Eva Duarte y Juan Perón
Nacidos el uno para el otro, y los dos para la historia, Juan Perón y Eva Duarte se llevaban 24 años de diferencia, los dos eran hijos naturales, los dos estaban solos, ella era una actriz sin fama, y él un militar viudo a punto para el retiro. Entonces los cruzó la desgracia, y el amor los unió. Se casaron y fueron felices y cambiaron la Argentina, hasta que ella murió, él se quedó sólo, y así llegó la derrota, el exilio, el horror. Sólo ocho años vivieron juntos. Pero ya el uno sin el otro serán por siempre impensables.
La patria enamorada
Por Daniel Ares
A las nueve menos diez de la noche del 15 de enero del verano muy denso y muy calmo de 1944, un leve temblor de tierra -apenas perceptible en los pisos más altos de los rascacielos, en los cuadros de repente torcidos de las casas, y en el vaivén de las arañas que colgaban de los techos-, estremeció a Buenos Aires por unos pocos segundos, ni siquiera un minuto. Inmediatamente, todo se aquietó de nuevo, y sin embargo, nunca más nada fue lo mismo en la Argentina. Vuelta la calma, resuelto el primer desconcierto, las noticias comenzaron a llegar y al fin se supo del desastre: la ciudad de San Juan ya no existía más. Epicentro de un terremoto que en sus cinco minutos se había tragado el 90 por ciento de sus edificios, había derrumbado como si fuera de arena seca la vieja casa de gobierno, había malherido a veinte mil personas, había sepultado vivas no se sabía cuántas, y había matado a más de diez mil. Sin embargo, como todo final, también aquél entrañaba un principio. Porque de su parto de dolor incomprensible, de su gran hecatombe, iba a nacer la gran historia de amor que iba a cambiar toda la historia de esa Argentina rota.
La misma noche del terremoto, el Ejército Argentino se puso al frente de la emergencia, dispuso el movimiento de todas las bases y unidades cercanas a la provincia de San Juan, despachó un tren sanitario, y estableció un puente aéreo con Mendoza para trasladar medicamentos, voluntarios, médicos, enfermeras, estudiantes de medicina, ropa, alimentos, lo que fuera... Por Radio Nacional, el entonces ministro de guerra y secretario Trabajo y Previsión, coronel Juan Domingo Perón, con voz de mando, y genuino espanto, llamaba a la solidaridad de todos los argentinos, y los organizaba. San Juan no existía más. El país se ponía de pie.
Esa misma semana, sin perder más tiempo, y a fin de recaudar fondos para las víctimas, un grupo de artistas se presenta en la secretaría de trabajo, y le propone al coronel a cargo, un festival a beneficio. Todos están de acuerdo excepto una chica que se acalora y se opone: “Nada de festivales –dice-, esta vez vamos a pedir directamente, sin dar nada a cambio”. El coronel, sorprendido, le pregunta su nombre, y ella le dice que se llama Eva Duarte. “Recuerdo que ni siquiera estaba en primera fila cuando tomó la palabra. A mi me llamó la atención de entrada por su inteligencia y sensibilidad. Me di cuenta de que no era igual a las demás. Me acuerdo que ese día me dije: a esta piedra en bruto debo tallarla, convertirla en diamante de ley”.
Pero más allá de la simpatía del coronel, la moción de la chica no prosperó, y el festival se hizo igual. Fue el sábado 22 de enero, en el Luna Park, con la presencia en vivo de las más renombradas figuras del espectáculo, se anunciaba estelar la figura y la voz de Libertad Lamarque, y la excelentísima concurrencia del presidente de la nación, el general Ramírez, su esposa y sus ministros. Adentro no faltaba nadie.
Afuera, entretanto, sobre las puertas de la calle Bouchard, compactadas por la multitud, dos jóvenes actrices sin fama, y sin invitación, pujan por entrar. Una de ellas dice que se llama Rita Molina, y la otra es Eva Duarte. Por suerte allí está el poeta Homero Manzi que las conoce y las reconoce y que las hace pasar. Luego será el conductor Roberto Galán quien les consiga un par de lugares en la mejor de las mesas, junto al presidente y sus ministros. Y allí van las dos actrices. Rita Molina se sienta junto al coronel Imbert, y la otra con Perón.
Pero no cenan. Es más, el coronel rechaza el brindis previsto para después del espectáculo con los organizadores del festival. “Lo siento muchachos, pero nos vamos a comer con estas chicas –les dice con un guiño-, mejor para ustedes, así les queda más para tomar”. Y se fueron nomás. Pero no fueron a cenar. El coronel Imbert y Rita Molina, se van por su lado y se pierden en la noche del olvido. Los otros dos, Perón y Evita, se van por el suyo y se vuelven inmortales.
Ella entonces tenía 24 años, recién el 7 de mayo de ese 1944 iba a cumplir los 25. Era menuda, todavía morocha, bonita, soltera y vivaz. Él en cambio, el próximo octubre, cumplía 49. Alto, robusto, fibroso y atlético, impecable dentro de su uniforme blanco, pulcro hasta el último destello de sus botas: un par de kilos de más no le quitaban solidez, y a cambio le daban un sesgo paternal no exento de ternura. Era viudo. Su primera esposa había muerto sin dejarle hijos hacía ya varios años, y todavía hoy se dice que por entonces tenía o mantenía una muy joven amante, y que por eso aquella primera noche juntos, con Eva, la pasaron en el departamento de la calle Posadas donde vivía ella. Haya sido donde haya sido, seguramente esa noche se habrán besado y se habrán reído y se habrán contado tantas cosas que los unieron tanto y para siempre, que después de esa noche, sólo la muerte (y ni siquiera la muerte), los iba a separar.
Tenían mucho en común. Una infancia parecida, algunos mismos miedos, algunos mismos sueños, una gran ambición, una fuerza distinta y una rara premonición inexplicable. Los dos eran hijos ilegítimos de niñeces tristes, de madres amables pero abandonadas, y de padres difusos sin amor que se diga. Los dos llevaban sangre india, vasca, italiana, criolla, mestiza, marrana, insondable; y en algún punto de sus almas errantes, seguramente, los dos sentían sin comprender el extraordinario destino para el que habían nacido. Ya todo estaba por ocurrir, no pudieron no sentirlo.
A partir de esa noche primera, Eva, casi actriz, casi nada, pero hermosa, enamorada y valiente, en poco tiempo, en semanas apenas, como una auténtica niña domadora de leones, se adueñó del corazón de acero del coronel invulnerable, de su vida, su causa... y de su casa también. Un día de regreso a su departamento, al cabo de una jornada de trabajo, Perón vio sus cosas por la casa, y así supo que Eva ya no se iría más. Allí estaban sus cremas de belleza junto a su navaja de afeitar, sus vestidos entre los uniformes, y sus zapatos de taco, junto a sus botas de montar. Lo único que ya no estaba en esa casa, era la joven amante que supo tener el coronel. “La fleté para Mendoza”, le explicó ella, y el coronel sonrió. La niña domadora de leones, sabía manejar su látigo.
Pocos días después de aquél episodio, el historiador y político Bonifacio del Carril, visitó el departamento de Perón, y cuando el coronel le presentó a la chica que ahora vivía con él, enseguida agregó: “es increíble lo que conoce a la gente. Tiene olfato para la política”. De allí en más, la chica no sólo se manejó a sus anchas por aquel departamento ajeno, sino que también, y con la misma soltura, participaba en las conversaciones y deliberaciones de todos esos caballeros tan importantes que visitaban a su coronel, ministros y secretarios de estado, embajadores extranjeros, adustos generales, y que ahora debían escucharla... Por supuesto que anonadados ante cada interrupción de ella, todos miraban a Perón. Y dicen que entonces Perón siempre repetía lo mismo: tiene olfato para la política.
Era el año de 1944, Europa estaba en guerra, y en la Argentina, sin apoyo y sin rumbo, el gobierno de Ramírez se cocinaba en su propio infierno de conspiraciones sin fin. Las capas más bajas del pueblo, a todo esto, recién por entonces recibían las primeras noticias de sus derechos humanos. Vacaciones pagas, aguinaldo, jubilación, amparos sociales, sanitarios y legales. Era Perón, que desde su despacho en la Secretaría, impartía consejos, disponía decretos y organizaba los sindicatos. Algunos oficiales y miembros del gobierno, le reprochan sus relaciones con los trabajadores, “¿y qué quieren –les dice él- que se vayan con los comunistas?”. Sus amoríos con Eva ya eran notorios aunque no públicos. El 7 abril de 1945, en la revista Radiolandia, la actriz Eva María Duarte dice que ha firmado un contrato por un año con Radio Belgrano, y que su sueldo será “el más alto que la radio argentina había pagado jamás”. Perón aparecía por el estudio a visitarla o buscarla, pero todavía nadie osaba fotografiarlos juntos. Algunos oficiales y miembros del gobierno, le reprochan sus relaciones con una actriz, “¿y qué quieren –les dice él- que me enrede con un actor?”.
El 30 de mayo de 1945, se estrena La cabalgata del circo, y el rostro de Eva Duarte es tapa de la revista Sintonía. Pocas semanas después, el director Mario Soficci, la elige para el papel de La Pródiga, descartando por ella a la mismísma Libertad Lamarque. El 1 de julio, definitivamente rubia, Eva es tapa de Antena. Su carrera como actriz esplende y crece y está punto de terminar. Porque es 1945 y ya llega octubre. Son días de ira y confusión. Hay asonadas militares, hay descontento civil, y se agitan los sindicatos con reclamos inéditos mientras gritan o susurran el nombre de Perón.. Su nombre suena y perturba. La oligarquía, los dueños de la tierra, y los grandes capitales, ya lo juzgan una amenaza y presionan para que renuncie. Ningún partido político le brinda su apoyo, los comunistas lo consideran un fascista, los conservadores un socialista; los grandes diarios lo miran de reojo, y la Santa Iglesia no le perdona su concubinato con esa joven actriz. Las personas honorables la llaman puta. Perón empieza a cansarse. En pocos días más -el 8 de octubre-, cumplirá 50 años y está solo. Apenas cuenta a su favor con un pequeño grupo de oficiales, y la masa numerosa pero informe de un pueblo sin rostro ni rumbo, y que por entonces no era más que una idea vaga, una teoría política, un abstracto colectivo que nadie todavía había visto en acción... Perón empieza a cansarse y se queja por las noches, de vuelta a su casa, solo, solo con esa mujer, con esa chica que asiente y lo mira y que prueba todo lo que él se lleva a la boca porque ahora oyó que se lo quieren matar. Él también la mira: mínima adentro de un pijama suyo anudado por la cintura, y con el pelo recogido en un par de trenzas. La llama “mi chinita” y le dice que está solo. Pero está con ella y todo está por ocurrir.
El 5 de octubre de 1945, Perón nombra como director de correos, contra todos los candidatos del ejército gobernante, a un amigo personal de Eva. Su nombre –Oscar Nicolini- se lo tragará la historia, pero el sencillo episodio, sin embargo, desatará la interna final de una década infame.
Indignados por el poder que esa mujer ganaba sobre todos ellos, un grupo de oficiales de la más alta graduación, se reúne en Campo de Mayo, y dice basta. El general Eduardo Avalos es comisionado para pedirle a Perón que rectifiqué el nombramiento. Pero el coronel lo desoye y lo ratifica, y allí se abren las aguas.
Desde luego el gabinete y el ejército presionaron inmediatamente a Farrel exigiéndole la renuncia de su protegido Perón.
Hasta que el 9 de octubre, Farrell llama por fin y por teléfono a Perón, y le dice sin más: “tenés que renunciar”.
Y Perón renuncia. Al ministerio y a la secretaría.
Todo parece terminado.
Pero ese final también es un principio. Al día siguiente, el 10, Perón va a retirar sus pertenencias del despacho que ocupaba en la Secretaría de Trabajo, y ahí, abajo, en la calle, se encuentra con quince mil obreros que vivan su nombre y que lloran su adiós. ¿Y ahora?. Renunciado y fuera de juego para siempre, Perón se volvió a su departamento de Arenales pensando en retirarse y descansar y nada más. Pero soplaban vientos violentos cargados de presagios horribles, así que un grupo de amigos, por razones de seguridad, le aconsejan desaparecer por un tiempo, y entonces Perón se oculta con Eva en una isla del Delta, a descansar, a mirar el río, a escuchar a los pájaros, a tejer fantasías que no serían jamás, a pasar los dos últimos días de sencilla felicidad que iban vivir en sus vidas. Dos días, apenas. Dos días al cabo de los cuales, Perón era detenido por orden de Farrell, y trasladado para su protección a la isla Martín García. Su fiel general Domingo Mercante, estaría allí para contarle a la historia cómo lloraba ella al despedirlo, y con qué tono de súplica sincera él le rogó antes de embarcar: “cuídela bien a Evita”.
Esa misma mañana del 10 de octubre, Radio Belgrano le anunciaba a ella que todos sus contratos quedaban simplemente anulados. Ya ligada para siempre al coronel terminado, su carrera artística, terminaba con él. No le importó. Por entonces ya sólo le importaba él. Se lo venía diciendo por aquellos días: “lo que tenés que hacer es plantar a todo le mundo de una vez por todas, e irnos a descansar. Que se arreglen solos”. Ahora, desde Martín García, Perón le daba la razón: “Mi tesoro adorado: sólo cuando nos alejamos de las personas queridas podemos medir el cariño. Desde el día que te dejé allá con el dolor más grande que puedas imaginar, no he podido tranquilizar mi triste corazón. Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell para que me acelere el retiro. En cuanto salga nos casamos y nos vamos a cualquier parte a vivir tranquilos”.
A Chubut, querían ir. A un punto perdido de la Patagonia de su infancia, le decía él, y soñaban los dos. Pero no. La gran historia del siglo XX argentino, iba por ellos. Detenido Perón el día 12 de octubre, el 13 la noticia alcanzó todo el país. En las fábricas y en las calles despiertan pintadas que dicen “Ahora vayan a pedir vacaciones a Martín García”. El día 14, el coronel en su isla se declaró estratégicamente enfermo, y pidió asistencia médica. El 15, en Buenos Aires, un grupo de fanáticos antiperonistas reconocen a Evita por la calle, y la golpean. Esa tarde Perón es llevado para su internación al Hospital Militar de Buenos Aires. El 16 por la mañana, la CGT en pleno comienza a deliberar a lo largo del día y de la noche, hasta que amanece definitivo el 17 de octubre de 1945.
Eran tiempos cuando allí nomás, del otro lado del riachuelo, en ranchos de chapa o cartón, sobre pisos de barro (ni siquiera de tierra), sin más desagües ni cloacas que sus aguas infestas; siete de cada diez chicos se morían nada más con nacer, y sin plata para enterrarlos, sus madres echaban los cuerpos al río envueltos en papel de diario, mientras sus padres y sus hermanos mendigaban o trabajaban sin descanso ni derechos... A todos ellos, entonces, Perón les había dado una esperanza, y ahora también esa esperanza les sacaban. Demasiado.
Evita los fue a buscar, a despertar, a sacudir, temprano ese 17, con los jefes de la CGT, con los delegados de las fábricas, con la cara roja de furia, los puños cerrados y una esperanza de vuelta: Perón. Y los pobres se levantaron y anduvieron. Hombres y mujeres de barro sucios de grasa industrial, dejaron ese día sus casas y sus trabajos y avanzaron sobre la ciudad que nunca los había creído. El gobierno mandó alzar los puentes del riachuelo como si fuera posible parar el viento con las manos. Los pobres se arrojaron sin miedo a esas aguas inmundas que ellos conocían mejor que nadie, y en botes o a nado alcanzaron la otra orilla y antes del mediodía entraron en la Capital y allí se encontraron con ellos mismos que cada vez era más porque venían también desde los barrios, del oeste y de abajo, cientos y miles que pronto fueron cientos de miles copando la Plaza de Mayo bajo un cielo al rojo blanco sin sombreros ni sombrillas, sin pancartas ni carteles, sudados como animales, con las patas en la fuente para que se burlen los otros, sin camisa y siempre hambrientos, pero al fin ilusionados. Eran lo hijos de la tierra por una vez sobre la tierra. Céline diría: aquello surgía de las profundidades y había llegado. Cayó la noche y la Plaza de Mayo no se apagó encendida por un millón de antorchas y un solo grito: Perón. Arriba, adentro, en la Casa Rosada, el presidente Farrell y sus ministros comprendieron que si pretendían salvarse de las llamas y volver vivos a sus respectivos domicilios, habría que darle a la turba que se los impedía, lo que la turba quería: Perón. Resignados, vencidos, poco antes de las diez lo mandaron a buscar al Hospital Militar, y dicen que recién entonces Perón se sacó su pijama, se dio una ducha sin apuro, se puso un traje de civil, y fue al encuentro de Farrell. Y Farrell, a las diez y media, en la Casa Rosada, le prometía a Perón llamar a elecciones libres cuanto antes, si a cambio Perón “le calmaba a esos locos”. Entonces, recién entonces, a las once de la noche, y a pedido de Farrell, Perón salió al histórico balcón de la Rosada a charlar con su pueblo, pero sin saber qué decirles. Es el primer encuentro de un romance que ya no morirá. Ni bien sale al balcón, se descoloca. El trueno de la ovación lo sacude tanto, que le seca la garganta y lo deja sin palabras. “Yo no sabía ni qué decir –contaría siempre-, les dije de cantar el Himno para darme tiempo a ordenar un poco las ideas”. Y cantaron el Himno y cuando el Himno terminó no les dijo nada ni ya falta que hacía. Ellos sólo querían verlo, y allí lo tenían. “Trabajadores”, repite allí Perón tres veces, y la tres veces lo calla la masa. Después, al cabo de unos minutos eternos, y de algunas frases olvidables, Perón les ordena que se vuelvan a sus casas sin provocar disturbios, y allí la multitud entera lo obedece contenta como un solo perro. Él es el líder.
El 18 los diarios argentinos revisarán los cambios de gabinete, mientras comentan la extraordinaria concentración con ironía y poco olfato. Nace la expresión “el aluvión zoológico”. El diario inglés The Times, en cambio, ese día, desde Londres, titula y define con precisión y síntesis: “Todo el poder a Perón”. Él es el líder.
Cinco días después Evita llama a sus hermanas en Junin, y les dice loca de contenta: “Ya está, chicas: lo pesqué. Nos acabamos de casar”. Según los registros oficiales, el casamiento por civil fue asentado el día 22 de octubre de 1945. La ceremonia religiosa estaba prevista para el 26 de noviembre en La Plata, y en un marco de absoluta sobriedad. Pero fue imposible. La multitud agradecida con su coronel, no dejó llegar al novio hasta la iglesia, y el casorio se suspendió. Lo intentaron de nuevo y al fin lo consiguieron el 10 de diciembre en la iglesia de San Francisco. La protegida, la amante, la puta, ahora era la esposa legítima del coronel más popular del país, y candidato a presidente, así que pronto sería, ella, para colmo de muchos, la primera dama de la Argentina. Inaceptable. Su mínimo nombre y su escueta figura, todavía disimulaban la mujer que sería y que empezaba surgir y distinguirse. Por primera vez la esposa de un candidato acompañaba a su marido en la campaña presidencial. Juntos los dos recorrieron todo el norte del país en un tren que en homenaje a los héroes del 17 se llamó El Descamisado, y con el cual cruzaron y descubrieron la extensa geografía de la miseria nacional, y así los pobres de todas partes los vieron pasar, y los tocaron y los abrazaron, y por eso creyeron. Ella era frágil y hermosa como una hada madrina. Él era fuerte y valiente, parecía invencible. Un ejército de huérfanos no habría soñado un par de padres mejores.
El 24 de febrero de 1946, la fórmula Perón-Quijano se alzó con el 52 por ciento de los votos. El 4 de junio, el nuevo jefe de estado asumió el poder, y un auto oficial lo paseó junto a su esposa por las calles de Buenos Aires para alegría de los más tristes por una vez felices.
Sonrientes, enhiestos, colosales, allá pasaban el coronel invicto -ya en su uniforme de general-, y su joven dama rubia envuelta en una aureola de oro, dichosos los dos, magníficos y reales como una encarnación posible de esa Argentina nueva. Eran la patria enamorada.
Donde hoy está la biblioteca Nacional, se levantaba entonces el ayer célebre Palacio Unzué, una mansión de estilo francés construida a fines del siglo XIX, y que en 1930, sus legítimos dueños, la familia Unzué –rancia oligarquía ganadera-, decidió venderle al Estado para residencia presidencial. Así que tal iba a ser ahora el nuevo hogar del matrimonio Perón, ese palacio de doscientas ochenta y tres habitaciones, y arañas de un lujo papal, y grandes escaleras de mármol con largas barandas de bronce por las que el presidente y su primera dama, se arrojaban cada mañana a correr carreras como dos chicos sueltos en un castillo de cuentos.
Ya desde entonces los visitantes del nuevo hogar, la recuerdan a ella siempre de entre casa, con el pijama enorme del general amarrado por la cintura, y las dos trencitas de china que la volvían aún más diminuta... Pero ya desde entonces que nadie sin embargo la recuerda durmiendo, comiendo o descansando. Sólo trabajando, trabajando sin parar. “Mi lucha es contra el tiempo”, decía y no sabía (o sí). Despedía a sus colaboradores a las cuatro o cinco de la mañana, y antes de las siete ya los estaba llamando por teléfono y sorprendida: “¿Pero qué hacés? ¿Estás durmiendo? ¿Sos loco? Veníte para acá que hay mucho que hacer”. “Vos también tenés que acordarte de que sos mi mujer”, cuentan que le decía Perón, pero que el pueblo se la llevó.
Obsesionada por su silueta, sin un solo minuto que perder, desayunaba dos traguitos de mate sin sólido ninguno, casi nunca almorzaba o almorzaba un par de bombones de menta, y no paraba de trabajar. Y trabajar, para ella, era escucharlos a todos, responderles a todos, visitarlos a todos y abrazarlos a todos. A todos los que la necesitaban, que entonces eran muchos. Cada día la maratón empezaba desde bien temprano, recorría hospitales, fábricas, escuelas, orfelinatos, villas miserias, hospicios, sindicatos, clubes. Toma nota de todo cuanto necesitan, y reparte lo que le piden. Lleva siempre sus mejores joyas, sus vestidos más caros, dice que quiere despertarlos, “¡Hagan como yo! -les grita y les muestra- ¡Deseen! ¡Pidan lo más caro, lo mejor, el lujo, la felicidad! ¡Todo les pertenece! ¡Sírvanse sin miedo!”. No tenía entonces ni tendrá jamás cargo oficial alguno, no era ni será vicepresidente, diputada, senadora, ministro, secretario de estado, nada. Pero ya era Evita.
Igual ella tampoco quiere cargos. Sueña con la fundación que llevará su nombre y que será de todos. Así que sólo quiere una oficina donde trabajar, y plata para repartir. Perón le concede su viejo despacho de la Secretaría de Trabajo y Previsión; y ella le roba su dinero. “Una noche en la mesa, me expuso su programa –recordaría él muchos después-; parecía una máquina de calcular. Por fin le di mi consentimiento, pero le pregunté: ¿y el dinero?. Ella me miró divertida: es simple, me dijo; comenzaré con el tuyo, con tu sueldo de presidente”. La fundación Eva Perón llegó a manejar dos millones de dólares por año de aquellos años; y contó con un legión de empleados y voluntarios que alcanzó el número de quince mil personas. Y ni uno sólo de ellos olvidó nunca su lujoso despacho de alfombra mullida y cortinas de color guinda, siempre atestado de pobres, de mendigos, indigentes y malolientes, sucios y enfermos, apestosos que lo apestaban todo y que sólo la esperaban a ella, que llegaba y los abrazaba y los besaba y los escuchaba y les daba lo que pedían. Más de uno de sus biógrafos cuenta cuántas veces se llevaba a sus pobres al palacio Unzué, para que se bañaran y jugaran y durmieran y comieran y conocieran el lujo y aprendieran a desear. “Sírvanse sin miedos”. Nadie les había hablado así.
Enumerar aquí sus obras desde entonces hasta su muerte, no tiene sentido ni sería posible. Antes de un año, Evita ya era la abanderada de los humildes. A fines de 1946 comienza su campaña por los derechos cívicos de la mujer, y alcanza lo que ninguna antes. El tan ansiado, proclamado y revolucionario voto femenino, ya es un hecho. Lo que no había conseguido la respetadísima Alicia Moreau de Justo; lo que tanto había reclamado sin que la escuchen la culta y muy refinada Victoria Ocampo y sus más selectas amigas; ahora, de pronto, lo conseguía ella: Evita. La puta.
Así fue como la abanderada de los humildes se convirtió rápidamente en la odiada de los soberbios.
Para desgracia de sus enemigos, encima, a su esplendor nacional pronto se agrega una gira por Europa de la que volverá mundialmente célebre. Parte el 6 de junio de 1947 desde el aeropuerto de Morón.
Enviada pródiga de un país lleno de trigo y de oro, la España destrozada por la guerra la recibe como se recibe una bendición. La multitud la celebra, le agradece y la adora. La consagra. Nada se le niega. Ordenes, honores, regalos, aplausos. En Roma la espera el Papa Pío XII, que ya le perdonó sus pecados de vodeville, y que le regala un rosario de oro y la escucha durante quince minutos que es el tiempo que sólo suele concederle a las reinas. De Roma sigue a Francia, donde el presidente la recibe con honores de jefa de estado; lo mismo en Suiza y Portugal; y de vuelta en América se entrevistará con el presidente de Brasil en Río, con su par Uruguayo en Montevideo, y luego en La Paz el presidente de Bolivia la va a condecorar con la Gran Cruz del Cóndor de los Andes. Y el 23 de agosto de 1947, llega por fin al puerto de Buenos Aires en Dársena Norte, sonriente y llorando, agitando la mano al ver abajo a su marido amado y a su pueblo fiel, feliz el uno, desbordante el otro.
Lo que sigue a su regreso es una maratón cronológicamente inverosímil de generosidad, lucha y esfuerzo.
Sostenida por la CGT y por su propia fundación, sus obras abarcan todo el país, y su actividad política se despliega imparable despertando a su paso fanatismos y odios, amores y rencores. Inaugura mil escuelas en el interior, barrios enteros, universidades, hospitales; organiza el primer sindicato de mucamas, levanta hoteles para los chicos que no conocen el mar, sueña y construye la Ciudad Infantil y la ciudad Universitaria, mientras recibe y responde doce mil cartas por día. Doce mil, sí. Termina su jornada de trabajo a las cuatro o cinco de la mañana, y apenas a las siete está en la fundación otra vez. No para, no duerme, no come. “El tiempo es mi peor enemigo”, dicen que dice. En la fiebre de su benevolencia, sólo dos cosas le importan: Perón y su pueblo. Por su bien y en su defensa, avanza como la rabia, “hasta que no quede un solo ladrillo que no sea peronista”. Y compra diarios, inaugura la televisión, maneja un par de radios, arenga a los obreros, y enciende a las mujeres. Y todo por ellos, por su pueblo y por Perón. A fines de 1949 funda el Partido Peronista Femenino y así asegura la pronta reelección de su marido. Ella, para ella, no quiere nada. Al contrario: enseguida renuncia a su mejor y última oportunidad de poder.
El 22 de agosto de 1951, sobre la avenida 9 de julio, la CGT organiza un acto en homenaje a Evita, y allí le pide públicamente que acepte ser candidata a vicepresidente en las próximas elecciones, y en fórmula con su esposo. Ella dice que no, renuncia, no puede. Perón no la deja. Es la mayor escena de tensión pública que vive el matrimonio. Allí la multitud pidiéndole a Evita un sí, allí Evita pidiéndole a la multitud que le de tres días para pensarlo, y allí Perón diciéndole que les diga ya que no.
La multitud también le dice que no. No quieren esperar, quieren la respuesta ya. Perón la mira, los minutos corren, la noche cae sobre la gran avenida, y el pueblo quiere su respuesta. Ella no puede negarles nada, pero debe decirles que no. Perón no la deja. “Basta”, le dice él, y allí Evita renuncia a todos los honores que ahora jamás iba a tener. No podía. Se moría.
No se lo decían todavía, le decían que era un fibroma, que se podía operar, que no era nada. Pero un cáncer de útero se la comía por dentro. Ya a fines del año anterior, en vísperas de una por el norte, al despedirla, Perón le comentó a un amigo: “está tan débil que tengo miedo de que me la maten de un abrazo”. Renunció. Se moría. No podía.
Unos días después del acto, ella misma explicaba rota por radio: “No tenía entonces ni tengo en estos momentos más que una sola ambición personal. Que de mi se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia dedicará seguramente a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevar al presidente las esperanzas del pueblo, y que, a esa mujer, el pueblo la llamaba cariñosamente: Evita”. Se moría.
El 9 de enero de 1950, mientras inauguraba la nueva sede del sindicato de taxistas, se desmayó en público por primera vez, y allí empezó el calvario. Tenía 30 años. En mayo cumplía 31.
El lento horror -y por lento más horrible-, duró hasta el 26 de julio de 1952. Dieciocho meses durante los cuales su espíritu inmortal, peleó contra su carne que se moría. Un año y medio durante lo cuales se sucedieron los médicos, la opiniones, las intervenciones, los tratamientos, las esperanzas, sus gritos, los rumores, las torturas, los rezos de su pueblo, y las maldiciones de los otros. Alguien una noche pintó en las paredes mismas del palacio Unzué, sobre la calle Austria: “Viva el cáncer”.
Evita se moría y el país se odiaba. Ya el mismo día en que es internada para su primera transfusión inútil -el 28 de setiembre de 1949-, en la provincia de Córdoba, por la mañana, se desataba el primer alzamiento militar que anunciaba el fin. Era una mínima grieta, una fisura incipiente, la rebelión fue ahogada, y Perón sería reelecto. Pero Evita se moría, y el país se odiaba.
Desde entonces sus apariciones públicas se volvieron cada más esporádicas, y sus ausencias sorpresivas cada vez más frecuentes. No aparece en la presentación de su propio libro ni en la inauguración de su tantas veces soñada Ciudad Infantil. El 24 de febrero, aún así, vota para los fotógrafos desde su cama, y después celebra la victoria con su último aliento. Perón ganaba con el voto de las mujeres que su mujer le había conseguido. Era su ofrenda final, su entrega, y su adiós.
El 4 de junio siguiente, Perón asume la presidencia por segunda vez, y por segunda vez recorre las calles de la ciudad junto a su esposa que sonríe y se muere. Se los ve a los dos de pie en un auto descapotable, igual que en el 46, de nuevo sonrientes, los dos victoriosos, pero ella se muere. Un grueso tapado de piel cubre el armazón de yeso que la mantiene erguida allí, y no deja ver el arnés que la amarra al parabrisas delantero. Saluda, sonríe, se muere. No da más. Ya dio todo.
Antes de dos meses, a las 20.25 del 26 de julio de 1952, Radio Nacional fijaba para historia la hora en la que Eva Perón había entrado en la inmortalidad. Su vida de muerta recién empezaba. Embalsamada enseguida, la momia de su cuerpo, durante trece días, verá el desfile de los pobres que la lloran. Evita ha muerto. En las casas mejores, la oposición celebra: Perón era vencido.
Más allá del general todopoderoso, del presidente invulnerable, del gran conductor, el hombre que era había sido vencido. Las imágenes de aquellos días muestran a un Perón de repente encorvado, sin su sonrisa perenne, sin su paso seguro, sin la vista en alto, sin su uniforme invicto, con un traje oscuro triste y cruzado, y un simple brazalete negro que toca toda su figura de una derrota completa. El pequeño inmenso sueño de una sencilla felicidad con la mujer que amaba, ya no sería posible nunca más. Evita había muerto. Perón, el hombre, se había quedado solo. La oposición celebra. Será vencido.
A partir de entonces el derrumbe de su gobierno ya no se detuvo. Sin evita los sectores castrenses más reaccionarios, ganaron espacio, el mismo espacio perdían los trabajadores que Evita sobre todo protegía. La máquina herrumbrada de la oligarquía y sus socios externos, se puso en movimiento. Conforme se debilitaba la economía, cesaban las dádivas, crecía el desconcierto, y la traición germinó enseguida entre sus propios hombres. Pronto comenzaron los enfrentamientos, las persecuciones, las delaciones y los desmanes. El diario La Prensa había sido expropiado, las voces contrarias al gobierno eran silenciadas o perseguidas, y el 15 de abril de 1953, algunos fanáticos incendian el Jockey Club -símbolo de la oposición-; y justo al día siguiente se prenden fuego tres iglesias y culpan de los siniestros a la incipiente resistencia peronista, que ya ve que su gobierno se derrumba. Lo peor está por suceder. El 16 de junio de 1955, al mediodía, aviones de la marina bombardean la Plaza de Mayo para matar a Perón, y matan en cambio más de 300 civiles inocentes. La rebelión es sofocada –ésa-, pero apenas tres meses más tarde, el 16 de setiembre, un nuevo intento será por fin exitoso.
Es el golpe de estado liderado por el general Lonardi, conocido sin embargo como Revolución Libertadora. Perón era derrocado.
Lo demás es historia. Ese mismo día Perón se refugia en una cañonera Paraguaya que lo saca del país por los próximos 18 años. Ella, Eva, su cuerpo intacto y sin paz, iba a perderse en un peregrinaje mortuorio que recién terminaría en Madrid, quince años más tarde, en 1971, cuando vuelva a reencontrarlo su marido en una escena de amor triste, tétrica y tierna. Después de mucho y tanto, el cuerpo de Evita por fin era rescatado de su tumba apócrifa en un cementerio de pueblo en Italia; y el gobierno entonces del general Alejandro Lanusse, a través de su embajador en España, Rojas Silveyra, allí le entregaba a Perón el cadáver recuperado de su legítima esposa.
La escena sucede en la casa de Puerta de Hierro, en Madrid. El viejo general debe reconocer el cadáver para dar fin al trámite, y va y lo hace. Pero luego gira, se acerca al embajador Rojas Silveyra, lo toma del brazo, lo lleva a un aparte, y le dice en un susurro:
-- Aunque usted no me crea, Rojas, yo he sido muy feliz con esa mujer...
Rojas Silveyra -antiperonista confeso-, contó después que Perón, en ese momento, tenía los ojos llenos de lágrimas, y que se le quebró la voz.
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