El Martiyo Plus

.../// Satélite de El Martiyo -más descansado, aunque no menos grave-, El Martiyo Plus aspira a reunir un material disperso y diverso escrito a través de los años para distintos medios o no, textos inéditos y públicos, intemporales, puntuales o anacrónicos, pero que mantienen cierta vigencia, o nos recuerdan preclaros, con valor de crónica, el futuro que el pasado ya entrañaba en su presente. Artículos, columnas de opinión, reportajes, reseñas, síntesis biográficas, recuerdos, relatos, viajes, amores, batallas y visiones, cosas escritas en redacciones estrepitosas, o en soledades últimas, y que componen, pieza a pieza, el rompecabezas de mi cabeza, que bien podría ser la tuya ///...

Daniel Ares


sábado, 21 de mayo de 2011

EL MARTIYO PLUS TE REGALA UN LIBRO... Y SU PLUS.

Historias de Escritores





"Historias de escritores" es el título del libro de no-ficción de Daniel Ares editado por Alfaguara (Buenos Aires, 1998), y que reúne una serie de artículos previamente publicados, en su gran mayoría, en la revista Avenida.
Tal y como dice el autor en su prólogo, son “síntesis biográficas” de once escritores, “once personas que yo quiero mucho”: Honoré de Balzac, Fiodor Dostoyevski, Jean Arthur Rimbaud, Jack London, Delmira Agustini, Céline, Hemingway, Faulkner, Arlt, Miguel Hernández y Henrry Miller. "Sin embargo, y por suerte, esos once no son los únicos escritores que yo quiero tanto".
Recuperados los derechos del libro, aquí El Martiyo Plus no sólo se propone  reproducirlo en versión virtual, completa, ilustrada, revisada y gratuita; sino también continuarlo con otros artículos inéditos de la misma serie, que así como vamos -y por suerte también- se nos aparece infinita.
Hoy entonces, a manera de presentación, en una doble entrega, ofrecemos el prólogo de aquella edición, y un rápido retrato de la vida y la obra y la muerte espectaculares del gran escritor japonés Yukio Mishima. 


* * *


HISTORIAS DE ESCRITORES

A Irma y a Manuel,
por todo y las palabras

* * *
Por los bares de la eternidad
(prólogo)



Si hace falta definirlos genéricamente, podría decirse que estos textos –artículos o crónicas- son síntesis biográficas. Refieren la vida de once escritores, onces personas que yo quiero mucho, por eso prefiero llamar a estas síntesis biográficas, simplemente retratos. Retratos que no quieren ser ensayos literarios, ni mucho menos, valoraciones críticas, interpretaciones olímpicas o cosas así. Son carbonillas amables, pequeños homenajes, moneditas apenas de una deuda muy vieja que ellos y yo sabemos impagable.
Para mi decir Céline, London, Miller, Faulkner, Hemingway, Balzaz, Delmira Agustini, Hernández –entre algunos otros-, es como decir –entre algunos otros- Gustavo, el Tano, Dani, Alejando, Luisito, en fin, amigos personales: míos. Con todos ellos aprendí y compartí muchas cosas, mucha soledad, mucho vino, muchos sueños, penurias y carcajadas. Con Gustavo, con Céline, con Luis, con Miller, con Alejandro, con London, con todos ellos viví momentos inolvidables, plenos, que me elevaron y me curtieron, que me rescataron de la abulia, de la desolación y del silencio que al principio me aturdía.
Miller
Recuerdo como se recuerdan unos días que pasamos con alguien muy querido aquél invierno de angustia en el que me salvó Henry Miller. Yo estaba solo, perdido y vencido en plena juventud, sin plata y sin ambiciones, sin mujer ni trabajo, el techo cayendo sobre mi cabeza y la tierra cediendo bajo mis pies, cuando muerto por muerto, ya sin aire y sin piernas, en un reflejo de ahogado, manoteé los tres últimos maderos de la Crucifixión Rosada y no me maté ni  me volví loco, o sí, pero bien, saludablemente loco… Me acuerdo: Miller bajó hasta le fondo del pozo sin perder el sombrero que llevaba siempre, sonriendo con su cara de chino y el cigarrillo colgándole de la boca mientras me contaba cualquier cosa como hacen los bomberos que te rescatan de las cornisas. No tengo fotos pero sí detalles: recuerdo las calles por donde andábamos, él invisible a mi lado, sus mejores frases, la risa volviendo de a poco, lo recuerdo todo.
Céline
Así como nunca me olvido de la paliza que me comí la primera vez que leí Viaje al fin de la noche, yo era joven todavía, casi un chico, ni siquiera sabía que Céline era Céline, el libro estaba ahí desde hacía tiempo, era un ejemplar barato, sin gracia, de colección, igual a tantos, grandes autores grandes obras, tal vez venía con el diario todos los viernes, o tal vez lo compré en una mesa de 3 por 5 junto con otros cos que me interesaban de verdad, eso no lo recuerdo, recuerdo que allí donde lo dejé, allí se quedó, durmiendo por años en un rincón de mi biblioteca hasta que un día Alejandro –otro amigo común- lo abrió para mí, y así comenzó la paliza, el viaje, los revolcones de risa, de asombro y de dolor, los temblores, la rabia… Lo leí en una sola noche, durante años, y cuando lo terminé, a la mañana, ya era todo un hombre. ¿Cuánto le debo, doctor?...
Hemingway
Y cuánto el debo a Roberto Arlt, que tano me alentaba cuando se me caía la cabeza de fatiga, que me enseñó a hablar la lengua que hablo desde entonces, que me abrió los ojos para que viera dónde había nacido y dónde vivía: en Buenos Aires, pibe, una ciudad llena de monstruos, de fantasmas y de turritos, cómo no pagarle una copa, entonces, cómo no darle un abrazo, no sentirlo un colega, un compañero, un amigo.
Lo mismo Hemingway, que me llevó de viaje por el mundo y por el tiempo, que me mostró cómo era París treinta años antes de que yo naciera o soñara con nacer, y después nos fuimos al África y cazamos leones y bebimos no sé cuántos daikiris una mañana en La Habana, en ayunas, y otra vez nos perdimos por Venecia y jugamos al solitario con las calles mientras él me enseñaba sus mejores trucos, a tener paciencia, a tachar lo que no sirve, a escribir como un herrero que sueña que es orfebre.
London
¿Y Faulkner, que me rompió la cabeza?... me acuerdo que lo leía sin entenderlo y que de pronto me daban ganas de pararme y aplaudir. Sus frases me arrastraban de párrafo en párrafo, de página en página, de capitulo en capítulo como los rápidos de un río por los que yo avanzaba sin poder entender lo que me contaba porque entonces era más importante lo que me estaba pasando: se me abría la cabeza, así, como un zapato barato, la suela se despegaba… “Y la memoria sabe esto: veinte años más tarde la memoria cree todavía aquél día me hice hombre”. Lo escucho siempre. Nunca me recuperé de Faulkner.
Podría contar mil cosas de cada uno. Experiencias, anécdotas, charlas, noches, días, búsquedas, vaguedades y eternidades. A todos les debo algo: la vida. Por eso estos retratos, que no son ensayos, que no aportan nada al estudioso ni al estudiante, que son otra cosa, algo más o algo menos, y que tal vez no importe…
Balzac
Cuando recuerdo que me voy a morir, me relajo imaginando la zona como una calle de bares que no cierran, y donde todos nos encontramos de nuevo, de vuelta de la vida como al cabo de la jornada, a charlar y nada más, dueños del tiempo y ya sin inquietudes, más contentos y más sabios porque ahora sí somos libres.
Entonces lo veo al gordo Balzac tocando el piano a lo loco, cantando contento con todas su amantes a coro con su genio, y lo veo a Céline, que se mata de risa de las mentiras que le cuenta Miller mientras sus putas y sus bailarinas alegran el local, y lo veo a London, asombrado como un recién nacido, con su cuadernito de notas y una mochila entre las alas, ida y vuelta por la vida de vije por las estrellas, contándonos de regreso los siglos que pasan y lo mucho que nos extrañan, y lo veo a Hemingway, bebiendo de nuevo con la cabeza que fue suya, y lo veo a Dostoievsky burlándose con Lorca de los  muertos que los fusilaban allá abajo; y lo veo a Miguel Hernández, comiendo sardinas celestiales sin rastros de las rejas; y lo veo a Rimbaud, hecho un pendejo todavía y vestido como un príncipe, apretándose a Delmira contra las sombras de sus deseos, mientras Arlt reparte flores en llamas y todos ahí, así, el bar que nunca cierra y el fervor que no acaba, chicas y copas, risas piratas, versos inmortales, música divina, ya no hay pecado ni culpa, ya somos lo que siempre fuimos, la muerte no era nada, ya no hay frases que duelan, ya nos bebimos la sed, ya no hace falta la soledad, estamos todos juntos de vuelta y yo estoy entre ellos como si fuera uno de ellos porque ellos son mis amigos…
Por eso disfruté tanto escribiendo estos relatos, y con eso tengo bastante: el placer paga. En cuanto a la suerte de este libro, mi mayor deseo es que después de leer el retrato de Balzac, alguien corriera a comprar Papá Goriot, y que después de leer el retrato de Céline saliera a buscar el Viaje al fin de la noche por todas las librerías… Entonces bingo, más amigos, más fiesta, más risas, más vida para siempre.
Después de todo, este libro es eso: una noche de ronda por los bares de la eternidad, una vuelta de copas, que esta vez –si me permiten- pago yo con todo gusto.
-- ¡Garçón!… - (el mozo es Bukowski).

Garopaba, Brasil, invierno de 1998.



* * *





Yukio Mishima




Nacido en Tokio en 1925, tres veces nominado para el Premio Nobel de Literatura, actor, cineasta, dramaturgo, viajero, homosexual, padre de familia, cinta negra de kendo y jefe de un ejército propio, Yukio Mishima, uno de los mejores escritores del siglo XX, se mató a la edad de 46 años frente a las cámaras de la televisión y como un auténtico samurai. Dicen que feliz. La gloria de su muerte fue la razón de su vida.


Flores de sangre

Por Daniel Ares





 Yukio Mishima




    El escritor Yukio Mishima fue también actor, modelo, periodista, dramaturgo, cineasta, fisicoculturista, best-seller internacional, homosexual, padre de familia,  cinta negra de kendo, dio siete veces la vuelta al mundo, practicó boxeo, dirigió una orquesta sinfónica, formó y lideró un ejército propio, y mientras tanto, como si fuera creíble -ya no posible-, escribió muchas de las mejores novelas japonesas del siglo XX. Tres veces nominado para el Premio Nobel de Literatura, nunca se lo ganó porque no quiso esperar. A los 46 años, ante las cámaras de todo el mundo, con sólo tres de sus cadetes, asaltó un cuartel de Tokio, retuvo como rehén a su comandante por más de dos horas, leyó ante la multitud una proclama patriótica, y luego de gritar "!Viva su Majestad Imperial!", sin decir más nada, practicó el seppuku, una sutil variante del hara kiri: se clavó una daga en su costado izquierdo, rasgó su vientre de lado a lado, y mientras se desangraba de rodillas, el mejor de sus discípulos le cortó la cabeza. Su madre, al saberlo, dicen que dijo : "por fin hizo algo que siempre quiso hacer".  
    Fue el 25 de noviembre de 1970. En pocas horas la noticia recorrió toda la tierra con la velocidad de la televisión y los redobles de tambores de su célebre nombre. Yukio Mishima,  el famoso escritor japonés, se había suicidado como un auténtico samurai. Y había fotos además, imágenes fílmicas, buenas tomas, sangre de verdad. Tal como Mishima lo había soñado y planeado escena por escena. Como si fuera su muerte la gran obra de su vida. En una carta que le deja a sus amigos, exige -ruega- que lo entierren con su uniforme militar, la espada cruzada sobre el pecho: "que sepan que morí como un guerrero, no como un escritor". "Algo que siempre quiso hacer". Es posible. La delicada mitología nipona, ahora tenía un héroe nuevo, y sin embargo, ya ancestral.
 Su verdadero nombre era Kimitake Hiraoka, y había nacido en la ciudad de Tokio el 14 de enero de 1925. Se puso Yukio Mishima cuando empezó a publicar sus primeros escritos, apenas un adolescente, después de haberle jurado a su padre que nunca jamás sería escritor. No era aquél un oficio demasiado honorable en el Japón de antes de la guerra; y para peor Asuza, su padre -incierto descendiente de un noble libertino, admirador de los nazis y bruto conservador-, era un perfecto burócrata imperial que nadie osaba contradecir.
    El gran amor de su madre no pesaba demasiado. Recién nacido, por designio paterno, Kimitake fue entregado a su abuela Natsu, quien habría de criarlo hasta los 17 años. Entonces Natsu murió y Kimitake, por fin, pudo ir a vivir con sus hermanos, bajo el rigor de su padre y la adoración de su madre, rápidamente maravillada por el genio de su hijo. Era un niño prodigio.


   El año entrante se graduaría con todos los honores en la Escuela de Nobles (el mismísimo emperador Hiroito en persona iba a distinguirlo con un reloj de plata), y ya se disputaban sus primeros textos las mejores revistas literarias de Tokio. Desde entonces y hasta el último día de su vida, cada página escrita, apenas terminada, Kimitake corría a leérsela a su madre, que a escondidas de su padre, más se maravillaba y más lo alentaba. Sólo ella sabía que por las noches, mientras todos dormían, a solas en su cuarto, bajo doble llave, Kimitake Hiraoka se transformaba en Yukio Mishima y escribía sin parar mientras soñaba sin dormir.
    Sus héroes le temían solamente a la deshonra, nunca al dolor y jamás a la muerte. Al contrario, la muerte era una especie de bendición suprema de ribetes eróticos que los volvía divinos en una esfera mejor. Sus héroes eran bravos guerreros cuyas vidas sangraban sangre cierta y no lágrimas de tinta, y Kimitake, en cambio, era un clásico alfeñique de 44 kilos, bajito, enjuto, frágil, despreciable ante sí mismo. "Me miro al espejo, y pienso: imagínate a alguien tan enfermizamente pálido como tu, que no puede hablar de otra cosa que no sea literatura". No soporta la realidad, mucho menos la propia, y escapa de sí mismo con la voluntad de un samurai. En su autobiográfica primera gran novela, Confesiones de una máscara, admitirá que ya desde la adolescencia apela para sobrevivir a un "camuflaje social". No quiere que lo descubran. "Ese odio hacia mi mismo, cuando estoy hablando con adultos, me lleva a escoger tópicos de conversación que sean los que corresponden a un estudiante de enseñanza media, como las cosas que pasan y la política... Pero la verdad es que me he convertido en una criatura completamente aparte a la que lo único que le importa es escribir". Así la máscara del día, se confiesa por las noches y va cayendo de a poco.
    Pero su padre se opone y se impone.  "La práctica de la literatura -le dice siempre- conviene únicamente al pueblo de una nación degenerada". La lucha entre los dos se vuelve cada día más violenta. Mishima no para de escribir mientras Asuza pasa meses fuera de la casa, pero cuando regresa, en busca de versos, allana su cuarto y quema todo lo que encuentra. Kimitake llora y jura otra vez que nunca más volverá a escribir. Pero Mishima ya no puede parar. Es 1940, y con dieciséis años,  por decisión de sus maestros, se convierte en el director de la revista literaria de la Escuela de Nobles, un hecho sin precedentes en la historia de la institución. Un prodigio. Su madre ya lo sabía. Ahora lo sabrán los demás. Un bosque en plena floración, su primera novela por entregas, comienza a publicarse mientras vende y asombra. Destacados literatos y críticos indiscutidos, reverencia al niño. Un prodigio.
    Sólo su padre puede negarlo. En el otoño de 1941 le escribe desde Osaka: "He oído decir que algunos altos y poderosos escritores hablan de ti y dicen que eres un genio, o que eres precoz, o que eres una especie de desviado o simplemente desagradable. Creo que ya es hora de que hagas una revisión de ti mismo"... el resto son consejos prácticos para ser un hombre sin pasiones. Los dados ya fueron echados. Mishima no deja de escribir y pronto la Historia barre todos los sueños de su padre. Al año siguiente estalla la guerra.


   En diciembre de 1942 aviones japoneses bombardean la base Pearl Harbor, y ayer nomás, tan sólo ayer, ya es el pasado remoto. Ahora la realidad es una gran hoguera. En cartas escritas por entonces, Mishima desprecia la guerra y considera la lucha "vulgar y mediocre". Pero años después, vuelto nostalgia de la guerra el vacío de la paz, recordará aquellos días como "el único tiempo en que la muerte era un rito y una bendición intoxicante". Es 1944. Mishima ya publicó dos nuevas novelas por entregas mientras Kimitake se gradúa en la escuela de Nobles y recibe el reloj de plata de manos del emperador. Ese día dice: "Ahora estoy listo para morir". Y no.
    Quiere estar a la altura de los bravos que inventa, pero es un chico enfermo de aspecto lamentable. En febrero de 1945, con 20 años, recibe su llamado a filas ante la desesperación de su madre y el espanto de su padre. No hay por qué alterarse: Kimitake ni siquiera pasa la revisación. Se diría que no lo rechazan, más bien lo desprecian. Da lástima. Está afiebrado, tiembla, le cuelga la ropa. Su pesadilla fue sólo un sueño. Japón arde y los Hiraoka festejan. Pronto serán Hiroshima y Nagasaki y la rendición incondicional y todo habrá terminado. Luego Mishima será famoso.
    Por obediencia a su padre, en 1946 ingresa en la Universidad Imperial para estudiar derecho. No deja de escribir -no le importa otra cosa-, pero es un alumno destacado. "Estaba demasiado absorto en mi obra para poder hacer un estudio completo de la ley, pero a lo que sí llegué fue al herético descubrimiento de que una lección de derecho podía escucharse como si fuera literatura. Hasta entonces había padecido la chifladura de la Escuela Romántica, y ahora por primera vez descubría el atractivo de la sequedad del polvo". No para de escribir.
    De día sigue siendo Kimitake, pero de noche vuelve a ser Mishima. Partido en dos por la exigencia paterna, acaba su carrera de leyes y luego rinde un examen para ser funcionario del Ministerio de Economía. Asuza se muestra orgulloso de la disciplina y de los progresos de Kimitake. Pero una mañana de setiembre de 1947, su hijo vuelve a casa y le cuenta sin alterarse que pocas horas antes, asqueado de su vida, casi se arroja automáticamente bajo las ruedas de un tren. Vencido por el miedo, Asuza se rinde: "Pues entonces deja el trabajo y hazte novelista, pero asegúrate bien de que vas a ser el mejor". Kimitake simplemente responde "lo haré", y esa noche Mishima comienza Confesiones de una máscara. Ahí la fama.
   "Esta va a ser mi primera novela autobiográfica -le advierte a su editor-. Ahora voy a usar en mi el escalpelo del análisis psicológico que he afilado en los personajes ficticios. Voy a intentar una disección en vivo de mi mismo. Espero alcanzar una exactitud científica, llegar a ser, en palabras de Baudelaire, condenado y verdugo al mismo tiempo. Para eso hace falta determinación, pero aguantaré, y seguiré escribiendo".


   Confesiones de una máscara aparece en 1949 y es un éxito inmediato. Mientras crecen las ventas, aumentan los aplausos. Su admirado mentor, Yasunari Kawabata -futuro premio Nobel-, firma un artículo que titula: "Mishima, la esperanza de 1950". Otros suscriben. Ya es famoso. Tiene 25 años. Nace una estrella.
   Su padre opina que el éxito de Confesiones es una "absurda estupidez", pero no dice lo mismo de las ganancias que deja, mientras se jacta con amigos de la fama de su hijo.  A fines de 1950 aparece Sed de amor, su nueva novela, cuando todavía disfruta del éxito de La noche más blanca, uno de esos folletines por entregas que Mishima escribe por dinero mientras escribe por amor. Prolífico y sorprendente, moderno y tradicional, escandaloso y poético, Mishima es una estrella de su tiempo, y su tiempo es Occidente. Con las ganancias de sus libros se hace construir una casa típicamente americana en las afueras de Tokio. "El estilo que busco -le explica a su arquitecto- es verme tirado en un sillón rococó con una camisa hawaiana y unos pantalones Levis mirando televisión mientras bebo una cerveza". Así salía en sus fotos, y así molestaban sus declaraciones mientras crecía su fama.
   En 1951 comienza a frecuentar abiertamente los bares homosexuales que inauguraban en Tokio los soldados norteamericanos. Dice que busca material para su próximo libro, Colores prohibidos, y nunca va solo porque admite que le da miedo. Adentro se comporta como un espectador y no disimula que lo conocen. Pero si el protagonista de Confesiones de una máscara esta convencido de ser un caso "único de perversión", el de Colores prohibidos, en cambio, descubre que es uno entre millones. "Ningún hombre ha sido capaz de apartarse definitivamente de la húmeda familiaridad que siente por las criaturas de su especie. Ha habido innumerables intentos de escapar, pero al final no hay más que éste apretón de manos húmedo y éste pegajoso encuentro de miradas".  En 1953 Colores prohibidos se publica, vende, sorprende y asombra.
   Al año siguiente Mishima hace su primer viaje a Occidente, y de regreso ya es otro. Cruza el Pacífico, desembarca en San Francisco, visita Los Angeles, Nueva York, vuela hasta Brasil y se entrega a todos sus placeres en el Carnaval de Río. De allí cruza a Europa y la recorre, deshecha París, comprende Grecia, se conmueve en la belleza de sus dioses y sus ruinas, y de regreso a Tokio, todavía alucinado, se entrega al culto de su cuerpo como el ateo que de pronto vio La Luz. El alfeñique de 44 kilos se interna en un gimnasio y talla sus músculos hasta que es otro en el espejo. Hay algo insuficiente en la escritura. Mishima quiere acción, "intelectualizar sus músculos", dice. No le gusta la paz: está vacía. Extraña la guerra, "su rito de muerte como una bendición intoxicante". Antes de un año ya posa desnudo y no se aparta del espejo.


    Su carrera como escritor no le preocupa más: fluye. Como si fuera muchos, trabaja en sus "obras importantes" mientras escribe teatro y produce y publica sus otras novelas por entregas. Las unas le traen prestigio y las otras dinero. Aquellas –sus novelas- son "esposas"; las otras –los folletines- son "amantes", placeres efímeros, pasiones de ocasión. Pero no para. Y filma, además. Hace de gángster americano en una película barata, modela para un fotógrafo famoso, monta y dirige sus propias obras de teatro, escoge el elenco, compone la música y hasta diseña la marquesina, y crece tanto su nombre, que trasciende su patria y después su hemisferio.  Ya lo tradujeron al inglés, al francés, al alemán, ya es el escritor japonés más famoso de Occidente, y claro: paga por eso. Sus detractores lo consideran un traidor, la prensa no sabe qué decir, la izquierda comienza a despreciarlo, y él brinda por todos vestido con un smoking blanco, gafas oscuras, y un martini en alto. Una caricatura publicada por entonces en un diario de Tokio, lo muestra con el pelo corto -al estilo americano- y un traje muy elegante tomando clases de griego; abajo dice: "Horripilante y chulillo, no fácil de tragar, pero una especie de genio". Así lo veían los demás, y así se divertía él. "La mayoría de los escritores están perfectamente bien de la cabeza y lo único que hacen es comportarse como si estuvieran locos; yo me comporto normalmente, pero estoy enfermo por dentro", dicen que decía y que estallaba en carcajadas.
    Hasta que de pronto sus padres requieren que se case. Es 1954, Kimitake tiene 29 años pero ni se le ocurre desobedecerlos, y antes de dar otra vuelta al mundo, promete buscar novia. Para ayudarlo, Azusa escribe a la Escuela de Nobles anunciando que Kimitake quería una esposa. Célebre como era, llegaron cartas de todo el Japón en las que padres muy honorables, ofrecían a sus hijas más honorables aún. Pero Mishima tenía sus pretensiones: su esposa debe ser bella y no gustar de sus libros, más aún: ni conocerlos. Así, luego de inclementes desfiles y sucesivos rechazos, la elegida fue una joven estudiante de 19 años, pequeña, muy inteligente y rellenita, llamada Yoko Sugiyama. Dicen que Kimitake, a solas con ella, y antes que nada, le dejó muy en claro todo lo mucho que significaba ser la esposa del gran escritor Yukio Mishima; y dicen que ella, allí mismo, aceptó sus condiciones "absolutamente".
Yoko y Yukio se casaron en junio de 1958 y tuvieron dos hijos, y en todo lo que se sabe, fueron una pareja feliz.
   Pero el vacío, en él, siguió. Peor aún: se ahondó. El vacío del éxito y el vacío del fracaso. El vacío de una vida vulgar más allá de todo brillo. El vacío de los viajes, de la fama, de los versos, de la familia y de la soledad. El hondo vacío de la paz... "Me acuerdo de haber visto una película durante la guerra que había sido hecha en tiempos de paz, y de lanzar un suspiro al ver Tokio todo iluminado con luces de neón. Pero cuando me encontré después con una época con más neón del que pudiera haber soñado nunca, lo único que pude pensar fue lo fácil que había sido vivir en un mundo desgarrado por la guerra, y lo penosamente difícil que era vivir en un mundo de paz". Eso lo dice -lo firma- en un artículo que publica en 1962, y que titula, melancólicamente: "Estos diecisiete años de sin-guerra".
   Página a página, día a día, su obsesión por la muerte se desnuda más nítida. Unge de gloria a los pilotos kamikase, rescata del pasado de su patria a los guerreros más fanáticos, no les permite la gloria a sus personajes sino a través del sacrificio, y en la densa oscuridad de todo lo que calla, destellan y se apagan los fuegos de artificios de sus pasiones más ocultas. "Ya empecé a creer que la juventud y la flor de la juventud son una tontería de muy escaso valor. Lo que no quiere decir que espere con ninguna ilusión la vejez. Lo que queda entonces es el concepto de la muerte, la muerte presente, momentánea, segundo a segundo. Parece probable que para mí ése es el único concepto realmente tentador, realmente vivo, realmente erótico. Y en ése mismo sentido parece probable que estoy aquejado de manera congénita, y por tanto incurable, de la enfermedad llamada romanticismo".
 La paz lo decepciona: es nada. Extraña la guerra, precisa un conflicto, un oponente. Y elige la izquierda. Se vuelve un escritor de derechas. Vestido para Hollywood, defiende las más férreas tradiciones del Japón y a su Majestad Imperial y se burla del comunismo y critica a Moscú. Por qué no: es Mishima, todo le está permitido. 


   Para 1964, con ciento cincuenta volúmenes publicados, sus ingresos por derechos de autor superan los ochenta mil dólares anuales. Ningún otro escritor japonés gana tanto. Las fiestas en su casa son de rigurosa etiqueta, exquisita concurrencia, y servicio francés. Ese mismo año comienzan los rumores sobre su nominación al Nobel. Es todo lo que le falta y está decidido a ganarlo. Así lo confiesa entre amigos y les pide su ayuda. Pero no. Ese año le toca a Miguel Angel Asturias. Tal vez el próximo, quiere creer, pero tampoco. En 1965 Mishima emprende otro viaje por el mundo junto a su esposa Yoko, que sonríe a su lado allí por donde pasan. Para octubre están en Bangkok, y allí recibe la nueva mala: el Nobel es Mikhail Sholokov... No importa, se dice, el año que viene, piensa, y no, tampoco. En 1966 la decepción es aún mayor porque la ilusión fue mayor. Una mañana desde Estocolmo le confirman que sí, que está entre los candidatos más firmes junto a Pablo Neruda, Samuel Becket y André Maulraux, y que la Academia quiere premiar a las letras japonesas. Y es cierto, sí, al final el premio es para el Japón, pero no para él, sino para su viejo y querido maestro Yasunari Kawabata. La noticia lo cruza en la India, y apenas se entera, escribe una sincera y cálida felicitación para Kawabata. Pero despachado el télex, gira y le dice a su mujer: "pasarán por lo menos diez años antes de que le concedan otro premio al Japón". No tiene más nada que esperar.
   De regreso a Tokio, el 9 de abril de 1967, Mishima se alista en secreto en la Fuerza de Defensa Propia del Ejército. Quiere acción. Basta de literatura. Con 42 años completa la instrucción con la misma vitalidad que sus camaradas de veinte. Duerme en jergones, tapado apenas con una manta vieja, pasa frío, hambre, dolores y sufrimientos, y es feliz como nunca. Le escribe a sus padres: "La gente dice que la generación de la guerra siente nostalgia hasta de la instrucción militar. Y ahora comprendo lo que quieren decir... Estoy seguro de que dejar por un tiempo la escritura, va a ser bueno para mi y para lo escrito... Por extraño que parezca, en un cuarenta por ciento estoy hecho para ser un soldado".
    Pero acaso todo eso no es más que otra ficción. Las Fuerzas de Defensa que integra, no tienen misión ni destino en el Japón de los americanos. El emperador Hiroito es poco más que una figura decorativa, y todo alrededor pierde su esencia y su sentido. Es por entonces cuando Mishima decide fundar y formar un ejército propio dispuesto a reivindicar la antigua honra del  Imperio.
Lo hizo y lo llamó la Sociedad del Escudo, y muy al principio, estuvo formado por algunos jóvenes camaradas de instrucción de las Fuerzas de Defensa, y por algunos estudiantes que se acercaban a Mishima atraídos por su fama y por la hondura de sus libros. Oculto bajo la máscara de una preocupación patriótica, Mishima quiere ser un samurai para morir "como un guerrero y no como un escritor". Lo dice: "la profesión de samurai es el negocio de la muerte. Por pacífica que sea la época en que viva, la muerte es la base de todas sus acciones". Lo anuncia.



    Para 1969 la Sociedad del Escudo cuenta con más de cien uniformados que mantiene Mishima con las ganancias de sus obras. Por eso -ni por nada- deja de escribir y publicar. Entrena a sus reclutas desde el alba, los instruye políticamente, vive y comparte con ellos el agua y el arroz, y escribe durante las noches. Todas las noches. Toda la noche. Se dice que no duerme. Nunca. Ese año estrena dos obras de teatro, en julio protagoniza una película muy exitosa, y el 3 de noviembre, para los festejos del Día de la Cultura, desfila al frente de sus  hombres como un orgulloso general todavía invicto. Sus amigos, sus conocidos, su mujer, todos los que lo trataban entonces, recuerdan que por aquellos días se lo veía más contento que nunca, de mejor humor, "más cariñoso", inclusive... Y es lógico, todo va como él quiere, y cada vez mejor: a fines de 1969 ingresa en la Sociedad del Escudo un joven cadete de nombre Morita, que pronto será la sombra de Mishima, y que el 25 de noviembre del año que viene, le cortará la cabeza. Morita tiene 20 años y Mishima lo adora. Ya no se lo ve sin él, y siempre que lo presenta, agrega sonriendo: "acordáos de él, es el que me va a matar". Así será. Falta poco.
   En la agonía de los años sesenta, una nueva generación de jóvenes japoneses soñaba con su propio mayo nippón, y todos los días los estudiantes y los obreros se enfrentaban contra la policía o contra la Fuerza de Defensa Propia, o contra todos a la vez. Pero nadie recurría nunca a los patrióticos servicios de la Sociedad del Escudo. Así Mishima comprendió que jamás le darían la oportunidad de morir como un héroe, y que la única alternativa era dar él mismo su propio golpe de estado. Y entonces decide, con sólo tres de sus cadetes, ya en octubre del 69, copar el Regimiento N° 32, y alzar a todo el Ejército Imperial detrás de sus palabras y su sueño.
    En abril del setenta, prolijo, comienza el adiós. Entrega su última novela, renuncia a su cargo en la Junta de Cultura, abjura de cualquier nuevo proyecto, cierra la revista literaria que dirige, posa desnudo para un fotógrafo consagrado (en una de las tomas simula feliz un seppuku), le escribe algunas últimas cartas a unos pocos amigos, y redacta, callado, su testamento final. El director de la Radio Nacional del Japón, recordará luego que, hacia julio de ése mismo año, cenando juntos, Mishima primero le preguntó si su muerte sería una "noticia bomba", y luego fue más lejos: "¿Si decidiera cometer seppuku, podrías televisarlo en directo?". Ya todo estaba listo.
   "Veíamos al Japón emborracharse de prosperidad y caer en el vacío del espíritu", escribe el 14 de noviembre.
    El 24 convoca a la prensa para el día siguiente frente al Regimiento de Ichygawa, advirtiéndoles que hará "algo muy importante".
Todo listo.
Y llega el día 25. En un Toyota blanco modelo 66, Morita y otros dos cadetes pasan a buscar a Mishima por su casa a las diez y cuarto de la mañana. Camino al cuartel y su final, Mishima bromea con sus hombres sobre qué tipo de música le pondría a ésa escena, si aquello fuese una película. Los dos cadetes que sobrevivieron al hecho, dicen que Mishima estaba de muy buen humor. A las diez y cincuenta de la mañana, los cuatro hombres, uniformados y en orden, pero sonrientes, se apersonaron en la puerta del regimiento N° 32 con la sencilla excusa de regalarle a su comandante, un ejemplar autografiado de la última novela de Mishima. El general Masuda acepta recibirlos, y le agradece  a Mishima el libro y lo felicita por la elegancia de sus uniformes y por el porte de sus cadetes... Pero antes de treinta segundos, el general Masuda ya tiene una daga en el cuello y ya lo amarran a su silla. El final ha comenzado. Afuera se reúnen las tropas en reclamo de su comandante, y adentro Mishima los amenaza con matarlo si no lo dejan hablar. Es todo lo que pide: un poco de silencio y treinta minutos de atención. Demasiado.



 Pintada sobre tela, Mishima despliega una proclama desde el balcón de la comandancia, y allí comienza un discurso que no escucha nadie. La multitud lo tapa, no lo deja. Son ochocientos hombres que piden su cabeza, ya llegó la prensa, ya está la televisión, él sólo quiere que lo escuchen y después morir. Y no. Nadie lo escucha, no se le oye, no lo quieren oír, abajo la turba ruge su furia, y arriba dos helicópteros licúan sus palabras y ya no importa lo que dice. Rendido pero irascible, es ahí cuando grita !Viva su Majestad Imperial!, y se mete para matarse en el despacho del comandante. "No creo que me hayan oído siquiera", le dice a sus cadetes, y se arrodilla. Se desabrocha la chaqueta, toma una espada corta con las dos manos, la hunde sobre su lado izquierdo, y despacio, cortando el vientre, la lleva al otro lado. Vencido por el dolor, cae hacia adelante, y mientras se desangra sin gritar, Morita le corta la cabeza. Luego otro cadete, Furu-Koga, decapitó a Morita, y luego todo terminó. Eran las doce y veinte del 25 de noviembre de 1970.
   Excepto por el silencio que al final le negaron, todo salió tal cual Mishima lo había querido: la noticia fue una bomba, su final fue transmitido por televisión, lo enterraron de uniforme con su espada cruzada sobre el pecho, y se aseguró para sí la eternidad de los mitos. Su madre estaba contenta: "por fin hizo algo que siempre quiso hacer".



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