La gran historia del siglo XX argentino, iba por ellos.
   Detenido Perón el día 12 de octubre, el 13 la noticia alcanzó todo el país. En las fábricas y en las calles despiertan pintadas que dicen “Ahora vayan a pedir vacaciones a Martín García”. El  día 14, el coronel en su isla se declaró estratégicamente enfermo, y pidió asistencia médica. El 15, en Buenos Aires, un grupo de fanáticos antiperonistas reconocen a Evita por la calle, y la golpean. Esa tarde Perón es llevado para su internación al Hospital Militar de Buenos Aires. El 16 por la mañana, la CGT en pleno comienza a deliberar a lo largo del día y de la noche, hasta que amanece definitivo el 17 de octubre de 1945.


    Eran tiempos cuando allí nomás, del otro lado del riachuelo, en ranchos de chapa o cartón, sobre pisos de barro (ni siquiera de tierra), sin más desagües ni cloacas que sus aguas infestas; siete de cada diez chicos se morían nada más con nacer, y sin plata para enterrarlos, sus madres echaban los cuerpos al río envueltos en papel de diario, mientras sus padres y sus hermanos mendigaban o trabajaban sin descanso ni derechos... A todos ellos, entonces, Perón les había dado una esperanza, y ahora también esa esperanza les sacaban. Demasiado.
Evita los fue a buscar, a despertar, a sacudir, temprano ese 17, con los jefes de la CGT, con los delegados de las fábricas, con la cara roja de furia, los puños cerrados y una esperanza de vuelta: Perón.
   Y los pobres se levantaron y anduvieron. Hombres y mujeres de barro sucios de grasa industrial, dejaron ese día sus casas y sus trabajos y avanzaron sobre la ciudad que nunca los había creído. El gobierno mandó alzar los puentes del riachuelo como si fuera posible parar el viento con las manos. Los pobres se arrojaron sin miedo a esas aguas inmundas que ellos conocían mejor que nadie, y en botes o a nado alcanzaron la otra orilla y antes del mediodía entraron en la Capital y allí se encontraron con ellos mismos que cada vez era más porque venían también desde los barrios, del oeste y de abajo, cientos y miles que pronto fueron cientos de miles copando la Plaza de Mayo bajo un cielo al rojo blanco sin sombreros ni sombrillas, sin pancartas ni carteles, sudados como animales, con las patas en la fuente para que se burlen los otros, sin camisa y siempre hambrientos, pero al fin ilusionados. Eran lo hijos de la tierra por una vez sobre la tierra. Céline diría: aquello surgía de las profundidades y había llegado.
   Cayó la noche y la Plaza de Mayo no se apagó encendida por un millón de antorchas y un solo grito: Perón.
Arriba, adentro, en la Casa Rosada, el presidente Farrell y sus ministros comprendieron que si pretendían salvarse de las llamas y volver vivos a sus respectivos domicilios, habría que darle a la turba que se los impedía, lo que la turba quería: Perón. Resignados, vencidos, poco antes de las diez lo mandaron a buscar al Hospital Militar, y dicen que recién entonces Perón se sacó su pijama, se dio una ducha sin apuro, se puso un traje de civil, y fue al encuentro de Farrell. Y Farrell, a las diez y media, en la Casa Rosada, le prometía a Perón llamar a elecciones libres cuanto antes, si a cambio Perón “le calmaba a esos locos”. Entonces, recién entonces, a las once de la noche, y a pedido de Farrell, Perón salió al histórico balcón de la Rosada a charlar con su pueblo, pero sin saber qué decirles.
Es el primer encuentro de un romance que ya no morirá. Ni bien sale al balcón, se descoloca. El trueno de la ovación lo sacude tanto, que le seca la garganta y lo deja sin palabras. “Yo no sabía ni qué decir –contaría siempre-, les dije de cantar el Himno para darme tiempo a ordenar un poco las ideas”. Y cantaron el Himno y cuando el Himno terminó no les dijo nada ni ya falta que hacía. Ellos sólo querían verlo, y allí lo tenían. “Trabajadores”, repite allí Perón tres veces, y la tres veces lo calla la masa. Después, al cabo de unos minutos eternos, y de algunas frases olvidables,  Perón les ordena que se vuelvan a sus casas sin provocar disturbios, y allí la multitud entera lo obedece contenta como un solo perro. Él es el líder.


    El 18 los diarios argentinos revisarán los cambios de gabinete, mientras comentan la extraordinaria concentración con ironía y poco olfato. Nace la expresión “el aluvión zoológico”. El diario inglés The Times, en cambio, ese día, desde Londres, titula y define con precisión y síntesis: “Todo el poder a Perón”. Él es el líder.
   Cinco días después Evita llama a sus hermanas en Junin, y les dice loca de contenta: “Ya está, chicas: lo pesqué. Nos acabamos de casar”. Según los registros oficiales, el casamiento por civil fue asentado el día 22 de octubre de 1945. La ceremonia religiosa estaba prevista para el 26 de noviembre en La Plata, y en un marco de absoluta sobriedad. Pero fue imposible. La multitud agradecida con su coronel, no dejó llegar al novio hasta la iglesia, y el casorio se suspendió. Lo intentaron de nuevo y al fin lo consiguieron el 10 de diciembre en la iglesia de San Francisco. La protegida, la amante, la puta, ahora era la esposa legítima del coronel más popular del país, y  candidato a presidente, así que pronto sería, ella, para colmo de muchos, la primera dama de la Argentina. Inaceptable. 
    Su mínimo nombre y su escueta figura, todavía disimulaban la mujer que sería y que empezaba surgir y distinguirse. Por primera vez la esposa de un candidato acompañaba a su marido en la campaña presidencial. Juntos los dos recorrieron todo el norte del país en un tren que en homenaje a los héroes del 17 se llamó El Descamisado, y con el cual cruzaron y descubrieron la extensa geografía de la miseria nacional, y así los pobres de todas partes los vieron pasar, y los tocaron y los abrazaron, y por eso creyeron. Ella era frágil y hermosa como una hada madrina. Él era fuerte y valiente, parecía invencible. Un ejército de huérfanos no habría soñado un par de padres mejores.
   El 24 de febrero de 1946, la fórmula Perón-Quijano se alzó con el 52 por ciento de los votos. El 4 de junio, el nuevo jefe de estado asumió el poder, y un auto oficial lo paseó junto a su esposa por las calles de Buenos Aires para alegría de los más tristes por una vez felices.
Sonrientes, enhiestos, colosales, allá pasaban el coronel invicto -ya en su uniforme de general-, y su joven dama rubia envuelta en una aureola de oro, dichosos los dos, magníficos y reales como una encarnación posible de esa Argentina nueva. Eran la patria enamorada.


    Donde hoy está la biblioteca Nacional, se levantaba entonces el ayer célebre Palacio Unzué, una mansión de estilo francés construida a fines del siglo XIX, y que en 1930, sus legítimos dueños, la familia Unzué –rancia oligarquía ganadera-, decidió venderle al Estado para residencia presidencial. Así que tal iba a ser ahora el nuevo hogar del matrimonio Perón, ese palacio de doscientas ochenta y tres habitaciones, y arañas de un lujo papal, y grandes escaleras de mármol con largas barandas de bronce por las que el presidente y su primera dama, se arrojaban cada mañana a correr carreras como dos chicos sueltos en un castillo de cuentos.
   Ya desde entonces los visitantes del nuevo hogar, la recuerdan a ella siempre de entre casa, con el pijama enorme del general amarrado por la cintura, y las dos trencitas de china que la volvían aún más diminuta... Pero ya desde entonces que nadie sin embargo la recuerda durmiendo, comiendo o descansando. Sólo trabajando, trabajando sin parar. “Mi lucha es contra el tiempo”, decía y no sabía (o sí). Despedía a sus colaboradores a las cuatro o cinco de la mañana, y antes de las siete ya los estaba llamando por teléfono y sorprendida: “¿Pero qué hacés? ¿Estás durmiendo? ¿Sos loco? Veníte para acá que hay mucho que hacer”.  “Vos también tenés que acordarte de que sos mi mujer”, cuentan que le decía Perón, pero que el pueblo se la llevó.
   Obsesionada por su silueta, sin un solo minuto que perder, desayunaba dos traguitos de mate sin sólido ninguno, casi nunca almorzaba o almorzaba un par de bombones de menta, y no paraba de trabajar. Y trabajar, para ella, era escucharlos a todos, responderles a todos, visitarlos a todos y abrazarlos a todos. A todos los que la necesitaban, que entonces eran muchos. Cada día la maratón empezaba desde bien temprano, recorría hospitales, fábricas, escuelas, orfelinatos, villas miserias, hospicios, sindicatos, clubes. Toma nota de todo cuanto necesitan, y reparte lo que le piden. Lleva siempre sus mejores joyas, sus vestidos más caros, dice que quiere despertarlos, “¡Hagan como yo!  -les grita y les muestra- ¡Deseen! ¡Pidan lo más caro, lo mejor, el lujo, la felicidad! ¡Todo les pertenece! ¡Sírvanse sin miedo!”. No tenía entonces ni tendrá jamás cargo oficial alguno, no era ni será vicepresidente, diputada, senadora, ministro, secretario de estado, nada. Pero ya era Evita.
   Igual ella tampoco quiere cargos. Sueña con la fundación que llevará su nombre y que será de todos. Así que sólo quiere una oficina donde trabajar, y plata para repartir. Perón le concede su viejo despacho de la Secretaría de Trabajo y Previsión; y ella le roba su dinero. “Una noche en la mesa, me expuso su programa –recordaría él muchos después-; parecía una máquina de calcular. Por fin le di mi consentimiento, pero le pregunté: ¿y el dinero?. Ella me miró divertida: es simple, me dijo; comenzaré con el tuyo, con tu sueldo de presidente”.
   La fundación Eva Perón llegó a manejar dos millones de dólares por año de aquellos años; y contó con un legión de empleados y voluntarios que alcanzó el número de quince mil personas. Y ni uno sólo de ellos olvidó nunca su lujoso despacho de alfombra mullida y cortinas de color guinda, siempre atestado de pobres, de mendigos, indigentes y malolientes, sucios y enfermos, apestosos que lo apestaban todo y que sólo la esperaban a ella, que llegaba y los abrazaba y los besaba y los escuchaba y les daba lo que pedían. Más de uno de sus biógrafos cuenta cuántas veces se llevaba a sus pobres al palacio Unzué, para que se bañaran y jugaran y durmieran y comieran y conocieran el lujo y aprendieran a desear. “Sírvanse sin miedos”. Nadie les había hablado así.
    Enumerar aquí sus obras desde entonces hasta su muerte, no tiene sentido ni sería posible. Antes de un año, Evita ya era la abanderada de los humildes.  A fines de 1946 comienza su campaña por los derechos cívicos de la mujer, y alcanza lo que ninguna antes.  El tan ansiado, proclamado y revolucionario voto femenino, ya es un hecho. Lo que no había conseguido la respetadísima Alicia Moreau de Justo; lo que tanto había reclamado sin que la escuchen la culta y muy refinada Victoria Ocampo y sus más selectas amigas; ahora, de pronto, lo conseguía ella: Evita. La puta.
   Así fue como la abanderada de los humildes se convirtió rápidamente en la odiada de los soberbios.
   Para desgracia de sus enemigos, encima, a su esplendor nacional pronto se agrega una gira por Europa de la que volverá mundialmente célebre. Parte el 6 de junio de 1947 desde el aeropuerto de Morón.
   Enviada pródiga de un país lleno de trigo y de oro, la España destrozada por la guerra la recibe como se recibe una bendición. La multitud la celebra, le agradece y la adora. La consagra. Nada se le niega. Ordenes, honores, regalos, aplausos. En Roma la espera el Papa Pío XII, que ya le perdonó sus pecados de vodeville, y que le regala un rosario de oro y la escucha durante quince minutos que es el tiempo que sólo suele concederle a las reinas.
   De Roma sigue a Francia, donde el presidente la recibe con honores de jefa de estado; lo mismo en Suiza y Portugal; y de vuelta en América se entrevistará con el presidente de Brasil en Río, con su par Uruguayo en Montevideo, y luego en La Paz el presidente de Bolivia la va a condecorar con  la Gran Cruz del Cóndor de los Andes. Y el 23 de agosto de 1947, llega por fin al puerto de Buenos Aires en Dársena Norte, sonriente y llorando, agitando la mano al ver abajo a su marido amado y a su pueblo fiel, feliz el uno, desbordante el otro.


   Lo que sigue a su regreso es una maratón cronológicamente inverosímil de generosidad, lucha y esfuerzo.
Sostenida por la CGT y por su propia fundación, sus obras abarcan todo el país, y su actividad política se despliega imparable despertando a su paso fanatismos y odios, amores y rencores. Inaugura mil escuelas en el interior, barrios enteros, universidades, hospitales; organiza el primer sindicato de mucamas, levanta hoteles para los chicos que no conocen el mar, sueña y construye la Ciudad Infantil y la ciudad Universitaria, mientras recibe y responde doce mil cartas por día. Doce mil, sí. Termina su jornada de trabajo a las cuatro o cinco de la mañana, y apenas a las siete está en la fundación otra vez. No para, no duerme, no come. “El tiempo es mi peor enemigo”, dicen que dice. En la fiebre de su benevolencia, sólo dos cosas le importan: Perón y su pueblo. Por su bien y en su defensa, avanza como la rabia, “hasta que no quede un solo ladrillo que no sea peronista”. Y compra diarios, inaugura la televisión, maneja un par de radios, arenga a los obreros, y enciende a las mujeres. Y todo por ellos, por su pueblo y por Perón.
   A fines de 1949 funda el Partido Peronista Femenino y así asegura la pronta reelección de su marido. Ella, para ella, no quiere nada. Al contrario: enseguida renuncia a su mejor y última oportunidad de poder.
El 22 de agosto de 1951, sobre la avenida 9 de julio, la CGT organiza un acto en homenaje a Evita, y allí le pide públicamente que acepte ser candidata a vicepresidente en las próximas elecciones, y en fórmula con su esposo. Ella dice que no, renuncia, no puede. Perón no la deja. Es la mayor escena de tensión pública que vive el matrimonio.
Allí la multitud pidiéndole a Evita un sí, allí Evita pidiéndole a la multitud que le de tres días para pensarlo, y allí Perón diciéndole que les diga ya que no.
La multitud también le dice que no. No quieren esperar, quieren la respuesta ya. Perón la mira, los minutos corren, la noche cae sobre la gran avenida, y el pueblo quiere su respuesta. Ella no puede negarles nada, pero debe decirles que no. Perón no la deja. “Basta”, le dice él, y allí Evita renuncia a todos los honores que ahora jamás iba a tener. No podía. Se moría.


   No se lo decían todavía, le decían que era un fibroma, que se podía operar, que no era nada. Pero un cáncer de útero se la comía por dentro. Ya a fines del año anterior, en vísperas de una por el norte, al despedirla, Perón le comentó a un amigo: “está tan débil que tengo miedo de que me la maten de un abrazo”. Renunció. Se moría. No podía.
   Unos días después del acto, ella misma explicaba rota por radio: “No tenía entonces ni tengo en estos momentos  más que una sola ambición personal. Que de mi se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia dedicará seguramente a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevar al presidente las esperanzas del pueblo, y que, a esa mujer, el pueblo la llamaba cariñosamente: Evita”. Se moría.
El 9 de enero de 1950, mientras inauguraba la nueva sede del sindicato de taxistas, se desmayó en público por primera vez, y allí empezó el calvario. Tenía 30 años. En mayo cumplía 31.
      El lento horror -y por lento más horrible-, duró hasta el 26 de julio de 1952. Dieciocho meses durante los cuales su espíritu inmortal, peleó contra su carne que se moría. Un año y medio durante lo cuales se sucedieron los médicos, la opiniones, las intervenciones, los tratamientos, las esperanzas, sus gritos, los rumores, las torturas, los rezos de su pueblo, y las maldiciones de los otros. Alguien una noche pintó en las paredes mismas del palacio Unzué, sobre la calle Austria: “Viva el cáncer”.
     Evita se moría y el país se odiaba. Ya el mismo día en que es internada para su primera transfusión inútil -el 28 de setiembre de 1949-, en la provincia de Córdoba, por la mañana, se desataba el primer alzamiento militar que anunciaba el fin. Era una mínima grieta, una fisura incipiente, la rebelión fue ahogada, y Perón sería reelecto. Pero Evita se moría, y el país se odiaba.  
    Desde entonces sus apariciones públicas se volvieron cada más esporádicas, y sus ausencias sorpresivas cada vez más frecuentes. No aparece en la presentación de su propio libro ni en la inauguración de su tantas veces soñada Ciudad Infantil. El 24 de febrero, aún así, vota para los fotógrafos desde su cama, y después celebra la victoria con su último aliento. Perón ganaba con el voto de las mujeres que su mujer le había conseguido. Era su ofrenda final, su entrega, y su adiós.
   El 4 de junio siguiente, Perón asume la presidencia por segunda vez, y por segunda vez recorre las calles de la ciudad junto a su esposa que sonríe y se muere. Se los ve a los dos de pie en un auto descapotable, igual que en el 46, de nuevo sonrientes, los dos victoriosos, pero ella se muere. Un grueso tapado de piel cubre el armazón de yeso que la mantiene erguida allí, y no deja ver el arnés que la amarra al parabrisas delantero. Saluda, sonríe, se muere. No da más. Ya dio todo.
  Antes de dos meses, a las 20.25 del 26 de julio de 1952, Radio Nacional fijaba para historia la hora en la que Eva Perón había entrado en la inmortalidad. Su vida de muerta recién empezaba. Embalsamada enseguida, la momia de su cuerpo, durante trece días, verá el desfile de los pobres que la lloran. Evita ha muerto. En las casas mejores, la oposición celebra: Perón era vencido.
   Más allá del general todopoderoso, del presidente invulnerable, del gran conductor, el hombre que era había sido vencido. Las imágenes de aquellos días muestran a un Perón de repente encorvado, sin su sonrisa perenne, sin su paso seguro, sin la vista en alto, sin su uniforme invicto, con un traje oscuro triste y cruzado, y un simple brazalete negro que toca toda su figura de una derrota completa.  El pequeño inmenso sueño de una sencilla felicidad con la mujer que amaba, ya no sería posible nunca más. Evita había muerto. Perón, el hombre, se había quedado solo. La oposición celebra. Será vencido.


   A partir de entonces el derrumbe de su gobierno ya no se detuvo. Sin evita los sectores castrenses más reaccionarios, ganaron espacio, el mismo espacio perdían los trabajadores que Evita sobre todo protegía. La máquina herrumbrada de la oligarquía y sus socios externos, se puso en movimiento. Conforme se debilitaba la economía, cesaban las dádivas, crecía el desconcierto, y la traición germinó enseguida entre sus propios hombres. Pronto comenzaron los enfrentamientos, las persecuciones, las delaciones y los desmanes. El diario La Prensa había sido expropiado, las voces contrarias al gobierno eran silenciadas o perseguidas, y el 15 de  abril de 1953, algunos fanáticos incendian el Jockey Club -símbolo de la oposición-; y justo al día siguiente se prenden fuego tres iglesias y culpan de los siniestros a la incipiente resistencia peronista, que ya ve que su gobierno se derrumba. Lo peor está por suceder.
El 16 de junio de 1955, al mediodía, aviones de la marina bombardean la Plaza de Mayo para matar a Perón, y matan en cambio más de 300 civiles inocentes. La rebelión es sofocada –ésa-, pero apenas tres meses más tarde, el 16 de setiembre, un nuevo intento será por fin exitoso.
Es el golpe de estado liderado por el general Lonardi, conocido sin embargo como Revolución Libertadora. Perón era derrocado.      
Lo demás es historia. Ese mismo día Perón se refugia en una cañonera Paraguaya que lo saca del país por los próximos 18 años. Ella, Eva, su cuerpo intacto y sin paz, iba a perderse en un peregrinaje mortuorio que recién terminaría en Madrid, quince años más tarde, en 1971, cuando vuelva a reencontrarlo su marido en una escena de amor triste, tétrica y tierna.
     Después de mucho y tanto, el cuerpo de Evita por fin era rescatado de su tumba apócrifa en un cementerio de pueblo en Italia; y el gobierno entonces del general Alejandro Lanusse, a través de su embajador en España, Rojas Silveyra, allí le entregaba a Perón el cadáver recuperado de su legítima esposa.
La escena sucede en la casa de Puerta de Hierro, en Madrid. El viejo general debe reconocer el cadáver para dar fin al trámite, y va y lo hace. Pero luego gira, se acerca al embajador Rojas Silveyra, lo toma del brazo, lo lleva a un aparte, y le dice en un susurro:
-- Aunque usted no me crea, Rojas, yo he sido muy feliz con esa mujer...
Rojas Silveyra -antiperonista confeso-, contó después que Perón, en ese momento, tenía los ojos llenos de lágrimas, y que se le quebró la voz.




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