El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


viernes, 24 de junio de 2011

CRÓNICAS PERDIDAS: “El mono, los besos y los años”...

N. del R.: Este artículo fue escrito por encargo para la revista Cosmopolitan hacia fines de 1999, poco después de conocida la noticia sobre la cual reflexiona.
Los años han pasado y la noticia ya venció, pero la reflexión no. El autor ya superó los 50, y sin embargo volvería a escribir estas mismas palabras.
La ciencia es un gran intento de los hombres.
Pero el alma que los anima es un misterio que los desborda sin solución.

*



Como resultado de una década de investigaciones, recientemente  la ciencia ha descubierto “el climaterio masculino”, algo así como la “menopausia” de los hombres: una merma en el deseo y sus posibilidades, un deterioro fisiológico que parece que comienza -como sucede con las mujeres-, hacia los cincuenta años.
Aquí Daniel Ares (quien recién pasó los 40, pero va en rumbo de colisión), escritor y periodista, hombre inquieto, saludable y practicante, se permite dudar de la ciencia toda amparado en una cuestión “más vieja que la vida –dice-  y que no tiene solución como la muerte”. 



EL MONO, LOS BESOS Y LOS AÑOS


Por Daniel Ares




                                                                   
 
   Así como existen enfermedades que no tienen remedio, así también hay remedios que no tienen enfermedad.
   Una teoría científica flamante, pretende anunciar que algo similar a la “menopausia femenina” le sucede a los hombres cuando se acercan a los cincuenta años. 
   La primera noticia surgió una mañana del último setiembre del siglo pasado, cuando un recorte del diario Clarín anunciaba a quemarropas: “Ahora los científicos aseguran que el proceso de climaterio no es una cuestión de género. Después de una década de investigaciones, ya no tienen dudas: los hombres también viven su menopausia, un proceso fisiológico que puede sobrevenir a partir de los 45 años”. Más abajo se aclara que “algunos hombres hasta pueden vivirlo después de los 80”. Y sí, claro.  Es posible, cómo no. Y si no es después de los 80, digo yo, acaso sea después de los 130, seguro, cómo no...
   Más abajo aún, pero en el mismo artículo, distintos científicos opinan que sí  pero dicen que no. Opinan que sí les sucede a los hombres algo parecido a la menopausia cuando se acercan a los cincuenta años, pero a la vez dicen que no es apropiado llamarle “menopausia” ni tampoco “andropausia”, y que sería más preciso hablar de “climaterio masculino”.
   Llamen como lo llamen, ya existe -por supuesto- un célebre tratado sobre el tema, escrito por el especialista norteamerciano –no podia fallar- Jeff  Diamond, titulado éste, sin anestesia, “La menopausia masculina”. Durísimo, sí. Según el diario, el libro y los científicos; hacia los cincuenta años, los hombres sufren una merma en el deseo sexual, originada en una decadencia testicular inevitable.
   Brrr.
   Por supuesto y por suerte -y como era de esperar- otros científicos -de la mano de éstos primeros científicos-, ya descubrieron nuevos remedios muy eficaces contra dicha antigua enfermedad que recién no existía.
   Sin embargo, desde el punto de vista de un hombre maduro, inquieto y saludable, aunque ignorante de la ciencia –pongamos por caso: yo mismo-, podría decirse que el asunto es bastante más simple, aunque mucho más complicado.


    El indecente y desesperanzado Charles Bukowski, escribió alguna vez palabras llenas de esperanza: “No te dejes engañar, muchacho: la vida comienza a los 65".
   Ya sesentón, George Bernard Shaw sugería haber abandonado la práctica del sexo no por razones orgánicas o físicas, sino por cuestiones puramente prácticas: “la posición es ridícula, el esfuerzo es mucho y el placer efímero”.
    La jovencísima –y hermosa- modelo brasilera Luciana Giménez, que al cabo le ganó el juicio por paternidad al muy rolistón Mick Jagger, no sólo ventiló su romance por toda la tierra, sino que a su vez se mostró francamente impresionada por el vigor amatorio de éste cincuentón invulnerable.
   El maestro Luis Buñuel, hacia el final de su vida, confesó en sus memorias que si se le apareciera un día un genio de lámpara y le ofreciese de vuelta la potencia viril de su perdida juventud, él le diría que no: “que mejor me diera un buen estómago y un buen hígado para soportar las comidas con mis amigos”.
   Charles Chaplin, semental octogenario, no tuvo sosiego hasta la silla de ruedas...
   Y uno se pregunta: pero entonces, ¿da o no da? ¿Se puede o no se puede? ¿Se puede cuando se quiere, o se quiere cuando se puede? O mejor aún: ¿Será que se quiere por siempre, o que los placeres mundanos un día nos dejan y por fin nos liberan?...
   Glup.
   Arte o deporte, necesidad fisiológica, sublimación de instintos, fuerza primera, impulso vital, carne solamente, o lo que fuera que el sexo sea (o todo junto al mismo tiempo), cualquier hombre maduro, inquieto y saludable, sabe que la juventud permite marcas que más tarde se registran como récords, y que ya no se superan.  Lo que a los 20 se lograba en una sola noche -en menos quizá-, pasados los cuarenta toma dos noches o más, es cierto... Pero también es cierto que la experiencia afina los buenos oficios, y recién así, con los muchos años, el hombre maduro, sabio y dedicado, alcanza las alturas de la gloria de sus mejores perfomances. El primer sol no es el que más calienta.
   Borges escribía más a los veinticinco, pero mejor a los setenta.
   Bochini corría más a los dieciocho, pero la alquimia de su fútbol brilló después de los treinta, cuando ya le faltaban todos los pelos y la pancita de un buda le asomaba por encima del pantalón. Quieto en el medio -sabio por diablo, pero más sabio por viejo-, jugaba y hacía jugar y a su lado se  lucía cualquiera.
  “Cuando aprenda a pintar, voy a pintar como un niño”, juró un Picasso joven aún, y que sólo sobre el final de su vida logró los cuatro trazos infantiles que sintetizaron su genio.
    El mejor Goyeneche es el último.
    Y es que arte, juego o deporte, el sexo no se multiplica: se divide o se concentra; no se prodiga: se desborda, y más de una vez, se desperdicia. Las olímpicas proezas de la primera juventud, son meritorias y serán memorables, sí. Pero la excelencia de la verdadera grandeza, sólo se alcanza con los muchos años de trabajos infructuosos, de prueba y error, y de prueba otra vez. Así “los cinco en una noche” del ayer, son ahora el “único de anoche” del presente. Pero ése “único” de hoy, suple y supera, porque concentra y consagra, lo mejor de los “cinco” del ayer.  No es lo mismo abocarse, que abalanzarse.


  
En cuanto al paso del tiempo, bueno... esa es otra canción, una canción sin solución.
   Decrepitud o desgaste, o simplemente refinamiento, cualquiera sabe que en la madurez el Scalextric de la infancia ya no divierte como entonces. Un poco por eso nosotros aquellos ya no somos los mismos. Muchas veces los juguetes se rompen o se pierden, pero muchas otras -la mayoría de las veces-, simplemente se olvidan porque aburren o cansan, y se los tira por ahí para buscar otras cosas, porque el hombre crece, cambia, madura... evoluciona, como suele decirse.
   Claro que nada es tan simple, ni siquiera una banana.
Porque arte o deporte,  pasión o lo que fuera, pero juego “de a dos” por excelencia, el problema del sexo no sólo está en los desganos propios del crepúsculo, sino, y sobre todo, en el otro, es decir, en la pareja, el contendiente, el objeto del deseo: la obra y la materia de la obra. En éste caso concreto -desde el punto de vista de un hombre maduro, saludable (y muy dedicado)-, el punto, entonces, serían ellas: las mujeres. “Las chicas”, como cariñosamente se las llama de este lado de la vida.
   Instrumento sensible y complejo -y muy rico en variaciones vibrantes-, en el ancho mundo del arte del sexo, la mujer es al hombre, ni más ni menos, el stradivarius que hará del buen violinista, un violinista mejor, más inspirado, más pasional, más subyugante, más encantador, en fin: más violinista.  
   Hijos en línea directa del mono Número Uno, a la luz de los milenios, se puede decir que  hemos mejorado notablemente la decoración y la fachada de nuestras cavernas, así como nuestros medios de transporte o nuestro viejo taparrabos (ni qué decir de aquella forma de andar tan encorvada), y de tantas otras cosas que el ingenio y el tiempo nos legaron. Muy bien, felicitémonos... Pero admitamos también que en muchos otros aspectos -atávicos, perdidos, monitos al fin-, no hemos progresado nada. Los celos, el hambre, la sed y la muerte, y la fuerza de los deseos, por ejemplo, se mantienen iguales, intactos, por no decir: primitivos.
   En cualquier documental moderno puede verse a cualquier hora la más antigua de las escenas. El viejo macho de la manada reina sobre todas las hembras mientras los machitos más jóvenes lo respetan porque le temen. Él es más grande y más sabio y todavía más fuerte, y aunque todas las monas son suyas, el viejo gorila se pasa la mayor parte del día recostado sobre su rama en lo alto del árbol, solo, con los ojos fijos en la niebla mascando hojitas tiernas... De tanto en tanto, una monita bonita le inspira una nueva canción, y por algún motivo que los otros monos no entienden, la monita se entrega al viejo gorila, y ahora también le pertenece. Sin embargo el gran mono igual vuelve a su rama y a sus hojas, y fija los ojos en la niebla.
  ¿Qué es lo que piensa?
  ¿Qué le pasa?...


   Le pasa que el Scalextric del ayer no lo divierte más, que las ganas del cuerpo ya no le bastan al alma, y que cada día es más difícil inspirarle una nueva canción. No olvidó cómo se compone un buen tema, al contrario, ya se lo sabe de memoria, y aunque ahora tiene la voz toda rota, se dice sin embargo que canta mejor nunca. Conoce las más variadas melodías y puede bailar cualquier ritmo. Quizás perdió velocidad, es posible, pero ahora se detiene mucho más en los detalles, y así distingue su estilo. Su problema no son las tripas ni el paso de los días, sino los cogollos del alma que se marchitan antes de abrir. Siempre la misma historia de ayer y antes de ayer, y qué para mañana... En fin: un problema más viejo que la vida, y que no tiene solución, como la muerte.
    Si a eso le quieren llamar “menopausia masculina”, que le metan para adelante. Si descubrieron el remedio, aquí tienen la enfermedad: a vender pastillitas... Otros, a lo mismo, como siempre, le seguirán llamando “hastío”, “hartazgo” o “cansancio”; algunos le dirán “sabiduría”, unos pocos “otoño”, y otros muchos cambiarán constantemente de opinión conforme cambien de mujer, de guitarra o contendiente. Es así.
Ante la imponencia del David recién terminado, el Papa de turno le preguntó al inmortal  Miguel Angel cómo era que lo había hecho, y Miguel Angel le respondió: “muy fácil: saqué todo lo que sobraba”.
   Más arte que deporte, entonces, el sexo no permite reglas porque no sabe de límites. Abstracto o figurativo, clásico o moderno, antiguo o futurista,  la obra depende del artista que la talle, sin dudas, pero también del mármol que le toque. Cuando se da la precisa conjunción, todo es posible: desde el relámpago de la inspiración, hasta la más laboriosa y delicada orfebrería. Entonces la experiencia, la técnica, el conocimiento, resultan decisivos. Son de verdad muy raros los casos de precocidad que hayan pasado a la historia. Un Rimbaud no hace verano. “Tuve que escribir un millón de palabras ajenas antes de escribir una propia”, decía Henry Miller, que de escribir y de sexo sabía un montón.
   Es por eso que el paso del tiempo -no así su pérdida-, juega a favor del artista genuino que ama su obra y se entrega a su materia. Con los años y el oficio, sus manos, más lentas, pierden torpeza y ganan sensibilidad; y aquella pasión que ayer se desmadraba rompiendo mil bloques de mármol, ahora le pertenece y la domina, ya la maneja a su antojo, y así extrae de su corazón, piezas que nunca se olvidan.
   Por eso digo que -desde el punto de vista del homo sapiens erectus, maduro, inquieto y practicante-, vale dudar severamente de esta nueva teoría que así pretende feminizar a los hombres modernos como si los pobres ya no tuvieran bastante con los quehaceres de la casa, las compras y los chicos.
Es muy raro que los adultos se rían con la misma facilidad y frecuencia con que se ríen los niños, desde luego... pero solamente los grandes son capaces del trueno de una regia carcajada. Claro que antes nos bastaba con Firulete y Santiaguito, y ahora, para hacernos reír, hacen falta Woody Allen, Borges, Monterroso o Celine, es cierto...  pero es que se crece, se cambia, se evoluciona, en fin, cada uno lo llama como mejor lo entiende. Después de todo, los científicos podrán saber muchas cosas sobre los monos, seguro... Pero los monos, sobre los monos, lo sabemos todo.


* * *



sábado, 18 de junio de 2011

HISTORIAS DE ESCRITORES: OSCAR WILDE, "El Dandi Crucificado".

Historias de Escritores


Aquí la segunda entrega de la saga del libro Historias de Escritores (Daniel Ares, Alfaguara, Buenos Aires, 1998), que así El Martiyo Plus entrega en edición virtual, revisada por el autor, ilustrada, y como se ve y ya anunciáramos (clic), también ampliada.
Hoy presentamos la síntesis biográfica de Oscar Wilde, con esta anécdota.
Oscar Wilde no está entre los once autores de la edición de Alfaguara, sin embargo, Oscar Wilde obstaculizó seriamente esa edición.
El libro estaba listo para ser lanzado en diciembre de 1998, pensando como corresponde en las ventas de navidad. La tapa, si bien se observa, al pie, lleva la lista de los once escritores cuyas vidas adentro se reseñan. Una vez impreso, encuadernado, y entapado, los editores descubren que la lista ahora era de doce nombres: sin que nadie pudiera explicarlo, se había agregado Oscar Wilde.
Vale aclarar que yo todavía no había escrito este artículo, ni siquiera había pensado en escribirlo: Oscar Wilde no está entre los autores que más me gustan, aunque bien nos enseña Borges, “Wilde es de aquellos venturosos que puede prescindir de la aprobación de la crítica, y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato, es irresistible y constante”.
El libro, aquella edición –ya sin Wilde en la tapa- salió finalmente a mediados de enero, que en términos comerciales viene a ser todo lo contrario que los inicios de diciembre.
Poco después yo decidí escribir por fin este retrato suyo, con respeto, y con admiración, pero tambíen ya con algo personal.


* * *

 Oscar Wilde

Perturbó el arte, la moda y la moral de Inglaterra y del mundo hacia fines del siglo XIX y para siempre. Su ropa, sus modales y sus obras, fueron ley, bíblia y medida de su tiempo; inventó uno de los pocos mitos modernos de la literatura universal, y murió a los 46 años, en el destierro, en el desprecio y en la miseria. Pagó con la cárcel su amor a la belleza y a la libertad, y como castigo a su sensibilidad, cargó la cruz de los hipócritas de una moral que se moría.



EL DANDI CRUCIFICADO

 

 

 

Por Daniel Ares



“Cuando era joven y no conocía la vida, lo que más quería era escribir.
Ahora, que conozco la vida, lo único que quiero es escribir".
O.W.




   Una noche a finales del otoño del año de 1900, entre la bruma de las calles de un París desocupado por el frío, camina, despacio, un hombre solo, hundido en su propia sombra, apenas encorvado, tambaleante, como palpando la oscuridad. Está borracho pero parece enfermo, es joven, pero está viejo, y pese a que un día será -ya es- inmortal, allí va a punto de morir en la ignominia y la miseria después de haber brillado más que ninguno de su tiempo. Acaba de cumplir 46 años, dice que es escritor, y se hace llamar Sebastián Malmoth porque no quiere que nadie descubra o recuerde su vergonzoso verdadero nombre: Oscar Wilde.
    Y no camina encorvado por culpa del alcohol o de su enfermedad: le pesa su pasado formidable contra un presente como ése. Alguna vez lo tuvo todo y ahora no le queda nada más que las ruinas de su talento aplastado por la tristeza de saberse así, y su exquisita sensibilidad carcomida por el dolor. Nadie que lo cruce podría pensar que alguna vez –y no hace tanto- ese hombre, ese mismo hombre, fue tótem, medida y bíblia de su tiempo, que conmovió el arte, la moda y la moral de Inglaterra y del mundo con sus obras y sus ironías, con sus pantalones de terciopelo y sus guantes color lavanda, con su pelo tan largo, sus fotos tan provocativas, y su bastón de caoba con empuñadura de brillantes. “A mí dadme lo superfluo, que lo necesario lo tiene cualquiera”. Alguna vez ese hombre soñó para todos los hombres con un mundo mejor, más justo, más bello y más libre, y por todo eso más alegre. “Debe recordarse que la simpatía por la alegría incrementa el total de alegría en el mundo, mientras que la simpatía por el dolor no disminuye realmente la cantidad de dolor”, decía ese hombre que alguna vez reinó donde reinaban nada más que los reyes, y que tan luego ahora camina entre la niebla y en harapos, ebrio, doblado y solo, como un pordiosero cualquiera sin hogar bajo el invierno.
   Está a punto de morir y ya lo sabe. Cuando termine ese noviembre que camina se va a morir, el  día 30, en París, en soledad, sin plata para su entierro, así nomás. “Una meningitis mal curada”, dirán los médicos que lo mató. Puede ser.
La ferocidad de los hipócritas, también lo mató.
Y el oprobio y la envidia, y su inocencia profunda y su propia vanidad, y la intolerancia de los demás y la perfidia y el resentimiento también sirvieron sus cuchillos a la hora de matarlo...
Y más que nada lo mató la traición inexplicable de una vida consagrada a perseguir la libertad y la belleza, y que sin embargo lo llevó alegremente al horror del encierro y a las miserias de la deshonra, ya ni siquiera las del olvido.



   “Los ingleses tienen tres cosas importantes: el té, el whisky y yo, pero resulta que el té es chino, el whisky es escocés, y yo soy irlandés”. No mentía. Una de las glorias mayores de la lengua inglesa, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, había nacido en Irlanda, en su capital, en la ciudad de Dublín, el día 10 de octubre de el año 1854, y en el buen hogar de un respetable cirujano casado con una mujer muy entusiasta, bella y escritora, que fuera como fuera iba a procurar para su hijo la educación más refinada a su alcance.
   Así, primero, fue la muy distinguida Escuela Real de Portora, en Enniskillen, y luego, al graduarse, la selecta Universidad Trinity de Dublín, y de allí pasó con las mejores calificaciones a la Universidad Magdelen, ahora en Oxford, junto a los preferidos de su generación y entre los cuales pronto destaca por su inteligencia y su sensibilidad, pero sobre todo por ese brillo hecho de explosiones y destellos propios del sol de la mañana, y de los grandes artistas cuando recién amanecen.
   En 1876, Oscar Wilde tiene 22 años y ya se publican con bordados elogios sus primeros poemas en revistas de Dublín, pero también de Oxford. Un año después ocupa el primer lugar en su clase de obras clásicas, y en 1878 gana el muy prestigioso primer premio Newdigate por su poema Ravenna. Al año siguiente, en 1879, se instala de una vez por todas en Londres, y ya comienza a ganarse la vida como escritor, y ya es uno más en los círculos vanguardistas mejor afinados de la hora. Sus ensayos revulsivos, originales y humorísticos, corren por todo Londres mientras despiertan la polémica de una sociedad dormida. El artista amaneció. Su nuevo sol, se alza hacia un nuevo mediodía. 
  Discípulo de Baudelaire y de Keats, autocoronado por sí mismo "el apóstol de la Estética", ahora tiene un nuevo dios: la belleza; y un nuevo cielo: la libertad. Sueña la perfección y la busca hasta en lo trivial, en una taza, en un alfiler, en una corbata de lazo... Entregado a ese juego -por diversión (pero también por principios)-, se arma de un rápido cotillón de buenos modales y excéntricos hábitos que tanto escandalizan, como sorprenden y atraen. Y no acata más la moda porque ahora la moda es él. “Después de todo, ¿qué es la moda? Desde el punto de vista artístico, una forma de fealdad tan intolerable, que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses”. En 1881 aparece su primer libro, Poemas, y aunque la crítica lo mira de reojo, el público ya lo reconoce y ya empieza a valorar sus más finas ironías, la música de sus versos, sus medias de seda negra, sus poses amaneradas, su clavel siempre fresco en la solapa, y la deliciosa dinamita de sus declaraciones tan poco victorianas en dicha Inglaterra tan victoriana. “La mejor manera de librarse de una tentación, es caer en ella”, dice, divierte y se divierte, gana fama y le gusta, se contempla en el reflejo de las aguas de su suerte tan buena, y se arroja de cabeza contra su propia imagen. Él es el mito y ya lo sabe. En 1882 se estrena su primera obra de teatro, Vera o los nihilistas. Un éxito inmediato que pronto desembarca en Nueva York, donde más y más lo aplauden. Su sol sube y esplende.



    Comienzan los años mejores. André Gidé, el gran escritor francés, que lo conoció justo por entonces, dejó escritas para la posteridad unas pocas palabras que hoy valen más que dos mil quinientas fotos: “Aquellos que no se aproximaron a Wilde hasta los últimos tiempos de su vida, apenas imaginan, a través del ser débil, derrotado, que la cárcel nos había devuelto, el ser prodigioso que era al principio. Fue en el 91 cuando coincidí con él por primera vez. Su ademán, su mirada exultaban. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que éste no tenía sino que ir avanzando tras él. Sus libros asombraban, encantaban. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico, era grande; era hermoso; estaba colmado de dichas y de honores. Unos lo comparaban a un Baco asiático; otros a algún emperador romano; y otros aun al mismo Apolo... y la verdad es que resplandecía”.
    Antes de cumplir los 30 años una gira de conferencias por Norteamérica lo ha vuelto poco menos que indiscutible de un lado y del otro del océano, y en Francia ya lo consideran su amigo personal gigantes como Víctor Hugo, Alphonse Daudet, Stephanie Mallarmé y Paul Verlaíne.
En cuanto llegó a París –sigue Gidé-, su nombre corrió de boca en boca; sobre él se contaban anécdotas absurdas: Wilde sólo era todavía alguien que fumaba cigarrillos con boquilla de oro y que se paseaba por las calles con una flor de girasol en la mano. Porque, hábil para engatusar a quienes cimentaban la gloria mundana, Wilde había sabido crear, a modo de fachada de su auténtica personalidad, un divertido fantasma, que él interpretaba con ingenio”, dice Gidé, y se equivoca. Wilde es él, en sí, toda su obra, no un personaje. Él, en carne y alma, encarna el verbo que propaga. Es la versión humana de la palabra dandi en toda la gracia de su trivialidad, y en toda la melancolía de su lucidez. Artista legítimo, en él obra y vida son un solo y mismo canto al individualismo del arte como mayor aspiración humana; a la belleza, como ideal superior del espíritu; y a la libertad, como único estado concebible para la evolución del hombre. “El arte es el tipo de individualismo más intenso que el mundo ha conocido. Me atrevo a decir que es el único tipo de individualismo que el mundo ha conocido.”
    De regreso de su gira por los Estados Unidos, cada vez más aclamado y más famoso, acaso para sorprender a casi todos sus biógrafos por el resto de la eternidad, en 1884, con 30 años recién cumplidos, Oscar Wilde decide casarse con una joven y muy rica irlandesa de nombre Constance Lloyd, mujer ingenua y sumisa que sin saber lo que le espera, le dará dos hijos: un varón, Ciryl, que nace en 1885 y que muere en la Primera Guerra Mundial; y una niña, Vivyan, que un día será escritora como su padre, sólo que nunca querrá su apellido así que firmará como Holland, Vivyan Holland...
   Pero todo eso ocurrirá después, poco después pero después, cuando lleguen el ocaso y la noche, por entonces no hay más que plenitud y fortuna: en el cielo infinito no se ve ninguna nube, y el sol en su ascenso barre todas las sombras. Wilde es el niño mimado de su tiempo, y nada parece que pueda tocarlo.
  En 1888 aparece su primer libro de cuentos fantásticos, El príncipe feliz, y las ventas y la crítica reconocen la estatura de su genio. Es célebre, popular, y prestigioso. Rico y famoso. Cada día son más los que se visten como él y repiten lo que él dice, porque cada día son más los que sienten y piensan como él.  “Cualquier idea que valga la pena, es siempre peligrosa”. No se imaginaba cuánto. Una nueva colección de cuentos fantásticos aparece con su firma en 1892, es La casa de las granadas, la escribió para sus hijos, dice, pero la van a leer los hijos de sus hijos y sus padres también. Esplende como nunca. Se acerca el mediodía.
   Más o menos por entonces cierta tarde visita a un amigo pintor y en su estudio se topa con un joven modelo que se llama  John Gray y que allí posa desnudo y perfecto para que el otro lo retrate. Ahí Wilde, maravillado y sabio ante aquel David en carne y sangre, lamenta en toda su amargura que tanta perfección tuviera que envejecer un día (“porque es infinitamente triste que el talento dure más que la belleza”), y se le ocurre pensar cuánto mejor sería que envejeciera el retrato en vez del  hombre. Y ahí, así, toma origen y nace uno de los pocos mitos universales que iba a dar la literatura moderna: El retrato de Dorian Gray, su sola novela que aparece en 1891 para demostrarle al mundo que el gran dramaturgo, ensayista, crítico y poeta Oscar Wilde, además de ser un caballero excéntrico y muy gracioso -y sin embargo muy influyente-, era, también, un gran novelista capaz de fábulas nuevas... y de perturbarlos a todos.
   El tema era tan novedoso, y su enfoque tan original, que en un principio nadie quería publicarlo, y una vez publicado, muchos se negaron a venderlo. Los libreros alegaban que era un “libro asqueroso”. Nunca todavía Inglaterra se había visto sacudida por apenas una novela, un género aún considerado popular, y por eso menor. Sin embargo el escándalo de El retrato de Dorian Gray estalló como una granada y las esquirlas de su locura los alcanzó a todos. Mientras aumentaban las ventas, la polémica rodaba y crecía como una bola de nieve por las calles de Londres, por sus tabernas y sus seminarios, por sus salones más distinguidos, en la prensa y las universidades y se expandía por el mundo y se fijaba en el tiempo... Los jóvenes lo consideraban la nueva manera de hacer literatura, y los conservadores la confundieron con un nuevo Anticristo. “Hay algo peor que el hecho de que hablen mal de uno: y es que no hablen de uno”. Lo había logrado.
   Entre 1892 y 1895, en seguidilla de aplausos, se estrenan sus cuatro comedias, El abanico de lady Windermere (1892), Una mujer sin importancia (1893), Un marido ideal (1895) y La importancia de llamarse Ernesto (1895). La crítica y la taquilla coinciden y lo coronan como el gran dramaturgo del siglo que se viene. Wilde  alcanza su exacto mediodía, y allí comienza la tarde, su lento declinar hacia un crepúsculo de espanto.



 Pareciera que sol se agranda cuando llega el ocaso, pero sólo se incendia.
 Hacia 1890, mientras la bestia de la fama crecía a sus espaldas, más allá –y no tanto- de su familia tipo ideal, Oscar Wilde frecuentaba cada vez más seguido los circuitos homosexuales de Londres, sus prostíbulos, sus bares, sus clubes privados, sus ámbitos secretos donde nobles caballeros –subditos refinados, aunque hedonistas-, escapaban a los rigores de la Corona y sus estrecheces. Vale recordar que por entonces la homosexualidad, en aquella férrea Inglaterra de la reina Victoria, constituía un ultraje a la moral y era penada con la cárcel. Por amor a la libertad, entontecido por la victoria, hipnotizado por la belleza, aturdido por los aplausos, creyendo que era impunidad la fama que lo acechaba, o acaso vencido por sus propias convicciones, a Wilde nada de nada pareció importarle nada, y así va dejando por todas partes las huellas de su debilidad.
  A mediados de 1891, por amigos en común, conoce a un estudiante de Oxford, un tal Lord Alfred Douglas, un joven aristócrata escocés que se le acerca enceguecido por la admiración, y que será primero su discípulo, enseguida su amante, su protegido para siempre, el gran amor de su vida, y su tragedia por fin.
   Lord Alfred Douglas, alias Bosie,  21 años, sin ninguna otra gracia demostrada más que la hermosura de su juventud, egoísta por naturaleza, ególatra de concurso, parásito por formación y vocación, y primogénito inútil de un noble escocés -el marqués de Queensbury-, quien odiaba a su hijo tanto o casi tanto como su hijo lo odiaba a él. Tales sus pocos atractivos.
   Sin embargo, apenas se conocieron, se volvieron  inseparables. Por el resto de sus días Oscar Wilde iba a demostrar por ese chico, toda la debilidad de su carácter y toda la hondura de su pasión  Entre vinos y risas, sedas y besos, ya ninguno de los dos se preocupa demasiado por disimular lo que sienten y son. Para 1893 ya se fotografiaban tomados de la mano, uno sobre las rodillas del otro, los dos mirándose a los ojos. Lord Alfred lo hace por vanidad o desparpajo. Wilde por amor o valentía; el caso es que todo Londres ya sabe de los dos y lo que son, aunque nadie diga nada porque Wilde –aún- parece intocable. Sus obras ganan respeto y aplausos, su público crece todos los días, y su nombre repiquetea sobre las mesas mejores como una moneda de oro. Parece intocable. Hasta que un personaje menor, el marqués de Queensbury, el padre de Lord Alfred, irrumpe en escena y lo destruye.

 

Fue así: por odio y sólo por odio, Lord Alfred, Bosie, no tardó en usar su delicada intima amistad con su célebre escritor, para irritar a su padre blandiendo sus buenas relaciones y acusándolo en público de ser un avaro sin sensibilidad ni nobleza por más títulos que tuviera. Y así y cada vez más hasta que un día, el marqués, harto, embiste contra Wilde y ya no se detiene.
Primero reparte por todo Londres volantes y brulotes que cuentan baratijas pornográficas sobre el célebre escritor y sus muchos muchachos... Y después, no contento con tanto, decide infiltrarse en los estrenos de sus obras, interrumpe las representaciones, se para a los gritos en mitad de la platea, insulta a los actores y  degrada al autor con su rosario de chismes horrendos...
Y acaso todo se hubiera resuelto con sólo ignorarlo y prohibirle por ley la entrada a cualquier otro estreno suyo... pero no. Llevado por el odio ancestral y la insistencia febril de su amado Alfred Douglas, contra todos los consejos de sus buenos amigos y abogados, Wilde recogió aquellas  injurias de la basura, y las eternizó para su desgracia.
El 18 de febrero de 1895, denunció al marqués de Queensbury por injurias e infamias. Dos días antes, se estrenaba entre ovaciones La Importancia de llamarse Ernesto. Sabido es: cuando el sol se agranda... 
 El primero de marzo de 1895, el marqués de Queensbury era arrestado y detenido,  y así Lord Alfred Douglas se daba el gusto más grande de su vida al ver a su propio padre en el banquillo de los acusados. Sólo que su padre, lejos de retractarse, prefirió contraatacar, y dio comienzo a la serie de tres juicios que habría de terminar con el marqués convertido en un héroe del día, y con el gran Oscar Wilde reducido a un infame convicto sin otro derecho que sufrir hasta morir.
      El 3 de abril comienza el primer juicio. A fin de probar y demostrar que no eran injurias baratas las suyas, la defensa del marqués hace pasar por el estrado un inclemente desfile de jóvenes empleados de prostíbulos masculinos, que juran uno tras otro recordar perfectamente al señor Wilde, haberlo atendido más de una vez, y otros detalles menores que exasperan al tribunal y que lo obligan a un nuevo juicio. Sólo que ahora la víctima será el victimario. Ahora el acusado era Oscar Wilde, y el cargo  “ultraje a la moral”. Caía la tarde.
   El segundo juicio comenzó el 26 de abril y en este caso fueron presentados un par de malos poemas escritos por Lord Alfred Douglas, dedicados a Wilde, y en los que hacía referencia a "un amor no natural". La fiscalía se valió de estas palabras para acusar a Wilde de amores contra natura, y a su turno Wilde se defendió con uno de sus mejores discursos más incomprendidos y fatales: "El amor que no se atreve a decir su nombre, en este país, es como el afecto de un viejo a un joven, así como fue el amor entre David y Jonathan y tal como lo pueden encontrar en los sonetos de Miguel Angel o Shakespeare. Este profundo y espiritual afecto es tan puro que es perfecto...es hermoso, es delicado, es la forma más noble de afecto. No hay nada sobrenatural en esto y, repito, existe entre un hombre mayor y uno joven, donde el mayor tiene el intelecto y el joven tiene toda la energía, esperanza y glamour de la vida por delante. Esto debe ser así y el mundo no lo entiende."
    Y no, el mundo, por lo menos el mundo que allí lo rodeaba y lo juzgaba, no lo entendió ni lo intentó.
  Un tercer y último juicio comenzó el 22 de mayo, y un nuevo desfile de chicos malos, cartas privadas y otras pruebas, acabaron rápidamente con el gran Oscar Wilde, con el edificio de su  nombre, con toda su fortuna y con su tan buena suerte. En apenas cinco días lo encontraron culpable de “comportamiento homosexual”, y por lo tanto, de “ultraje a la moral”.
 Inmediatamente su matrimonio fue disuelto, su casa y todas sus pertenencias fueron subastadas, sus hijos y su mujer se volvieron a Dublín, se prohibieron sus libros, sus amigos no quisieron verlo nunca más, y él, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, el gran Oscar Wilde, fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading Gaol. Era el 27 de mayo de 1895. Wilde tenía, en ese momento, 40 años.
   “Aquellos que no se aproximaron a Wilde hasta los últimos tiempos de su vida, apenas imaginan, a través del ser débil, derrotado que la cárcel nos había devuelto...”, repite Gidé y aquí no se equivoca. La cárcel lo fulmina. Son dos años, 24 meses, 730 días, 17.520 horas con todos sus minutos y segundos sometido a la indiferencia de hombres de hierro que lo torturan y lo desprecian y que se burlan de sus llantos, de su culpa, de su pena y su condena. Dos años. Mucho sufrir y mucho horror para un buen hombre que sólo buscaba la verdad de la belleza y el placer de la armonía. Demasiado.
   “Cuando era joven y no conocía la vida, lo que más quería era escribir. Ahora, que conozco la vida, lo único que quiero es escribir”.  Aún en la cárcel, en aquella soledad tan corrosiva, escribe y extrae de su dolor las dos  tragedias que iban a coronar toda su obra: La balada del la cárcel de Reagind Gaol, y una extensa carta que un día será pública bajo el título De profundis, y que él escribe con impecable prosa hacia el final de su condena y para el gran amor de su vida: lord Alfred Douglas, Bosie, el ángel de su perdición.
    Son cientos de páginas que empiezan así: “Querido Bosie: Después de una larga e inútil espera, me decido a escribirte directamente, tanto por tí como por mí, ya que no me agrada pensar que he pasado dos interminables años de reclusión, sin recibir nunca una sola línea tuya, sin noticias, ni tan solo un mensaje que no haya sido de un género que me entristece”.  Más adelante le dice: “Debes leer esta carta hasta el final, aunque cada palabra haya de ser para ti como el cauterio o el bisturí del cirujano que quema o sangra las carnes delicadas (...) El supremo vicio es la estrechez de espíritu, todo lo que uno comprende está bien”. Y termina así: “Cuán alejado estoy aún de la verdadera serenidad, ha de demostrártelo con toda nitidez esta carta, con sus titubeantes y variables estados de espíritu, con su desprecio y su amargura, con sus anhelos y con la impotencia de convertirlos en acción. Pero, no eches en olvido cuán espantosa es la escuela en que sentado ante mi tarea me veo. Por muy imperfecto, por muy incompleto que yo sea, has de aprender mucho de mi aún. Quisiste que te enseñara yo el placer de vivir y el placer del arte; quizá esté yo llamado a enseñarte una cosa infinitamente más bella: el valor y la hermosura del dolor. Tu amigo que te quiere: Oscar Wilde”.



Al salir de la cárcel, el 19 de mayo de 1897, pronto a cumplir 43 aos, Wilde se exilia en Francia, en París, lejos d etodos, pero de nuevo con él, con lord Alfred Douglas, con Bosie, el gran amor de su vida.... eso ahora quedaba muy claro para siempre.
Su mujer no se lo perdona. Le pide el divorcio y de allí en adelante Wilde no volverá a ver a sus hijos nunca más, no recuperará nada de todo lo perdido, no recibirá un solo centavo por los derechos de sus obras, y no tendrá otro recurso para sobrevivir, que  escribir sin su nombre porque ya nadie lo quiere, así que se pone Sebastián Malmoth, y como tal subsiste.
Las fotos de entonces lo muestran más gordo, parece hinchado. Una meningitis mal curada empieza a perseguirlo, y cada vez bebe más y duerme menos. En los intersticios del cansancio y la tristeza, le da los últimos toques a La balada de la cárcel de Reading Gaol, por si algún día alguien la quiere publicar, por si algún día alguien olvida sus pecados, y porque “lo único que quiero es escribir”.
     Ya todo ha terminado. Ya no hay grandes fiestas, rabiosos aplausos, sonoros elogios, ropa buena y vinos mejores. No hay, ni habrá. Ahora vive –sobrevive- en un hotel barato de la Rue des Arts, lleva la misma ropa con que salió de la cárcel, y lejos muy lejos de toda su vieja vanidad, hoy prefiere pasar inadvertido, no quiere que nadie lo descubra ni lo recuerde, le da vergüenza el pasado que ayer era su gloria, y lo poco que gana, se lo gasta en lord Alfred, que cada vez lo quiere menos y cada vez le cuesta más.
  En la primavera de 1900, por ejemplo, le concede a su Bosie un último viaje por Italia, y juntos recorren Roma, Nápoles y Sicilia, y a principios del otoño regresan a  París. Lord Alfred vuelve a sus muchos caprichos y a sus otras amistades; y el gran Oscar Wilde vuelve a su cuarto barato, a su soledad sin solución, a la locura de sus recuerdos, a las miserias del oprobio, y a la bruma de las calles por las que avanza borracho, encorvado, palpando la oscuridad hacia su muerte entre las sombras, después de haber brillado más que ninguno de su tiempo.
      

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lunes, 13 de junio de 2011

AMORES DE HISTORIA-HISTORIAS DE AMOR. HOY: Scott & Zelda Fitzgerald: HERMOSOS Y MALDITOS

Scott & Zelda


La verídica y muy triste historia de uno de los más grandes narradores norteamericanos del siglo XX, lleva la marca indeleble de una sola mujer que fue al mismo tiempo su musa, su pasión y su abismo. Bellos los dos, jóvenes, ricos, talentosos y atrevidos; Francis Scott Fitzgerald, y su esposa Zelda, atronaron su tiempo y fueron la pareja símbolo de la era del jazz y de los años locos. Sus escándalos por París, las mutuas infidelidades y las borracheras juntos, la fiesta incesante y la noche infinita, Hollywood, los manicomios, el ardor y el descontrol, hicieron por partes iguales la gloria y la tragedia que los volvió inolvidables, patéticos y grandiosos.




HERMOSOS Y MALDITOS

 

 

Por Daniel Ares


 

“Hablo desde la autoridad que da el fracaso”.

F.S.F.


La divina trinidad de la novela norteamericana del siglo que se fue, quedó para siempre regida por sus tres gigantes eternos: Ernest Hemingway, William Faulkner, y Francis Scott Fitzgerald.

El primero, Hemingway, inventó una nueva manera de narrar que alumbraría todo el camino que seguía. El segundo, Faulkner, más que sacar de la nada relatos inconcebibles, descubrió una dimensión del alma humana todavía vedada a los demás. Y el tercero, Fitzgerald, fue quien compuso la única novela del siglo XX norteamericano considerada todavía perfecta: El gran Gatsby.  Por eso Hemingway y Faulkner admiraban tanto a Fitzgerald, prodigio y promesa de su grandiosa generación.

Sin embargo sólo Hemingway y Faulkner crecieron hasta el final, ganaron el premio Nobel, y murieron en plena gloria. El otro, Fitzgerald, conoció el éxtasis del éxito y la efervescencia de la fama, supo del lujo y la riqueza  en lo mejor de su juventud, y al son de la locura de su tiempo y su mujer, antes de cumplir los cuarenta años, perdió el rumbo de su suerte entre la niebla del alcohol, se hundió despacio en el fracaso, y el olvido se lo tragó. Murió solo, joven, pobre y callado. Y todo -dicen- por una mujer: Zelda.

 Hacia 1935, un joven Hemingway rugiente y ya triunfal, le escribía en una carta a William Faulkner: “Querido Bill: ahora sí creo que sólo quedamos tu y yo. Dos Passos* se ha vuelto un cobarde y un maricón. Y en cuanto a Scott, bueno... creo que Scott está terminado: Zelda lo terminó”.

 

 Zelda Claire Sayre había nacido el 24 de junio del año de 1900, en Montgomery, Alabama, como hija de un juez de la suprema corte del Estado, y segunda princesa inmaculada de un hogar muy respetable, distinguido y ambicioso. Sin embargo la niña, bella, consentida y rica, no tardó en mostrar problemas de conducta, que sus padres -en la ceguera de su benevolencia y vanidad-, prefirieron confundir con algo pasajero, o mejor aún, con un dejo natural de aristocrático esnobismo. El caso es que antes de cumplir los 17 años –en la recatada Alabama de principios de siglo-, Zelda ya fumaba en público -incluso frente a sus padres-, y ya decía a viva voz que había “besado a miles de hombres”, y que estaba “dispuesta a besar otros mil”.

 Cuatro años antes y en otra parte, en 1896 y en Saint Paul, estado de Minessota, había nacido él: Francis Scott Key Fitzgerald, hijo de un refinado sudista reducido a corredor de seguros, y de una hermosa plebeya descendiente de comerciantes irlandeses. Pese a la inestable economía familiar, Francis recibió una muy buena educación yendo a la St. Paul Academy primero, luego al Newman School de Hacksensack, y por último a la Universidad de Princeton, donde pronto fracasa como futbolista, pero destella como escritor.

Todos los vientos de sus instintos lo llevan aunque no quiera a frecuentar rápidamente los circuitos intelectuales universitarios, sus clubes literarios y sus fiestas. Pronto escribe artículos y relatos para sus revistas y otros periódicos, y enseguida saborea los primeros elogios que detonan su vocación. Los chicos lo admiran, las chicas lo miran, y él quiere más.

 Así describe Ernest Hemingway a un Fitzgerald adulto en París era una fiesta: “Scott era ya entonces un hombre pero parecía un muchacho y su cara de muchacho no se sabía si iba para guapa o se quedaba en graciosa. Tenía el pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos azules y una delicada boca irlandesa de larga línea de labios, que en una muchacha hubiese representado la boca de una gran belleza. Tenía una firme barbilla y perfectas orejas, y una nariz que nunca fue torcida. Desde luego que se puede tener todo eso y no ser hermoso, pero él lo era”. Valga éste retrato entonces para imaginarlo diez años antes, en 1917, cuando Scott egresa de Princeton dispuesto a ser un héroe como cualquier otro chico de su edad y su país.

 

Europa se incendia y un día por fin lo llaman a filas. Él también quiere sus medallas. Con 21 años deja sin terminar su primera novela, El romántico egoísta, y toma su fusil. Atlético y bronceado, invicto todavía, ahora esplende en su nuevo uniforme como una estrella de cine de esas que surgen por entonces. En el fervor de las despedidas, ya pronto para el combate, dos días antes de partir, en un baile de estudiantes en Long Island, Scott y Zelda se conocen. Se cruzan y se miran y ya no se desatan nunca más por mucho que se alejen tantas veces. Allí está ella: niña-mujer hermosa y refinada y sin embargo salvaje, ya bebida y bastante desprejuiciada, demasiado distinta, y por eso muy valiente. Los dos son para los dos, lo que los dos soñaron siempre para ellos. Por un instante sin embargo, casi que la guerra los salva de sí mismos: apenas se conocen y ya tienen que despedirse, él marcha hacia el frente, sí,  pero casi, porque no... a punto de ser embarcado, llega la noticia de la rendición alemana y él se queda sin sus medallas y entonces vuelve a Zelda y a sus novelas y a su destino sin solución. 

 La fiesta y la tragedia que será su vida juntos, acaba de empezar. Ahora es la fiesta. Después será la tragedia. El gran escenario es el mundo, los únicos protagonistas son ellos dos, y el resto es reparto, cartón pintado, fondo falso, y la realidad una burda variante de la ficción.

 Se comprometieron en 1919, cuando él trabajaba en una agencia de publicidad a la que rápido renuncia para terminar la nueva y última versión de su primera novela, El romántico egoísta, ya bajo el definitivo título de A éste lado del paraíso. Su nombre y sus relatos ganan público y espacio en las revistas más exitosas. Comenzaba a brillar y prometía. Tal vez por eso, algunos de sus mejores amigos, quisieron que viera a Zelda como la veían ellos: desfachatada hasta la impudicia, provocativa hasta el escándalo, inestable hasta la incoherencia, depresiva, siempre borracha... Pero no, él no puede verla así, porque él no puede ver nada porque él se enamoró y está ciego como corresponde. En febrero de 1920, en legítima defensa de sus más profundos sentimientos, le responde por carta a su amiga –y admiradora (y acaso pretendiente)- Isabelle Amorous: “Ninguna personalidad tan fuerte como la de Zelda podría pasar sin recibir críticas y, como dices, ella no está por encima de los reproches. Siempre supe eso. Ninguna joven que se irrita en público,  que disfruta francamente de contar historias chocantes, que fuma constantemente y que manifiesta que “ha besado a miles de hombres y se propone besar a miles más”, puede considerarse más allá del reproche, aún cuando esté por encima de ello. Pero Isabelle… precisamente yo me enamoré de su valentía, de su sinceridad y de su apasionado autorespeto, y son ésas las cosas en las que creería aún si el mundo entero prefiriese recelar que ella no es lo que debiera ser”.

 

 Scott y Zelda se casaron en 1920. Un año antes, extemporáneamente, contra la opinión de su propia familia, sin que ni siquiera ella misma pudiera explicar muy bien por qué, Zelda rompió el compromiso. Pero por iguales –y confusos- motivos, unos meses más tarde el lazo se recompuso y al fin se casaron en Nueva York. Ella tenía 20 años, él 24. A éste lado del paraíso, su primera novela, acababa de aparecer. Pronto será el escritor más famoso y mejor pago de los Estados Unidos. La fiesta crece, la tragedia espera.

 En 1921, los recién casados hacen su primer viaje a Europa, recorren Inglaterra, Francia, Suiza, Italia... Son tiempos de bohemia y grandes bailes selectos en fastuosas embajadas, mansiones y palacios de la noche infinita. Todo es brindar, bailar y aplaudir.  “Ibamos tanto al teatro que comenzaste a deducirlo de tus impuestos”, le reprochará Zelda mucho después, pero no entonces, entonces festeja, no hay otra cosa que hacer, a no ser parir... En octubre de 1921 regresan a los Estados Unidos para que nazca Frances Scott Fitzgerald Sayre, Scottie, la única hija que tendrán. Apenas una distracción. Parto, posparto, niñeras francesas, institutrices sajonas, los mejores colegios, y que siga la fiesta.

 En 1922 aparece su segunda novela, Hermosos y malditos,  y ahora sí que es el mejor pago. “Fuimos a Nueva York y alquilamos una casa borrachos -recordará Zelda, años más tarde- dábamos montones de fiestas... Bebíamos siempre y al final nos fuimos a Francia porque en esa casa había demasiada gente. Nos fuimos a St. Raphael, tu escribías y a veces íbamos a Monte Carlo y a Niza... Pero estábamos solos, y entonces organizábamos grandes fiestas para los pilotos franceses”...

 Aquel verano de 1924 lo pasan allí, así, en St. Raphael, en la Riviera francesa. Scott bebe y trabaja en El gran Gatsby; y Zelda bebe y bebe, y vive un desastroso romance con un piloto francés. Scott bebe y la insulta, ella bebe y llora. En los intersticios de la fiesta y su resaca, discuten hasta cuando duermen. El alcohol, los celos y los gritos, serán la música de fondo de ese verano indeleble. Aun así,  Fitzgerald termina su trabajo mejor, y acaso por eso, algún día recordará aquellos días como “mis días más felices”. Zelda, en cambio, no: “...y así pasó aquel verano, fiesta tras fiesta... Te la pasabas tomando y me dejabas sola mucho tiempo. Había demasiadas cosas que hacer y demasiada gente y nuestra casa siempre estaba llena...estaban los ingleses dormidos que encontré una mañana en el piso y... literalmente, estuviste borracho todo el verano sin interrupción”. 

 Vuelven a América y en 1925 Scott alcanza la cima de su gloria. El gran Gatsby aparece y explota. El público, la crítica, sus pares, el asombro... T.S. Elliot, patriarca vivo de la lengua inglesa, dice que “El gran Gatsby es el primer paso que da la novela norteamericana desde los lejanos días de mister Henry James”. Un chico llamado Ernest Hemingway lo admira tanto, que le manda sus origínales para que Scott haga con ellos lo que quiera. Las revistas publican su foto en tapa y varias poses; su hermoso rostro acompaña el éxito del Gatsby, y su porte y su figura, su juventud dorada, lo convierten enseguida, con 29 años, en el icono triunfal de su generación, la imagen más acabada de un gran país en su esplendor.

 

De vuelta por Europa unos meses más tarde, Zelda y Scott derrochan buena parte de la salud y la fortuna y del tiempo que les queda. Es la era del jazz, los años locos; en París está ése chico Hemingway y se hacen amigos, y mientras ellos beben y ríen y construyen la mejor literatura del siglo, Zelda toma clases de danza con una princesa polaca que al final la enamora... “Tu descubriste a Ernest y el Café des liles, y yo bailaba y me hacía adicta a mi profesora”... Acaso era hora de volver a casa.

 En 1926 están de vuelta en Estados Unidos, en California, en Los Angeles. No hay entonces en todo el país un escritor más popular que Scott, y Hollywood no se lo quiere perder, prefiere devorarlo. La fiesta que no cesa tampoco es gratis, los caprichos de Zelda son caprichos de reina, y él vive la vida de un millonario de ficción. Y todo eso hay que pagarlo con algo más que un par de cuentos por año y una buena novela cada tanto. La United Artist lo contrata para sus estudios, y allí firma su pacto con el Diablo. A partir de entonces –y mientras les sirva para algo-, a cambio de no ser, tendrá todo lo que quiera. 

 En su jaula de oro sin barrotes, cree que es libre porque en un primer espejismo el dinero y la fama le abren más puertas y nuevos caminos. En los años que siguen, sin dejar de brindar, de pelear, de traicionarse y de besarse, Scott y Zelda van y vienen de Europa, recorren Génova y otra vez la Riviera francesa, desbordan París entre champán y carcajadas, escandalizan una recepción en una embajada romana, viajan de vacaciones al Africa como hacen los ricos más ricos, y más o menos por entonces, en el pico desmadrado de una noche imparable, los nervios de Zelda colapsan por primera vez.

En abril de 1930 es internada en la clínica psiquiátrica Malmaison, en las afueras de París.

La fiesta se terminó. Ahora comienza la tragedia.


 “Tu te estabas volviendo loca y lo llamabas genio, yo me estaba yendo a la ruina y lo llamaba cualquier cosa que tuviera a mano. Y creo que todos los que estaban a suficiente distancia como para vernos más allá de la verbosa presentación que hacíamos de nosotros mismos, se formaban una idea de tu casi megalomaníaco egoísmo, y mi insana indulgencia con la bebida... Sinceramente, jamás pensé que nos arruinaríamos el uno al otro”. Así le escribe él a ella poco después de aquella primera internación, cuando Zelda vuelve por un tiempo a la casa de sus padres en Montgomery, y Scott viaja a Los Angeles empleado ahora por la Metro Goldwyn Mayer. Es el principio del derrumbe, su propio crack-up en medio del gran derrumbe nacional. Es 1930, Wall Street ha caído. La gran depresión ha comenzado y ya lo muerde.

Mientras Hollywood se lo fagocita licuando su talento en tristes guiones olvidables, en junio de 1932, Zelda sufre un segundo colapso nervioso y es internada en una clínica psiquiátrica de Baltimore, donde dopada y sin alcohol, comienza a escribir su propia novela mientras Scott escribe lo que le dicen para mantener la novela de ella, su manicomio y sus reproches.

“A ti no te importaba nada de mí –le escribe Zelda- así que seguí y seguí bailando sola, y pase lo que pase, sigo sabiendo en el fondo que todo es un juego sucio y sin Dios, que el amor es amargo y es todo lo que hay, y que el resto es para los mendigos emocionales de la tierra y tiene más o menos el mismo valor que la gente que se excita con postales obscenas”.

Aún así, entusiasmada, igual le envía los primeros borradores de la novela que escribe, le pide su opinión y él los lee, encuentra pasajes enteros copiados de sus propias novelas, se agota y le responde: “...sólo puedo decirte que no existe tal cosa como expresarse a uno mismo. Sencillamente no existe. Lo que uno expresa en una obra de arte es el destino trágico y oscuro de ser el instrumento de algo incomprendido, incomprensible, desconocido. Tu llegaste hasta el umbral de ese descubrimiento, y después decidiste, contra toda lógica, destrozar la puerta y entrar sin pagar. Lograste únicamente destrozarte a ti misma, y por poco a mi y a Scottie, si no me hubiera interpuesto”. De la enfermiza pasión que habían sido, ya sólo quedaba eso: un enfermizo ir y venir de cartas.

 Prudentemente, mientras tanto, lejos de su madre y de su padre, Scottie crecía preservada por una institutriz francesa y por los mejores colegios que Hollywood podía pagar con los desguaces que hacía de su padre. Pero su padre se agota y sus ganancias con él. La Metro no lo quiere más, no le renueva su contrato, es razonable: bebe demasiado, pierde mucho tiempo con sus propias obras, y nadie sabe muy bien por qué, pero ya no resulta tan divertido.

En junio de 1934 Zelda sufre su tercera y más aguda crisis de nervios, y es internada primero en Baltimore y después en un psiquiátrico privado de Nueva York. El 28 de agosto, Scott le escribe al doctor Murdock -médico de Zelda-: “Como sabrá, ayer vi a mi esposa y estuve una hora y media con ella. Fue mucho mejor que cualquiera de las otras veces que la vi, desde que tuvo otra crisis en enero pasado. Parecía en todo sentido exactamente la misma chica que solía conocer. Pero, quizás por ese motivo, a los dos nos pareció muy triste, y Zelda se puso a llorar en mis brazos y sentimos que el verano que se escapa representaba la forma en que la vida se no está escapando a los dos”.

 A fines de ese mismo año, Scott publica su nuevo libro, Tierna es la noche, pero vencido como está, se lo traga el silencio.

 Es más o menos por entonces cuando Hemingway, en plena victoria, le escribe aquella carta temeraria a su temido compadre William Faulkner: “Scott está terminado. Zelda lo terminó”.

 

  En 1939, Scott y Zelda, con las cenizas de su pasión –y las migajas de Hollywood-, intentan una nueva luna de miel en Cuba, de la que Fitzgerald regresa urgentemente para ser hospitalizado en Nueva York, donde los médicos le dicen lo que tiene de tanto fumar, beber y no comer: tuberculosis.  Pocos días después, Zelda es internada en el Highland Hospital de Ashville, presa de una profunda depresión. Scott, en tanto, apenas recuperado, a finales de aquel año de 1939, vuelve a Hollywood a vender lo que le queda por lo que sea. Pero como nadie le compra nada por nada, a partir de entonces no tiene más alternativa que sobrevivir como colaborador free-lance de los grandes estudios, que ahora le pagan su whisky y su tabaco mientras él escribe sin descanso tristes sketchs cómicos para series de segunda, para actores sin futuro, y para morir así, pocos después, el 21 diciembre de 1940, en su casa de Sheilah Graham, a los 44 años, víctima de un ataque cardíaco, lleno de deudas, joven y ya olvidado.

  Zelda enloqueció del todo. Sola y cada vez más alejada, arrastró su desvarío de internación en internación por algunos años más, hasta que murió carbonizada entre las llamas que en 1948 incendiaron el hospital de Baltimore, donde la habían encerrado por entonces.

  Entre los papeles de Fitzgerald, después de su muerte, aparecieron 133 páginas de la novela que estaba escribiendo y que nunca terminó –El último magnate-, unos pocos relatos inéditos, varios sketchs baratos de aquellos, y una extensa carta dirigida a Zelda, nueve carillas torrenciales escritas a mano y sin piedad. Le decía cosas como ésta: “Yo me quedaría muy tranquilo en  mi tumba, aunque creo que tu espectro, caminando en harapos y seguido de niños por las calles de Montgomery, me acosaría por siempre”. O ésta: “Si fueras capaz de organizar algo, lo harías ahí donde estás (estaba internada) ¿qué no daría yo por tener el derecho al ocio?. Me encantaría despertarme una mañana y decir: hoy, ninguna preocupación, ninguna deuda, ningún prestamista, ninguna prostitución mental... Ya no me compadezco de ti: te envidio, y a cambio, me compadezco infinitamente más de mi talento agonizante...”. Y más: “...está muy bien concebir la vida en términos de una vasta nostalgia cuando se tiene un propósito artístico, sólo que el mundo no permite tales cosas si no se paga con recursos propios. Es un lujo que ni siquiera los ricos, ahora, pueden permitirse así nomás. Nosotros, los tuberculosos, la gente equivocada, los trabajadores, los moribundos, tenemos que vivir -no a expensas de ustedes, lo sabe Dios-, sino a pesar de ustedes.  Tenemos nuestras propias lápidas que cincelar y no podemos desafilar nuestras herramientas apuñalándolos por la espalda, a ustedes, fantasmas, fantasmas que no pueden ni recordar claramente, ni olvidar por completo”. Y ya hacia el final, ciego en la furia de su desolación, llega a decirle: “Tú estabas loca en el sentido ordinario antes de que yo te conociera. Yo racionalicé tus excentricidades e hice una especie de creación contigo. Pero no te enojes, de no haber sido tu, quizás hubiera trabajado con un  material más estable. Mi talento y mi decadencia son la norma. Tu deterioro es la excepción”.

  La carta está fechada en el otoño de 1939. Apareció entre sus papeles. Zelda nunca la recibió. Scott no se la mandó jamás. Acaso por amor.




(*) John Dos Passos (Chicago, 1896- Baltimore, 1970): autor de Manhattan Transfer, Los días mejores  y la Trilogía U.S.A.; entre otros.


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